Arabia Saudita después del rey Fahd
La avanzada edad del nuevo rey -82 años- lo convierte obligatoriamente en un monarca de transición. Parece evidente que el suyo no será un reinado largo, lo que dificultará que emprenda las tan necesarias reformas que necesita el reino. El rey Abdullah deberá hacer frente a una agenda extremadamente complicada que lo obligará a posicionarse en tres cuestiones vitales para garantizar la supervivencia del reino. En primer lugar deberá resolver el dilema al que se enfrentan las relaciones entre Arabia Saudita y Estados Unidos. En segundo lugar tendrá que elegir cuál es la mejor manera de blindarse frente al islamismo ‘yihadista’. En tercer y último lugar habrá de replantear su estrategia regional si quiere seguir conservando el papel hegemónico de Riyad en el mundo árabe.
Por Ignacio Álvarez Osorio
La desaparición del rey Fahd, aunque esperada, no deja de despertar incógnitas sobre el futuro de Arabia Saudita, la principal ‘petromonarquía’ del Golfo Pérsico. El hecho de que haya sido el príncipe heredero, Abdullah, el elegido como sucesor debería jugar a favor de una transición sin sobresaltos, habida cuenta de que ha sido quien ha gobernado en la sombra en los últimos diez años debido al delicado estado de salud de su hermanastro. De Abdullah se espera una política continuista, aunque también se debe destacar que es más partidario de las reformas que su antecesor y menos permeable a la influencia de Estados Unidos, lo que podría generar ciertos cambios, aunque ni mucho menos una revolución copernicana dado el escaso margen de maniobra que posee y el estrecho marcaje del que será objeto por parte de la propia Casa de los Saud.
La avanzada edad del nuevo rey -82 años- lo convierte obligatoriamente en un monarca de transición. Parece evidente que el suyo no será un reinado largo (en contraposición con el de Fahd, que sumó 23 años), lo que dificultará que emprenda las tan necesarias reformas que necesita el reino. Lo más preocupante quizás sea el hecho de que otro octogenario, el actual ministro de Defensa, haya sido designado príncipe heredero, lo que equivale a postergar ‘sine die’ el debate sobre el recambio generacional dentro de la Casa de los Saud. Hasta ahora han sido siempre los hijos de Abd al-Aziz, fundador del reino en 1932, quienes se han sucedido en el trono, dejando en manos de una gerontocracia el control absoluto de los principales resortes de gobierno.
El rey Abdullah deberá hacer frente a una agenda extremadamente complicada que lo obligará a posicionarse en tres cuestiones vitales para garantizar la supervivencia del reino. En primer lugar deberá resolver el dilema al que se enfrentan las relaciones entre Arabia Saudita y Estados Unidos. En segundo lugar tendrá que elegir cuál es la mejor manera de blindarse frente al islamismo ‘yihadista’. En tercer y último lugar habrá de replantear su estrategia regional si quiere seguir conservando el papel hegemónico de Riyad en el mundo árabe.
Por lo que se refiere a las relaciones con Estados Unidos, son bien conocidas las diferencias entre Fahd y Abdullah. En 1945, inmediatamente después de la Cumbre de Yalta, el presidente Roosevelt y el rey Abd al-Aziz pusieron los cimientos de una inquebrantable alianza entre los dos países basada en el intercambio de petróleo por protección. El mantenimiento de este acuerdo es hoy en día una incógnita, especialmente tras los atentados del 11 de Septiembre, aunque, a pesar de los pesares, ambos países siguen estando interesados en el mantenimiento de este ‘matrimonio de conveniencia’ como un mal menor, ya que, al blindar a la monarquía saudita, se evita el riesgo de que el petróleo de la región caiga en manos de los ‘yihadistas’. Las aguas, que por un momento se convirtieron en turbulentas tras el 11-S, parecen haber vuelto gradualmente a su cauce, especialmente tras el alza de los precios del crudo y las crecientes dificultades de la posguerra iraquí. Por lo tanto, el mantenimiento del eje Riyad-Washington no es para Abdullah una mera opción pragmática, sino una cuestión de supervivencia ante la inestabilidad congénita de Medio Oriente.
En el ámbito doméstico, el nuevo monarca deberá prestar especial atención al avance del islamismo ‘yihadista’ que se ha convertido no sólo en la mayor amenaza para la seguridad de Occidente, sino también en el principal reto para la estabilidad del mundo árabe y, en especial, de Arabia Saudita. Más de la mitad de los 16 millones de sauditas son menores de 25 años y es precisamente en este sector donde se registran mayores tasas de desempleo -cerca del 30%-, ya que el mercado laboral es incapaz de hacer frente a los 200.000 nuevos puestos que se demandan cada año. Sin duda, el hecho de que el precio del barril del petróleo esté en máximos históricos podría impulsar el despegue económico y, por lo tanto, la creación de nuevas oportunidades laborales. No debe pasarse por alto que el reino cuenta con una cuarta parte de las reservas de petróleo mundiales -algo más de 250.000 millones de barriles- que son un auténtico seguro de vida para la dinastía gobernante. Sin embargo es cada vez más evidente la fractura existente entre la Casa de los Saud, integrada por más de 7.000 príncipes que se encuentran por encima del bien y el mal, y el resto de la población, y en particular la juventud, que recela de los poderes absolutos de la dinastía gobernante y que puede convertirse en caldo de cultivo de las versiones más radicalizadas del islamismo ‘yihadista’ en el caso de que estas diferencias abismales sigan creciendo.
Por último cabe imaginar que Arabia Saudita deberá replantear en profundidad su política en el mundo árabe e islámico. Si desde el ‘boom’ petrolífero de los setenta su política se basó en lo que el economista Georges Corm definió como «la santa alianza entre el petróleo y la religión» o, lo que es lo mismo, la exportación del rigorista rito wahabí por medio de una activa acción proselitista, es evidente que los atentados del 11 de Septiembre y la actitud desafiante de Ben Laden obligan a revisarla. Lo que no está nada claro es que el rey Abdullah sea capaz de impulsar medidas concretas que sean capaces de mejorar la situación sobre el terreno en los dos principales focos de tensión regionales, Irak y Palestina, más allá de ciertas políticas de prestigio encaminadas a revitalizar su imagen en el ámbito árabe (como ocurrió con la iniciativa de Beirut en 2002). Todo parece indicar que, también en la era de Abdullah, el margen de actuación de Riyad seguirá siendo sumamente limitado, habida cuenta la nula capacidad de influencia que tienen las autoridades sauditas en Washington.
La fuente: El Correo (Bilbao).