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miércoles, mayo 8, 2024

Saud, Fahd al-

BiografíasSaud, Fahd al-

El rey Fahd al Sa`ud nació en 1923, en Ryad, la capital saudita.

Hijo del rey `Abd al-`Aziz (Abdulaziz) Al Sa`ud, fundador en 1932 del reino de Arabia Saudita, y de Hassah bint al-Sudairi, tres de sus hermanastros, de entre los 43 que tuvo (más otras tantas hermanastras), le han precedido en el trono: Sa`ud (1953-1964), Faysal (1964-1975) y Khalid (1975-1982), a quien sucedió en el momento de su muerte el 13 de junio de 1982 como rey y primer ministro.

Educado por preceptores familiares y en una de las primeras escuelas creadas en el país, en 1945 acompañó a Faysal en la delegación saudí que firmó en San Francisco la Carta de las Naciones Unidas. Su preparación para un futuro acceso al trono tomó cuerpo en 1953, cuando a la muerte de su padre fue nombrado para dirigir el nuevo Ministerio de Educación con la misión de establecer la red educativa nacional. En junio del mismo año representó a su país en la ceremonia de coronación de la reina Isabel II en Londres.

1. Las peculiaridades de la casa de Sa`ud
En 1962 Fahd fue nombrado ministro del Interior y cinco años después añadió el rango de segundo viceprimer ministro. Su persona estuvo tras el segundo plan de desarrollo, para el quinquenio 1975-1980, centrado en la modernización de las estructuras económicas y los servicios sociales del reino.

En todo este tiempo, Fahd adquirió una sólida experiencia diplomática como cabeza de las delegaciones saudíes en diversas cumbres árabes y como interlocutor del presidente francés Charles de Gaulle (1967), el primer ministro británico Edward Heath (1970) y el presidente de Estados Unidos Richard Nixon (1974). Cuando Faysal fue asesinado el 25 de marzo de 1975 por un miembro de la familia real, Khalid fue proclamado rey y Fahd fue designado príncipe heredero y primer viceprimer ministro.

En el caso de Arabia Saudí, cuna del Islam, centro espiritual de los mundos árabe y musulmán y único país del mundo que lleva el nombre de la familia que lo fundó y dirige, el sistema político ha sido especialmente rígido. Los Sa`ud han sido desde su surgimiento en el siglo XVIII en la figura del jeque Muhammad ibn Sa`ud los adalides del wahhabismo, una secta fundamentalista sunní que toma su nombre de su fundador, Muhammad ibn `Abd al-Wahhab (+1787).

El wahhabismo se rebeló contra la religiosidad decadente y secularizada de los turcos otomanos, entonces custodios de las Mezquitas Santas de Medina y La Meca, con lo que el movimiento de reforma religioso adquirió desde el principio un importante tinte político. Su ortodoxia descansa en la escuela jurídica hanbalí, la más orientada hacia lo árabe y lo tradicional de las cuatro que florecieron en el califato abasí (fue fundada por Ahmed ibn Hanbal, fallecido en 850).

La escuela hanbalí prescribe que la sharía o derecho islámico proviene exclusivamente del Corán y de la sunna o los seis compendios de hadices (o hadith, textos recopilatorios de los hechos y palabras del Profeta, que conforman la tradición y complementan al Corán) atribuidos a Mahoma y sus primeros seguidores. Opuesta a toda innovación racionalista, el hanbalismo rechaza la mayoría de los hadices y toda la jurisprudencia (fiqh) de emanación no coránica o mahometana, como los razonamientos jurídicos respaldados por el consenso de los creyentes (ichma).

Este credo, con sus extremados rigorismo y puritanismo, en Arabia impregnó de conservadurismo al Estado, organizado como una monarquía absoluta y patrimonialista, y a la sociedad, férreamente sometida a las prescripciones de la sharía, a veces draconianas, sobre aspectos tales como el alcohol, el tabaco, el papel de la mujer y el castigo de los delitos.

Se adoptó el código penal del hadd, que comprende la amputación de una mano por robo, la flagelación hasta el borde la muerte por beber alcohol y la lapidación por adulterio. En añadidura, el Estado creó el Comité para Fomentar la Virtud y Prevenir el Vicio y una policía religiosa, la Mutawwa’in, con plenos poderes para vigilar y castigar en el acto sobre el terreno cualquier desviación coránica del ciudadano de a pie.

