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domingo, mayo 19, 2024

Un hombre y su pueblo

Opinion/IdeasUn hombre y su pueblo

Un hombre y su pueblo

La estatura de un líder no se mide solamente por la dimensión de sus logros, sino también por la magnitud de los obstáculos que tuvo que superar. En ese aspecto, Arafat no tiene parangón en el mundo: ningún líder de su generación ha debido enfrentar semejantes adversidades como él. Cuando los años pasen, su estatura crecerá cada vez más en la memoria histórica.

Por Uri Avnery Yasser Arafat es uno de los grandes líderes surgidos después de la Segunda Guerra Mundial. La estatura de un líder no se determina solamente por la dimensión de sus logros, sino también por la magnitud de los obstáculos que tuvo que superar. En ese aspecto, Arafat no tiene parangón en el mundo: ningún líder de su generación ha debido enfrentar semejantes adversidades como él. Cuando él irrumpió en la historia, al final de los años cincuenta, su pueblo estaba cerca del olvido. El nombre Palestina había sido erradicado del mapa. Israel, Jordania y Egipto se habían devorado el país entre ellos. El mundo había decidido que no existía ninguna entidad nacional palestina, que no existía tal pueblo palestino, como ocurrió con las naciones indígenas americanas. Dentro del mundo árabe la “causa palestina” apenas se mencionaba, sólo servía como una pelota a la que se empujaba de un lado a otro, sin rumbo, entre los régimenes árabes. Cada uno de ellos intentó usarlo para sus propios egoístas intereses, mientras era enfrentada brutalmente cualquier iniciativa palestina independiente. Casi todos los palestinos vivieron bajo dictaduras, la mayoría de ellos en circunstancias humillantes. Cuando Yasser Arafat, por entonces un joven ingeniero radicado en Kuwait, fundó el Movimiento de Liberación Palestino (Al-Fatah), él se propuso en primer lugar desembarazarse de varios líderes árabes, para permitirle al pueblo palestino hablar y actuar por sí mismo. Ésa fue la primera revolución del hombre que hizo al menos tres grandes revoluciones durante su vida. Y era una misión de extremo peligro. Al-Fatah no tenía ninguna base independiente. Tenía que funcionar en países árabes, a menudo bajo persecuciones implacables. Por ejemplo, un día la dirección entera del movimiento, Arafat incluido, fue a parar a prisión por designios del dictador sirio del momento, acusados de desobedecer sus órdenes. Sólo Umm Nidal, la esposa de Abu Nidal, permaneció libre y entonces ella asumió el mando de sus combatientes. Esos años fueron formativos del característico estilo de Arafat. Él maniobró entre los líderes árabes con una habilidad inaudita, usó trucos, dobles discursos y verdades a medias para evadir las trampas y sortear los obstáculos. Él se transformó en un campeón mundial de la manipulación. Este camino le ahorró a su movimiento de liberación muchos peligros, por entonces imposibles de afrontar por su extrema debilidad, hasta convertirlo en una fuerza poderosa. Gamal Abdel Nasser, el gobernante egipcio que por entonces era un verdadero héroe para el mundo árabe, estaba inquieto por la fuerza palestina independiente que emergía. Para estrangularla a tiempo, creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y puso a su cabeza a un mercenario político palestino, Ahmed Shukeiri. Pero después de la derrota vergonzosa de los ejércitos árabes en 1967 y la victoria electrizante de los luchadores de Al-Fatah contra el ejército israelí en la batalla de Karameh (en marzo de 1968), Al-Fatah tomó el control de la OLP y Arafat se convirtió en el líder indiscutible de la lucha palestina. A mediados de los 60, Yasser Arafat empezó su segunda revolución: la lucha armada contra Israel. La pretensión era casi absurda: un manojo de guerrilleros pobremente armados, de no muy eficaz preparación, contra el poderío del ejército israelí. Y no en un país de selvas intransitables y cordilleras, sino en un pequeño, llano y densamente poblado pedazo de tierra. Pero esta lucha puso la causa palestina en la agenda mundial. Debe declararse francamente: sin los ataques asesinos, el mundo no habría prestado la menor atención al reclamo palestino de libertad. Como resultado, la OLP fue reconocida como la única representante legítima del pueblo palestino, y hace treinta años Yasser Arafat fue invitado a dar su histórico discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas: “En una mano llevo el arma y en la otra una rama de olivo…” Para Arafat, la lucha armada fue simplemente un medio, no más que eso. Ni una ideología, ni un fin en sí mismo. Estaba claro para él que este instrumento daría vigor al pueblo palestino para ganar el reconocimiento del mundo, pero que no vencería a Israel. El octubre de 1973 la guerra de Yom Kippur causó otro giro en su perspectiva. Él vio cómo los ejércitos de Egipto y Siria, después de haber logrado una victoria inicial por efectos de la sorpresa, concluyó en una derrota ante el ejército israelí. Esto lo convenció finalmente de que Israel no podía ser derrotado por la fuerza. Por consiguiente, inmediatamente después de