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lunes, mayo 20, 2024

Arafat, Yasser

BiografíasArafat, Yasser

El errante peregrino de la causa palestina

Por Javier Navia

Quizá nunca fue un halcón ni una paloma. O quizá fue las dos cosas. Tal vez sólo es un hijo del siglo XX, con su violencia e injusticias, que descubrió muy tarde que la mano que sostenía un fusil podía estrechar la del enemigo para abrazar la paz. O tal vez apenas un hombre que debió cargar sobre sus hombros la responsabilidad de asegurar la supervivencia de un pueblo y una nación sin fronteras, lo que logró con los excesos más condenables y con aciertos elogiosos, pero siempre imbuido de las contradicciones de su tiempo.

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Yasser Arafat nació como Rahman Abd-el Raouf Arafat al-Kudwa al-Husseini, pero dónde, jamás se supo con certeza. Aunque para algunos probablemente fue en El Cairo o en la Franja de Gaza, él siempre aseguró que fue en Jerusalén, el 4 de agosto de 1929. Su padre era un comerciante casado con una mujer noble y relacionada con uno de los más virulentos antisionistas de la época, el muftí de la ciudad santa, Amin al-Husseini.

Aquel fue un año de sangrientos incidentes entre árabes y judíos, que, merced a los vínculos familiares con el muftí, habrán repercutido en el hogar de los Arafat, cuyos más jóvenes integrantes mamaron desde pequeños una violencia radicalizada y teñida del odio religioso.

El 14 de mayo de 1948, la proclamación del Estado de Israel fue un punto de inflexión en la historia del Levante y en la vida de miles de palestinos, que, como el propio Arafat, decidieron enfrentar a la nueva nación en la primera guerra árabe-israelí y luego emprender el camino del exilio. Para Arafat, ese errante camino del que nunca pudo apartarse lo llevó a El Cairo, donde además de recibirse de ingeniero comenzó una militancia que lo vinculó a la fundamentalista Hermandad Musulmana.

Al estallar en 1956 la guerra de Suez, Arafat se enroló en un batallón palestino y activamente tomó parte en los combates, pero pese a su lealtad a Egipto, su pertenencia a la Hermandad Musulmana lo hizo objeto de la persecución de Nasser y se vio obligado a emprender un nuevo exilio en Kuwait.

Allí Arafat fundó su propia empresa constructora, lo que le valió el apodo de Abu Ammar, El Constructor, y le permitió alcanzar cierta prosperidad, curiosamente en el mismo rubro en el que los Ben Laden cosechaban su fortuna. Pero para Arafat el exilio en Kuwait fue también la posibilidad de tomar contacto con la diáspora palestina, al frente de la cual comenzó a dar forma, en 1959, a una célula armada a la que llamó Al Fatah, “victoria”.

En 1965, el grupo tuvo su bautismo de fuego al revindicar un acto de sabotaje en Israel, por lo que la fecha -1° de enero de 1965- pasó a ser considerada como el comienzo de la lucha armada palestina. Pero no fue hasta 1968, cuando las milicias de Arafat infligieron severas pérdidas a las fuerzas israelíes en el valle del Jordán, que Al Fatah obtuvo el prestigio que, sumado a la derrota árabe en la Guerra de los Seis Días, le permitió a Arafat escalar hasta la máxima conducción de la OLP.

A partir de allí, el hombre de la barba rala, la sonrisa blanda, los anteojos negros y el kepis verde -aún no cubría la calva con su famoso kaffieh – se convirtió en un rostro que no abandonó jamás las planas de los diarios. Pero la posición alcanzada lo ubicó en la mira de cuantiosos enemigos que pugnaron siempre por eliminarlo. Más de diez veces fue objeto de atentados y durante muchos años no durmió dos noches seguidas bajo el mismo techo, optando por pasar sus días viajando de un sitio a otro en automóvil. De su vida privada, sólo se conoció su boda con Suha, una mujer 34 años menor.

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Su creciente protagonismo, en una región donde muchos se disputaban el liderazgo del panarabismo, le ganó el recelo del rey Hussein de Jordania, donde Al Fatah se había instalado para lanzar sus acciones guerrilleras. Para 1970, el movimiento había crecido tanto que prácticamente constituía un Estado dentro del Estado, amenazando la estabilidad del reino. Finalmente, en septiembre Hussein lanzó una brutal represión y ordenó la expulsión de los palestinos. Arafat, una vez más, debió encontrar otro exilio.