A los ojos del occidental, extraño a los particularismos culturales, morales y religiosos de una comunidad orgullosa de su pasado como hombres libres y guerreros, este sistema presenta todo el aspecto de un intolerante feudalismo medieval directamente trasladado al siglo XX, que ejerce un control arbitrario sobre los ciudadanos y que ampara groseras violaciones de los Derechos Humanos. El caso es que el régimen saudí ha descansado en tres pilares: en los miles de príncipes, jeques y notables que conforman la casa de Sa`ud, en las tribus beduinas y en las Fuerzas Armadas, de todos los cuales se aseguró su lealtad.

Tras el fabuloso enriquecimiento que produjo en una sociedad de nómadas del desierto el hallazgo y explotación de petróleo a finales de los años treinta, los Sa`ud vigilaron con especial celo que la afluencia masiva de dinero no trajera consigo modas culturales e ideas políticas de Occidente, como el parlamentarismo, los partidos políticos y el laicismo del Estado, por no hablar de la más ligera veleidad izquierdista o socializante.

El resultado ha sido una insólita simbiosis de los rasgos más avanzados de la tecnología occidental con las costumbres ancestrales de los moradores de la península arábiga. Los ingresos del petróleo y el turismo relacionado con la peregrinación a La Meca o hadj (una de las cinco obligaciones coránicas, que todo musulmán debe realizar al menos una vez en la vida) posibilitaron un extremadamente generoso sistema de protección social que durante años adormeció las aspiraciones democráticas.

2. Los años de la dirección del reino
Antes de llegar al trono Fahd se perfiló como el hombre fuerte del régimen saudí debido a la enfermedad de Khalid. Retratado como uno de los más preparados, experimentados y pragmáticos príncipes de la casa real (y también uno de los más entregados a las suntuosidades palaciegas), Fahd era conocido por su antisovietismo, sus abiertas simpatías por Estados Unidos y, desde 1979, por su rechazo visceral a la triunfante república islámica shií en Irán.

La caída del sha Mohammad Reza Pahlavi frente a la revolución liderada por el ayatolá Jomeini y el posterior estallido de la guerra entre Irán e Irak alteraron drásticamente el equilibrio estratégico de la región, tanto en el apartado económico (inflación de petróleo en los mercados mundiales) como en lo referente a la estabilidad interna de las monarquías del Golfo (expansionismo shií).

Como responsable de la seguridad interna, a Fahd se le atribuyó el tratamiento expeditivo de la crisis de La Meca en noviembre de 1979, cuando unos 200 hombres armados pertenecientes al proscrito movimiento religioso Ijwán tomaron la Gran Mezquita y durante dos semanas se atrincheraron con miles de peregrinos como rehenes, con la pretensión de que su jefe fuera proclamado el Mahdí (en la fe de Mahoma, el mesías esperado, enviado por Dios para instaurar un reino de justicia islámica universal) y de que la población se alzara contra la “impía” familia reinante.

Este desafío sin precedentes al poder espiritual y temporal de los Sa`ud, en el mismo recinto de la Ka’ba, la piedra sagrada, de la que ellos eran guardianes, tuvo como respuesta, el 4 de diciembre, el asalto por las fuerzas de seguridad, que mataron a un centenar largo de rebeldes y capturaron al resto, que semanas más tarde fueron decapitados.

El inaudito episodio, que mostró la irritación existente en algunos sectores ultrarrigoristas por el fastuoso estilo de vida de los príncipes, a sus ojos hipócritamente solapado con el puritanismo oficial, coincidió con la efervescencia revolucionaria en el nuevo Irán jomeinista, visto por Fahd y Khalid como una enorme y doble amenaza, política y religiosa. Cuando el Irak de Saddam Hussein invadió Irán en septiembre de 1980, Arabia Saudí se declaró neutral, pero su postura antiiraní fue implícita al asistir económicamente a Bagdad, cuyo régimen socialista y aconfesional juzgó como un peligro menor.

En esta línea de protección de la seguridad y estabilidad regionales se inscribió la creación, el 10 de marzo de 1981, del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), junto con Bahrein, Kuwait, Omán, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Cuando Fahd asumió el trono en 1982 Arabia Saudí apostó sin tapujos por la cooperación militar con Estados Unidos, que a su vez era uno de los suministradores de armas de Irak.

3. La baza estratégica del petróleo
También en vida de Khalid, Fahd fue quien trazó las grandes líneas de la política petrolera, caracterizada de una parte por la moderación en las alzas de la cotización del barril de crudo y de otra por la fijación de unos máximos en los volúmenes de producción. Asimismo, influyó decisivamente en la nacionalización total de la ARAMCO, el consorcio de multinacionales estadounidenses que desde los años cuarenta había controlado la industria petrolera.