esa guerra, Arafat empezó su tercera revolución: decidió que la OLP debía alcanzar un acuerdo con Israel y aceptar un estado palestino en Cisjordania y Gaza. Eso lo confrontó con un desafío histórico: convencer al pueblo palestino que abandonara su posición histórica, que negaba la legitimidad del estado de Israel, y darse por satisfecho con no más del 22% del territorio palestino previo a 1948 Sin declararlo explícitamente, estaba claro que esto también conllevaba renunciamientos acerca del retorno ilimitado de refugiados al territorio de Israel. Desde 1974, yo fui testigo directo de los esfuerzos de Arafat por conseguir que su pueblo aceptara su nueva propuesta. Paso a paso, el Consejo Nacional Palestino (el parlamento en el exilio) adoptó en primer lugar una resolución para preparar una autoridad palestina en cada territorio palestino liberado de Israel y en 1988 preparó al pueblo para un estado palestino al lado de Israel. La tragedia de Arafat (y la nuestra) fue que siempre que se acercó a una solución pacífica, los gobiernos israelíes se apartaron de ella. Sus condiciones mínimas estaban claras y permanecieron inalterables desde 1974: un estado palestino en Cisjordania y Gaza, la soberanía palestina sobre Jerusalén Oriental (incluida la Explanada de las Mezquitas, pero excluyendo el Muro de los Lamentos y el barrio judío); la restauración de la frontera previa a 1967, con la posibilidad de establecer intercambios limitados e iguales de territorio; la evacuación de todos los asentamientos israelíes en el territorio palestino y la solución del problema de los refugiados palestinos consensuada con Israel. Para los palestinos esto es lo mínimo que pueden aceptar. Quizá Yithak Rabin estuvo cerca de esta solución hacia el fin de su vida, cuando él declaró en la televisión que “Arafat es mi compañero”. Todos sus sucesores lo rechazaron. Ellos no hicieron nada para abandonar los asentamientos; al contrario, los extendieron continuamente. Ellos resistieron cada esfuerzo para acordar una frontera final, asumiendo la demanda sionista de expansión perpetua. Por consiguiente, ellos vieron en Arafat un enemigo peligroso e intentaron destruirlo por todos los medios, incluso con una campaña inaudita de demonización. Así lo hizo Golda Meir (“no hay cosa que pueda llamarse pueblo palestino”). Así lo hizo Menachem Begin (“Un animal en dos patas… El hombre con pelo en su cara…. El Hitler palestino”). Y también Benjamín Netanyahu. Y Ehud Barak (“Yo le he quitado su careta”). Y Ariel Sharon, que intentó matarlo en Beirut y ha continuado intentándolo desde entonces. Ningún otro militante de la causa de la liberación en el último medio siglo ha enfrentado obstáculos tan inmensos. Él no se enfrentó a un poder colonial odiado o una minoría racista despreciada, sino a un estado que se levantó después del Holocausto y que se sostuvo por los sentimientos de simpatía y culpa del mundo. En poder militar, económico y tecnogico, la sociedad israelé es inmensamente más fuerte que la palestina. Cuando él fue llamado para preparar la Autoridad Palestina, no tomó un estado preexistente, como Nelson Mandela o Fidel Castro, sino pedazos de territorio desconectados y empobrecidos, cuya infraestructura había sido destruida por décadas de ocupación. Él no se puso al frente de una población que se mantenía unida en su tierra, sino de un conjunto de refugiados dispersos en muchos países y una sociedad fracturada en diferencias políticas, económicas y religiosas. Todos esto mientras la batalla para la liberación seguía su curso. Unir este rompecabezas y llevarlo hacia su destino bajo estas condiciones, paso a paso, ha sido el logro histórico de Yasser Arafat. Los grandes hombres tienen grandes faltas. Uno de Arafat fue su inclinación a tomar todas las decisiones, especialmente desde que todos sus allegados más cercanos fueron asesinados. Como ha dicho uno de sus críticos más severos: “No fue su error sino el nuestro. Durante décadas fue nuestra costumbre eludir toda toma de decisión que implica valor e intrepidez. Nosotros siempre dijimos: dejemos que decida Arafat”. Y él decidió. Como un líder real, él encabezó y condujo a su pueblo. Así, él confrontó a los líderes árabes, así inició la lucha armada, así le extendió su mano a Israel. Debido a este valor, él ha ganado la confianza, admiración y amor de su pueblo, inclusive de sus críticos. Con la muerte de Arafat, Israel pierde a un gran enemigo dispuesto a ser un gran compañero y aliado. Cuando los años pasen, su estatura crecerá cada vez más en la memoria histórica. En cuanto a mí: yo lo respeté como patriota, lo admiré por su valor, entendí las limitaciones bajo las cuales trabajó, vi en él al compañero para construir un nuevo futuro para nuestras pueblos. Yo fui su amigo. Como Hamlet dijo sobre su padre: “Él fue un hombre en todo sentido; yo no llegaré a ser como él.”

La fuente: El autor, periodista y ex parlamentario, es uno de los dirigentes más importantes del pacifismo israelí. La traducción al español pertenece a Sam More para elcorresponsal.com.

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