MasHa es una tranquila aldea palestina de casi 3.000 personas, a pocos pasos de la línea que separa Cisjordania de Israel, perdida entre colinas de olivos. Sus habitantes son prisioneros de su propia tierra, destinada a cambiar de nacionalidad con el avance del muro de separación que construye el gobierno israelí. Pero más que cualquiera, la prisionera es Munira, cuya casa ha quedado aislada del resto de la aldea y separada de una colonia judía por una cerca, en castigo por no haber aceptado abandonarla. Su casa es una prisión a cielo abierto.
Por Istico Battistoni
MasHa es una tranquila aldea palestina de casi 3.000 personas, a pocos pasos de la línea verde que desde 1967 separa Cisjordania de Israel, perdida entre colinas de olivos que resisten largos meses sin lluvia. Sus habitantes son prisioneros de su propia tierra, destinada a cambiar de nacionalidad con el avance del muro. Pero más que cualquiera, la prisionera es Munira.
Munira al-Amar, una señora de casi 40 años, vive con sus hijos y Haani, su marido, en una jaula. Su casa se encuentra en las afueras de la aldea y a 20 metros de las primeras casas del asentamiento israelí de Al Kaana. Son refugiados que huyeron de aquello que es ahora el Estado de Israel. En aquella ocasión, en 1948, perdieron su finca a 6 kilómetros más abajo, en el valle, y se refugiaron en las colinas de MasHa. Cuando construyeron la colonia, estupendo barrio residencial de estilo californiano con prados verdes y mucha, mucha agua, les sustrajeron otra parte de la tierra sin compensación y construyeron una barrera metálica delante de la casa.
El año pasado, vinieron los soldados y les dijeron que habían construido la “security fence” (valla de seguridad) en el lado opuesto, a casi 20 metros. de distancia, entre su casa y la aldea, aislándola completamente.
La “security fence” no es otra cosa que el muro de la segregación, que delante de la casa de Munira es una pared de cemento de 9 metros de alto y que continúa su camino por el campo como una estructura metálica protegida por telecámaras y alambre de espino. Le ofrecieron hasta dinero para que se fuera, pero Munira se negó. El muro de cemento que levantaron el año pasado delante de la casa, completando la barrera metálica a los lados restantes, y así encerrándola en una jaula, fue su castigo. Si la casa no ha sido demolida a la fuerza ha sido gracias a la atención prestada por las asociaciones por la paz y los medios. Munira y su familia viven desde el año pasado en una verdadera prisión a cielo abierto, sin más acceso a sus tierras y bajo el arbitrio de los soldados, que deciden si pueden salir, y cuándo, para trabajar en la aldea, ir a la escuela o simplemente sentirse casi normales. La alta tensión que pasa por una parte de la barrera aconseja a sus niños desistir de la tentación de saltar…
Estoy con un grupo de observadores internacionales, que preguntan por qué la autoridad israelí no ha construido el muro entre su casa y la colonia, ahorrándole la segregación del resto de la aldea. “Porque hubiese estado demasiado cerca de las primeras casas de los colonos”, responde con objetividad. Porque si uno cree que en esta tierra los seres humanos tienen iguales derechos no puede encontrar una razón de lo que nos parece absurdo. Un muro puede romper los lazos con la vida de una familia de palestinos, pero no de una familia de colonos israelíes. Así, la vida de Munira y de sus hijos ha cambiado radicalmente.
“Generalmente los soldados abren la verja tres o cuatro veces al día, esto permite a mi marido y a mis hijos ir al trabajo o a estudiar. Algunas veces, sin embargo, los soldados deciden no dejarnos pasar o volver a entrar. Y así mis niños han de buscar dónde dormir en la aldea, en casa de cualquier familiar, porque no se les autoriza volver a casa”, explica la mujer.
Samir, de 14 años, se siente muy solo. Su familia no tiene derecho a invitar a casa a ningún otro palestino, y él no puede por lo tanto invitar a sus amigos. Fátima y Nuri, de 4 y 8 años, miran con grandes ojos durante la entrevista. Desde que están en la jaula comparten más tiempo con los animales de la familia, los dos caballos, el mulo, las gallinas y el gato.
“Es todo lo que nos queda -dice el marido-. Yo también he debido cambiar oficios porque no tenemos más acceso a los olivos, que han pasado a los colonos o se han convertido en zona de salvaguarda del muro. La pena es el fusilamiento para quien intenta pisarla. Ahora trabajo en las bombas hidraúlicas de la aldea y uno de mis hijos repara automóviles”.
Durante la entrevista, se aproxima un jeep militar a la barrera para preguntar a Munira quiénes somos. Hoy es sábado, y los soldados se toman un día de descanso, cerrando el checkpoint que corta la carretera al lado de la casa de Munira. Una carretera que alguna vez permitía llegar en una hora al Mediterráneo. Cuando llega alguien y no hay nadie de turno en el checkpoint, mandan un jeep para indagar.
“Les he dicho a mis hijos que no hablen nunca con los soldados cuando salen para ir a la escuela”, nos revela la mujer. “Los soldados ofrecen dulces o incluso teléfonos móviles a cambio de informaciones que atañen a los miembros de nuestra familia. Es una forma de corrupción sutil”.
La vida surrealista que lleva la familia de Munira ha despertado la solidaridad internacional. También los pacifistas israelíes van a verla. Una parte del muro ha sido pintada por los voluntarios internacionales con pájaros, flores y otros temas que evocan la libertad.
¿Y los colonos? ¿Se relacionan con ellos?. “No, con ninguno -responde Munira-. De vez en cuando recibimos piedras o cubos de basura o bien ofensas verbales, pero no nos podemos permitir reaccionar. Responder a sus provocaciones sería autorizar nuestra definitiva deportación”.
Munira nos ofrece té, y antes de irnos subimos al techo. La casa está en pésimas condiciones, mientras las mansiones de los colonos parecen un sueño. Inaccesible. Los colonos de Al Kanaa provienen principalmente de los Estados Unidos y también de Yemen. Arabes de fé hebrea. Su sangre los ha llevado al paraíso. A un lado de la barrera la sequía y la pobreza; del otro, los prados a la inglesa y las bouganvillas.
Cuando sonríe, Munira está extraordinariamente serena. Para que podamos salir de la jaula abre una puertecilla en la barrera por la que hemos entrado y de la que tiene las llaves. Hoy no están los soldados en el checkpoint, y esto da un atisbo de libertad. Los otros días están los soldados para decidir si puede empujarse la puertecilla.
Al irme, me pregunto si está más serena Munira o los soldados que la vigilan y los colonos que la provocan. Y no encuentro la respuesta.