Principal productor mundial (en 1999 la cuota era el 12%), con Fahd Arabia Saudí explotó su ventaja de partida para ajustar o disparar el precio del petróleo con sólo un sensible aumento o disminución de su producción. Así, su política de altas producciones y precios bajos, practicada con fruición desde 1985, perseguía quebrar la competencia de otros países, miembros o no de la OPEP, cuyas economías estaban menos preparadas para soportar bruscas caídas de ingresos, para luego imponer a sus socios del cártel el retorno a la disciplina extractiva de topes bajos.

Precisamente, la escalada de ataques a las respectivas infraestructuras económicas en la guerra irano-irakí, que perturbaron seriamente las rutas de embarque en todo el golfo Pérsico, planteó un reto a la estrategia petrolera saudí, de manera que en 1985 Fahd empezó una aproximación a Irán y de paso a mediar para la conclusión del conflicto. Ello se produjo a pesar de las advertencias a Teherán contra las agitaciones políticas de sus contingentes de peregrinos a La Meca y sus invectivas contra la capacidad de los Sa`ud para administrar los Santos Lugares del Islam.

Los sangrientos disturbios en La Meca de julio y agosto de 1987, cuando la policía saudí reprimió una manifestación prohibida de peregrinos iraníes con el resultado de 400 muertos, volvieron a agriar las relaciones, que quedaron formalmente rotas el 26 de abril de 1988. Hasta la normalización diplomática del 26 de marzo de 1991, los iraníes no fueron autorizados a hacer el hadj.

Con su distanciamiento y reserva característicos, Fahd y sus parientes prefirieron maniobrar entre bambalinas mientras los otros dirigentes árabes se entregaban a una frenética exhibición de sus sempiternas rencillas y reconciliaciones. En agosto de 1981, siendo todavía príncipe heredero, propuso un plan de paz para Oriente Próximo de ocho puntos que tomó su nombre.

4. Referente mediador en los conflictos interárabes
El muy divulgado Plan Fahd preconizaba la creación de un Estado palestino independiente en Cisjordania y Gaza y con capital en Jerusalén Oriental, el reconocimiento de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como el único y legítimo representante del pueblo palestino, la retirada militar israelí de los territorios ocupados, el desmantelamiento de las colonias judías y el retorno de los refugiados. También abordaba la pacificación del Líbano e incidía en el derecho de todos los estados de la región a vivir en paz.

La propuesta de Fahd, que satisfacía todas las demandas palestinas importantes, fue rechazada por los israelíes, para quienes no proyectaba otra cosa que “la destrucción de Israel por etapas”. Los países árabes radicales denunciaron igualmente el plan por todo lo contrario: por reconocer implícitamente el Estado de Israel. Los países moderados y la OLP adoptaron el Plan Fahd en la cumbre de la Liga Árabe de Fez, el 9 de septiembre de 1982, pero, como otras iniciativas de paz anteriores y posteriores, nunca fue aplicado.

Más éxito tuvo Fahd en su intercesión en Líbano. La ciudad de Ta’if fue escenario el 22 de octubre de 1989 de una reunión de diputados libaneses que estableció un documento de entente nacional para la integración en un nuevo ordenamiento institucional de todas las milicias y partidos enfrentados en la guerra civil. En los meses siguientes casi todas las guerrillas se sumaron al acuerdo y al cabo de un año la guerra, al menos en Beirut, terminó.

El monarca saudí fue también uno de los que presionaron en la Liga Árabe para el restablecimiento de relaciones, a partir de noviembre de 1987, con Egipto, país que se hallaba excluido desde su acuerdo de paz por separado con Israel en 1979, una decisión que Riad siempre había condenado, al menos en público.

Fahd fue un gran protector del presidente de la OLP, Yasser Arafat, sobre todo cuando más lo necesitaba (triple acoso por Israel, Siria y la disidencia palestina de izquierda entre 1982 y 1987). Pero la cobertura económica terminó en 1990 como castigo a su alineamiento con Saddam Hussein en la crisis de Kuwait. Hasta el 24 de enero de 1994 Arafat no fue recibido en Arabia Saudí, pero sin la calidez de antaño.

El mismo rencor se mantuvo con el rey Hussein de Jordania, al que Fahd se negó a recibir cuando en marzo de 1994 llegó a La Meca para el hadj. El encuentro de reconciliación se demoró hasta el 11 de febrero de 1996, en Jeddah, donde el monarca hachemita planteó lo urgente de la reanudación del suministro petrolero saudí.

