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lunes, mayo 20, 2024

El modus operandi de la política exterior de Bush

Opinion/IdeasEl modus operandi de la política exterior de Bush

El modus operandi de la política exterior de Bush

En apenas un mes en el ejercicio del poder el presidente norteamericano ha exhibido claramente que su relación con el mundo exterior estará centrada en un pragmatismo sin principios y que la ley internacional siempre quedará subordinada a los intereses de la Casa Blanca.

Por Ricardo López Dusil

Textual

"El gobierno encontrará los medios para restaurar la seguridad de los israelíes." Ariel Sharon, luego de un atentado palestino en Netanya, el 4/3/01.

"Hay que luchar contra los terroristas sin convertirse en terroristas." Shlomo Ben Ami, ministro de Seguridad Interior saliente, el 4/3/01.

“Estamos viviendo tiempos muy difíciles y me temo que nos hallamos al borde de una situación más grave. La economía palestina está al borde del colapso, la Autoridad Palestina se empieza a desintegrar y un estado de anarquía y de gobierno de bandas se está apoderando de Cisjordania y Gaza”. Martin Indyk, embajador de EEUU en Israel, el 2/3/01.

Las recientes elecciones norteamericanas se dirimieron, según una ácida caracterización del influyente Washington Post, entre un candidato talentoso, pero carente de carisma, y un candidato carismático carente de talento. Ganó Bush, el carismático.

Pero su llegada a la Casa Blanca, por primera vez en la historia norteamericana, quedará signada por una sombra de ilegitimidad. La guerra de cómputos librada entre el actual mandatario y su rival electoral, Al Gore, quedó centrada únicamente en la metodología del recuento, dejando fuera de debate un fenómeno político singularísimo: la imposibilidad de determinar con certeza quién fue el candidato ganador, ya que la diferencia de votos entre uno y otro ha sido tan exigua que queda comprendida en el inevitable margen de error de cualquier sistema de conteo, mecánico o manual.

Tal vez en ese signo de debilidad que acompañará su administración puedan encontrarse las razones por las que Bush el Joven, imposibilitado de adoptar iniciativas novedosas en política interior (ha heredado de Clinton un país en plena prosperidad) haya resuelto exhibir al mundo, rápidamente y sin pudores, cuáles serán sus lineamientos en materia de política exterior.

En apenas un mes en el ejercicio del poder Bush ha mostrado que su modus operandi estará asentado en la defensa de los intereses norteamericanos más allá de la legitimidad y la ley internacional. Es la coronación del pragmatismo sin principios.

Dos controvertidas decisiones del mandatario, dirigidas contra Libia e Irak, exhiben ese papel de gendarme impune. En el caso de Libia, manteniendo una política de sanciones unilaterales que pretenden asfixiar el régimen del coronel Muammar Khadafy, a quien Estados Unidos acusa de fomentar el terrorismo. En el caso iraquí, ejercitando con la misma discrecionalidad el bloqueo económico y los bombardeos por la presunta peligrosidad que Saddam Hussein puede representar para la estabilidad regional. Pero no hay ley internacional que ampare las sanciones colectivas tales como las que se aplican a los pueblos libios e iraquí.

Un juicio singular

El reciente fallo judicial por el caso Lockerbie (atentado, en 1988, contra un avión de Pan Am que causó la muerte de 270 personas) merece algunas consideraciones en las que buena parte de la prensa occidental no se ha empeñado suficientemente.

Como se recordará, el ataque fue atribuido a dos agentes de inteligencia libios. Después de una prolongada disputa, el gobierno de Trípoli, que siempre sostuvo su inocencia, aceptó entregarlos y fueron juzgados por un tribunal escocés constituido en una base militar de los Países Bajos. El tribunal encontró culpable a uno de ellos y absolvió al segundo, un fallo que pareció más destinado a calmar la sed de justicia de los familiares de las víctimas del fatídico vuelo que a encontrar las verdaderas razones y responsabilidades del atentado. Es difícil de sostener que toda la culpabilidad, si efectivamente la tiene, recaiga en un solitario agente de inteligencia.

Pero inmediatamente de producido el fallo, los gobiernos norteamericano y británico se apresuraron a confirmar, por afuera de las decisiones de los organismos internacionales, que las sanciones aplicadas a Libia se mantendrían inalterables hasta tanto Khadafy aceptara su culpa e indemnizara a los familiares de las víctimas, soslayando de ese modo el hecho de que ni Khadafy ni su gobierno estaban siendo juzgados.

Las represalias contra Libia -que según Trípoli han costado más de 33.000 millones de dólares- comprenden un embargo de venta de armas y vuelos comerciales, restricciones diplomáticas y la prohibición de la venta de maquinaria necesaria para explotaciones petrolíferas.