Su nueva base de operaciones será El Líbano. Desde allí buscará el reconocimiento internacional y con ese propósito, en 1974, se presentará, armado, ante la Asamblea de las Naciones Unidas. Arafat se desliza ambiguamente sobre un filoso camino que pende sobre un abismo. Alterna el fusil y el olivo. Balbucea la paz, pero hace la guerra. Admite en privado que debe reconocerse el Estado de Israel, pero su cuartel en Beirut se convierte en una marmita donde se traman golpes del terrorismo internacional.

Los 70 son años de piratería aérea y coches bomba, mientras el mundo se conmueve con el secuestro y asesinato de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich. Detrás de las acciones aparece la causa palestina, aunque no necesariamente Arafat. Sin embargo, la OLP es sinónimo de terror y su líder, el enemigo público de turno.

El viaje de Sadat a Jerusalén en 1977 y los posteriores Acuerdos de Camp David marginan a Arafat a un lugar secundario y clandestino, un lugar que el propio líder palestino contribuye a crear denunciando las negociaciones y distanciándose del valioso presidente egipcio.

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En 1982 la invasión israelí del Líbano, liderada por el general Ariel Sharon, asesta a la OLP un golpe que muchos se arriesgan a calificar de definitivo. Las milicias palestinas son vencidas y Arafat, cercado, escapa de ser eliminado por Sharon, que no oculta esa intención, pero que le da la oportunidad del exilio, algo de lo que el militar israelí siempre se arrepentirá.

Derrotado, Arafat viaja a Argelia, pasa luego a Trípoli, donde es expulsado, y más tarde llega a Túnez, donde establece una nueva base. Allí, volverá a sobrevivir a un ataque aéreo israelí, pero alejado de los territorios palestinos su poder mengua y sufre el aislamiento internacional tras el secuestro del crucero italiano Achille Lauro.

Entonces, como ahora, se avizoraba su fin. Pero el final de los años 80, con el surgimiento de la primera intifada, le devuelve protagonismo y su figura revive. Arafat es de nuevo un referente del mundo árabe, pero como antes al dar la espalda a Sadat, volverá a cometer un grave error político al expresar su apoyo a Saddam Hussein en la Guerra de Golfo. La contienda marca la llegada de un nuevo orden a Medio Oriente y si Arafat logró sobrevivir a él, fue alineándose con la paz.

El laborismo en el poder en Israel favorece la apertura. Los 90 son años de esperanza y el diálogo se retoma. Por primera vez, el olivo se impone al fusil y las negociaciones prosperan. Primero en Madrid, luego en Oslo y en la Casa Blanca. Un Arafat envejecido, la sonrisa temblorosa, estrecha una mano firme con el premier israelí Yitzhak Rabin. Lo impensado ocurre y el veterano combatiente recibió en 1994 el Premio Nobel de la Paz, aunque el galardón lo fue a recibir de uniforme.

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En noviembre de 1995, sin embargo, el sueño se interrumpe abruptamente con el impacto de una bala que tiene a Rabin y al proceso de paz como blanco. El líder israelí muere y las esperanzas se marchitan.

Aunque en 1996 Arafat es elegido presidente de la Autoridad Nacional Palestina, el fracaso de las negociaciones con los sucesores de Rabin declina su poder. El conflicto se radicaliza y Arafat cada vez es menos capaz de controlar a las facciones más exaltadas. Regresan la intifada, el terrorismo… y Sharon. El fusil vuelve a imponerse y la esperanza de un Estado independiente se aleja.

Se dice que el líder palestino está enfermo y se especula con sucesores. La actual ofensiva israelí podría tener como fin su expulsión de Cisjordania y a los 72 años el tiempo no está de su lado. Pero al errante palestino, sobreviviente de decenas de batallas y atentados, nunca le ha faltado valor y si algo enseña su historia es que jamás habrá que darlo por vencido.

La fuente: el autor es periodista del diario argentino La Nación (www.lanacion.com.ar). La semblanza fue publicada en la edición del 30/3/2002.

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