Los esfuerzos de Fahd en favor de la superación de conflictos y la unidad de los árabes resultaron decisivos para desactivar la crisis prebélica entre Siria y Jordania, en diciembre de 1980, o para acercar a Marruecos y Argelia en torno a la cuestión del Sáhara (el rey Hasan II y el presidente Chadli Bendjedid se reunieron en Ujda el 4 de mayo de 1987 a iniciativa suya).

En definitiva, en los años ochenta Fahd estableció un equilibrio entre el compromiso saudí con la solidaridad árabe e islámica, centrada en la voluntad inequívoca de expulsar a los israelíes de la Ciudad Santa de Jerusalén, y la consideración de los intereses estratégicos de Occidente (el petróleo, fundamentalmente) y Estados Unidos (el petróleo y el soporte a diversos movimientos anticomunistas en el mundo, tanto insurgencias armadas como Gobiernos).

En uno y otro caso, Fahd facilitó una ayuda financiera masiva, en forma de donaciones, créditos e inversiones. De que Arabia Saudí se consolidó como un aliado estratégico de Estados Unidos de primer orden sirva como ilustración este dato, menos anecdótico de lo que parece: en junio de 1985 un saudí, el príncipe Sultán ibn Salmán, tomó parte en una misión del transbordador espacial y se convirtió en el tercer astronauta no estadounidense en la historia de la NASA, después de un alemán y un canadiense. Por otro lado, ese mismo año, del 7 al 10 de febrero, Fahd prestó su primera -y única hasta la fecha- visita oficial a Washington.

5. Nuevas perspectivas tras la guerra del Golfo
Ahora bien, la crisis irako-kuwaití de 1990 alteró la trayectoria arriba descrita. En mayo de ese año la actitud insolidaria de saudíes y kuwaitíes, que excedieron en hasta un 30% las cuotas acordadas por la OPEP en noviembre de 1989, provocó la caída del precio del barril de crudo de los 18 a los 15 dólares, proporcionando una de las excusas a Saddam Hussein para invadir Kuwait.

Fahd, que en vísperas de la agresión irakí intentó en balde desactivar la disputa, volcó toda su solidaridad con el emir depuesto, Jabir Al Ahmad Al Sabah, brindándole asilo a él y su familia en Ta’if y comprometiéndose de lleno con la expulsión de los irakíes del emirato. Los amagos expansionistas del dictador irakí contra el propio reino saudí empujaron a Fahd a los brazos de Estados Unidos. Riad se lanzó a una frenética y exorbitante adquisición de armas de última generación mientras ponía el territorio saudí a disposición de la coalición de países encabezada por la potencia americana.

La llegada de miles de soldados aliados provocó un impacto sin precedentes en la hasta entonces apacible, de hecho petrificada, sociedad saudí, que desde la expulsión de los turcos al final de la Primera Guerra Mundial no había conocido un ejército de ocupación, y desde luego nunca uno formado por occidentales. Tuvieron que suspenderse las decapitaciones y los castigos corporales públicos para no herir la sensibilidad de los visitantes, mientras que el personal femenino de entre éstos recibió instrucciones de discreción en cuanto al atuendo y el comportamiento para no ofender a los anfitriones.

Tras la guerra, sectores de la opinión pública internacional reprocharon a Estados Unidos que sacara del apuro a un país que no era más democrático que Irak. En señal de correspondencia con su protector, el 1 de marzo de 1992 Fahd emitió una serie de decretos apuntando al primer esbozo de un Estado de Derecho en Arabia Saudí, que hasta entonces sólo había conocido la sharía como fuente jurídica. Se promulgó una Ley Básica sobre el Sistema de Gobierno, de hecho la primera Constitución escrita, que, entre otras novedades, reguló las relaciones entre el poder y los ciudadanos e introdujo una Asamblea Consultiva (Majlis ash-Shura).

El remedo de poder legislativo no se convocó hasta el 28 de diciembre de 1993. La totalidad de sus 90 miembros eran de nombramiento real y sus atribuciones se limitaban a asesorar al Gobierno en cuestiones de política social y económica, y a hacer comentarios de los decretos reales. El monopolio legislativo del monarca por la vía del decreto-ley se mantuvo intacto, al igual que el sistema de gobierno por consenso en el que sólo tenían cabida un exclusivo grupo de príncipes saudíes. Por lo demás, los partidos políticos continuaron rigurosamente prohibidos.