Tal vez Khadafy tenga mucho que decir respecto del crimen de Lockerbie, tal vez sepa exactamente lo sucedido, tal vez haya sido él mismo quien ordenó el ataque o hasta podemos imaginar que fue él en persona quien puso la bomba. Pero ésa es una especulción carente de validez jurídica. No se trata de sostener la inocencia de Khadafy; pero no era él quien estaba siendo juzgado ni tampoco hay evidencias concretas de su culpabilidad. Y si Estados Unidos y Gran Bretaña aceptaron centrar sus sospechas sólo en dos imputados, no hay razón que explique la decisión de extender la condena más allá de ellos.

De todos modos, el expediente del caso Lockerbie ha ventilado muchos interrogantes que tal vez nunca encuentren respuestas. Una de ellas es por qué uno de los pasajeros del vuelo desistió de subir al avión media hora antes del embarque. Casualidad o no, el hombre era hijo de un agente de la CIA. ¿Esto quiere decir que los servicios de inteligencia norteamericanos conocían con anticipación lo que sucedería? Tal vez nunca lo sepamos.

El antecedente de La Belle

Pero en la conflictiva relación entre los gobiernos de Washington y Trípoli hay otros antecedentes sangrientos que permanecen fuera de la atención pública. No hace mucho la justicia de Alemania dio un giro sorprendente en torno de otro cruento ataque terrorista atribuido a Libia: la voladura de la discoteca La Belle.

La Belle era un club nocturno de Berlín que solían frecuentar las tropas norteamericanas estacionadas en Alemania en plena era de la Guerra Fría. En 1986 la explosión de una bomba en el local mató a 3 personas y causó heridas graves a 200. Pocas horas después los norteamericanos ya sabían quiénes eran los culpables. Según la Casa Blanca, las escuchas de radiogramas entre la embajada de Libia en Berlín del Este y Trípoli demostraron que el ataque había sido obra de terroristas libios.

La respuesta de los norteamericanos llegó pronto: la noche del 15 de abril de 1986 la fuerza aérea de los Estados Unidos bombardeó las ciudades libias de Trípoli y Bengazi. El objetivo manifiesto de la acción era apartar a Khadafy del camino. Los bombardeos destruyeron su residencia y objetivos civiles. Más de 30 personas murieron, entre ellos numerosos chicos, incluida una de las hijas del dirigente libio. Dos horas después del ataque aéreo, el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, justificó la sangrienta represalia y dijo: “Nuestras pruebas son directas, precisas e irrefutables”. Con esas palabras, Reagan cimentó la leyenda norteamericana de que el atentado a La Belle era igual a terrorismo de Estado libio.

Sin embargo, los jueces alemanes que examinaron el incidente durante una década llegaron a la conclusión de que Libia estuvo ajena al complot y que entre los implicados aparecían, una y otra vez, las huellas de otros servicios de inteligencia: la CIA y el Mossad.

El bombardeo a Bagdad

El 16 de febrero último, mientras George W. Bush almorzaba plácidamente en el rancho mexicano de Vicente Fox durante su primera salida al extranjero, sus tropas resucitaron el fantasma de la Guerra del Golfo: 24 aviones -20 norteamericanos y 4 británicos- descargaron sus bombas sobre posiciones defensivas de Bagdad, operación que fue repetida días después, tras la admisión del Pentágono de que el primer ataque no había dado en el blanco.

En rigor, los bombardeos a Irak no cesaron desde el fin de la Guerra del Golfo, en 1991. Lo novedoso de estos ataques es que ocurren en la capital, sobre barrios densamente poblados y fuera de la zona de exclusión establecida por las Naciones Unidas.

El argumento del ataque es pueril: la destrucción de los radares desde los cuales el señor Saddam puede otear cómo vuelan sobre su espacio aéreo bombarderos intrusos. Lejos de debilitar su poder, Saddam (que no es la clase de persona a la que uno presentaría su hermana) ha sabido capitalizar en su favor los ataques poniéndose a la cabeza de un resentimiento creciente hacia Occidente en el mundo árabe. La población iraquí, sumergida en padecimientos indecibles por efecto del bloqueo occidental y el inacabable duelo de su gobernante con Washington, paga todas las cuentas.

Otro orden internacional

Tanto el desconocimiento norteamericano del fallo por el caso Lockerbie como los bombardeos a Irak están marcando un fenómeno político inquietante: el de una profunda transformación del ordenamiento jurídico y ético en el mundo.

No sólo Estados Unidos y Gran Bretaña han asumido con naturalidad su papel de gendarmes planetarios. Francia, China y Rusia, las tres naciones que más fuertemente condenaron la incursión, no tuvieron la decisión ni la capacidad para ir más allá de una presentación de protestas desleída. El silencio de la mayor parte de las naciones occidentales termina convalidando esa conducta discrecional (tan claramente discrecional que hasta Kuwait y Arabia Saudita, los más enconados enemigos del gobierno de Bagdad, también rechazaron el ataque).

Lo que queda claro del fenómeno de la globalización es que no se trata de una etapa caracterizada por reglas de juego ecuánimes y claras, sino un vínculo perverso y asimétrico de globalizadores y globalizados.

La fuente: el autor es el director periodístico de El Corresponsal (http://www.elcorresponsal.com).

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