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domingo, mayo 19, 2024

El efecto contaminante de la crisis de Medio Oriente

Opinion/IdeasEl efecto contaminante de la crisis de Medio Oriente

El efecto contaminante de la crisis de Medio Oriente

Después del escalofrío que ha sacudido al mundo con los atentados en cadena en los Estados Unidos, es hora de hacer un llamamiento a la calma y confiar en la capacidad de la primera potencia mundial y del sistema aliado de defensa para hacer frente a este asalto indiscriminado. También debemos estar preparados para una respuesta contundente. El ataque terrorista lo es a la esencia de nuestra civilización política y a priori demuestra el terrible efecto contaminante de conflictos tan enconados como el de Medio Oriente. Sin embargo, la precipitación en la designación de los autores es mala consejera, y, además, puede generar mayores injusticias. Aunque sea difícil, hay que evitar la histeria entre los dirigentes políticos. Se debe perseguir a los culpables, pero no caer en la tentación de lanzar contraofensivas indiscriminadas. Editorial de El País.

 

Horror en Nueva York.

El mundo se encuentra en vilo tras el ataque terrorista en cadena que ha alcanzado el corazón de la mayor potencia del mundo: el secuestro de cuatro aviones comerciales desembocó en dos ataques suicidas contra las Torres Gemelas de Nueva York, en pleno centro financiero, mientras otros dos aparatos eran derribados sobre el cielo de Estados Unidos. Al doble ataque kamikaze seguiría otro más en Washington contra el Pentágono, centro del mando militar norteamericano, y la explosión de un artefacto en el Capitolio, sede del Congreso y máximo símbolo de la democracia. Es imposible a estas horas contar el número de víctimas, que con toda probabilidad se contarán por cientos, si no por miles, o quién está detrás de esta ofensiva sin precedente que revela una audacia y un fanatismo sin límites. Se trata del mayor ataque padecido nunca por los Estados Unidos en su propio territorio, pero por encima de todo es una agresión integral contra su sistema político, contra la democracia y la libertad de mercado. (…)

Después del escalofrío que ha sacudido al mundo, y también del miedo, por qué no decirlo, es hora de hacer un llamamiento a la calma y confiar en la capacidad de la primera potencia mundial y del sistema aliado de defensa para hacer frente a este asalto indiscriminado. También debemos estar preparados para una respuesta contundente. (…) El ataque terrorista, no nos confundamos, lo es a la esencia de nuestra civilización política, y al margen de que se identifique a sus autores demuestra el terrible efecto contaminante de conflictos tan enconados como el de Medio Oriente.

Lo que ha pasado en Estados Unidos puede repetirse en Europa, ya que el factor de emulación del terrorismo, como ha demostrado la historia reciente, es muy grande en un mundo mediatizado. Prueba de ello es que algunos gobiernos europeos constituyeron de inmediato gabinetes de crisis. El presidente del gobierno español, José María Aznar, anunció el regreso inmediato de su viaje a Estonia, como hicieron casi todos los dirigentes europeos que se encontraban fuera de sus centros de coordinación. Vladimir Putin brindó rápidamente su solidaridad a Estados Unidos, un reflejo que pone de relieve que, afortunadamente, la guerra fría es cosa del pasado.

La precipitación en la designación de los autores es mala consejera, y, además, puede generar mayores injusticias. No pueden pagar justos por pecadores. Aunque sea difícil, hay que evitar el histerismo entre los dirigentes políticos. Bush y su administración deben perseguir a los culpables, como ha prometido hacer el presidente, pero no caer en la tentación de lanzar contraofensivas si no sabe a ciencia cierta de quién o dónde proviene el golpe.

La serie de atentados coordinados requiere un alto grado de organización, cooperación y financiación. La cadena de atentados, que empezó con los secuestros de cuatro aviones, dos de los cuales serían dirigidos por unos kamikazes contra las torres gemelas de Nueva York, dibuja una capacidad terrorista desconocida hasta ahora y una determinación que entronca con el fanatismo más extremo. Muchas miradas, y las sospechas del gobierno de Estados Unidos, se han vuelto inmediatamente hacia algún grupo fundamentalista violento, y en particular hacia los que promueve el millonario saudita Osama ben-Laden, que buscó refugio en el Afganistán de los talibanes -régimen que condenó el atentado- y que había avisado tres semanas atrás de un ataque “sin precedentes” contra Estados Unidos Un próximo a Ben-Laden negó, sin embargo, cualquier relación con los atentados.

Aunque muchos dirigentes de movimientos o Estados musulmanes condenaron rápidamente los atentados, no deja de ser significativo el clima en que se vivieron los atentados en diversas poblaciones islámicas, entendiendo que se trataba de una humillación a los Estados Unidos. Las imágenes de televisión de numerosos niños palestinos bailando en Jerusalén eran suficientemente representativas de esa especie de desquite de los sufrimientos que ellos han padecido tantas veces entre el silencio occidental. El conflicto árabe israelí tiene un efecto contaminante global, que hace tiempo se debió atajar. Arafat fue rápido en distanciarse de los ataques y expresar sus condolencias a EE UU. Ariel Sharon debe sacar lecciones de lo ocurrido, y avanzar hacia la distensión.

Proyección global

A estas alturas, no cabe descartar ninguna hipótesis en cuanto a la autoría de los atentados. La masacre de Oklahoma fue obra de un fanático norteamericano. Incluso si el ataque viniese del mundo islamista, no cabe demonizarlo como un todo por el acto de unos pocos. Es preciso desterrar la idea de que estamos ante una prueba brutal del choque de civilizaciones que pronosticaba Huntington, cuando la sociedad norteamericana, pese a todos sus problemas, es esencialmente pluralista y multicultural. Alejar esa tentación es parte de la complejidad de una sociedad avanzada y plural, una característica con la que no hay que limitarse a convivir, sino de la que cabe sacar fuerza.

Actos de terrorismo como estos -que se manifiestan en ataques masivos como los que se cobraron decenas de vidas en 1998 en las embajadas de Estados Unidos en Tanzania y Kenia-, buscan una proyección pública global. Los expertos en violencia de intencionalidad ideológica llevan años advirtiendo sobre las nuevas formas de terrorismo aparecidas a finales del milenio pasado. Por una parte, la aparición de un terrorismo de raíz religiosa capaz de suprimir cualquier freno moral a la utilización de la violencia; por otra, la combinación entre la vulnerabilidad de nuestras sociedades intercomunicadas y el acceso relativamente fácil a medios de destrucción masiva. Los indicios apuntan a que ambos factores se han podido cruzar para ocasionar la catástrofe.

La reacción de Bush y de su administración ha sido rápida, fría y efectiva. Ante la duda, se cerró el espacio aéreo en EE UU, todos los edificios federales fueron evacuados y se suspendieron sus actividades. La vida pública en Estados Unidos quedó de hecho suspendida en buena parte del territorio. Lo que podría, en teoría, ser un grupo relativamente pequeño de terroristas ha generado una sensación de descontrol, impotencia y vulnerabilidad en el país con más poder del mundo, y que hasta ahora se había sentido prácticamente invulnerable en su territorio. Pero la mayor complejidad de las sociedades, como la norteamericana, las hace más vulnerables. El atentado es una tragedia humana; y también generará una crisis de autoestima en EE UU. Bush tendrá que demostrar capacidad de liderazgo para que EE UU recupere la confianza en sí mismo.

La forma en que se han producido los atentados pone de relieve lo absurdo e inútil que resulta la apuesta de Bush por un escudo antimisiles frente a posibles agresiones de supuestos Estados gamberros. Se ha puesto de manifiesto un tremendo fallo de los servicios de inteligencia de EE UU, que esperaban algún acto terrorista contra alguna de sus embajadas pero no un ataque en su propio territorio, una especie de Pearl Harbour posmoderno que ha llegado al propio Pentágono, increíblemente mal protegido. Y para luchar contra este tipo de terrorismo, para evitar que se reproduzcan actos como estos, que representan un nuevo tipo de guerra aunque no sea entre Estados, lo más eficaz es la cooperación internacional. Este terrorismo indiscriminado, fruto del fanatismo más evidente, es la nueva amenaza central a la que las democracias deben hacer frente, con métodos propios de sus valores. La tragedia ha sido enorme, pero hubiera sido mucho más gigantesca si los terroristas hubieran dispuesto de armamento nuclear. Una buena inteligencia, basada en la indispensable cooperación internacional, vale más que muchos escudos nucleares.

Es también el primer acto de hiperterrorismo de la era de la información global. Desde los primeros minutos, todos hemos estado viviendo esta crisis en directo. Pero también contaban con ello estos terroristas globalizados. Tras la estupefacción inicial, la sensación de pánico se extendió a los mercados económicos y financieros. De forma incomprensible, no se procedió a la suspensión de las cotizaciones, mientras que sí lo hizo Wall Street, aunque sus directivos insistían en que reanudaría sus actividades en cuanto fuera posible. El precio del petróleo se disparó, en una coyuntura nefasta para la economía global.

Los ciudadanos de Nueva York, Washington y en general de todo Estados Unidos han vivido y siguen viviendo momentos angustiosos. El acto de hiperterrorismo nos ha alcanzado a todos. El humo en el que quedó inmerso Manhattan hace llorar a los ciudadanos biennacidos. La sensación es que este acto marca el inicio de un siglo XXI plagado de graves incertidumbres.

La fuente: editorial del diario español El País (www.elpais.es).

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