Esta mínima liberalización (Kuwait, por contra, sí restauró un Parlamento elegible con alguna concesión al pluralismo) no satisfizo las renovadas aspiraciones democráticas de una oposición multiforme y cada vez más contestataria. El sector más crítico lo representaban los ulema y jeques sunníes, frecuentemente penetrados por un wahhabismo ultrarradical, que clamaron contra la presencia de los 35.000 civiles y militares estadounidenses y contra el malgobierno, los privilegios y la corrupción de la casa de Sa`ud. Los shiíes, que agrupan a un millón de habitantes (el 5% de la población), denunciaron discriminaciones de índole religioso y económico, y crearon un Comité de Derechos Humanos.

La manifestación terrorista de esta doble animosidad contra la monarquía y Estados Unidos arruinó la imagen de Arabia Saudí como un remanso de estabilidad y seguridad. El 13 de noviembre de 1995 un coche bomba estalló ante la sede en Riad de los consejeros militares de Estados Unidos en la Guardia Nacional y mató a siete personas, cinco de ellas de aquella nacionalidad, y el 25 de junio de 1996 otro atentado contra una edificio ocupado por militares en Dhahrán causó 19 víctimas adicionales, todas estadounidenses. El régimen reaccionó a estos desafíos con arrestos masivos de islamistas (sobre todo shiíes) y con ejecuciones de los sospechosos que fueron hallados culpables.

La constancia de que el reino había sido el origen de operaciones de organizaciones subversivas de proyección internacional (como la animada por el multimillonario Osama bin Laden, exiliado desde 1992 y convertido en enemigo jurado de Estados Unidos), puso sobre el tapete las consecuencias de muchos años de patrocinio, con dinero, armas y voluntarios, de la resistencia mujahid afgana.

Esta guerra contra el Gobierno comunista ateo y el invasor soviético alimentó una solidaridad islámica permeable a todo tipo de fundamentalismos y curtió a miles de combatientes de problemática reinserción en sus países de origen. El régimen de los talibán, establecido en Kabul en septiembre de 1996, es visto como un tributario ideológico del de Arabia Saudí, por lo demás uno de los tres países que le han tendido el reconocimiento diplomático (los otros dos son Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos).

En el campo secularista y nacionalista, los movimientos de oposición centraron su descontento en la inexistencia de garantías constitucionales de los derechos fundamentales, la negación de derechos políticos y la falta de fiscalización de los manejos económicos del Gobierno, aspecto relevante en un país donde no hay una frontera precisa entre las arcas del Estado y la familia real. Este colectivo, compuesto principalmente por clases medias profesionales e intelectuales y organizado en sendos comités en Gran Bretaña y Estados Unidos, pugnaba por mayores oportunidades laborales, constreñidas por las colocaciones, prebendas y favoritismos de la casa saudí.

Los opositores hallaban caldo del cultivo en la omnipresencia estadounidense, pero no menos en la crisis del Estado del bienestar. El país compensó muy rápidamente la desaparición de las cuotas de petróleo de Irak y Kuwait cuando se produjo la invasión. En el primer trimestre de 1991, antes de la vuelta al servicio de los pozos kuwaitíes, Arabia Saudí aportaba casi un tercio de la producción mundial de petróleo, y hasta que a mediados de año los precios del barril no retornaron a los niveles anteriores a agosto de 1990 (durante la crisis se llegó a los 40 dólares), la tesorería saudí registró un alza fantástica de los ingresos.

A partir de entonces, todo fueron dificultades para la economía saudí. Los recortes obligados en la producción de crudo, las sucesivas rebajas de los precios del barril y los compromisos armamentísticos con Estados Unidos (a mediados de los noventa la defensa absorbía el 35% de los presupuestos y el país aparecía entre los diez con mayores gastos militares) crearon unas dificultades financieras tales que el reino, por primera vez, hubo de solicitar créditos en el mercado internacional de capitales.

La aportación directa al fondo de gastos de la coalición antiirakí había superado los 30.000 millones de dólares. Pero esta cantidad se duplicó con creces al sumarle los gastos por las ayudas y las condonaciones de deuda a países árabes de la coalición, las adquisiciones de armamento de urgencia a Estados Unidos y la movilización de los 67.000 efectivos del Ejército y la Guardia Nacional en el teatro de operaciones.

A finales de la década el Gobierno intentaba enjuagar los déficits de las cuentas públicas y la deuda externa reduciendo el gasto público, pero seguía sin establecer un sistema de fiscalidad directa como demandaba el FMI. De hecho, a Riad le interesaba el mantenimiento de Irak en el ostracismo, ya que el levantamiento de las sanciones de la ONU y la consiguiente recuperación por Irak de su cuota en el mercado internacional traerían implícita la espectacular reducción de la producción saudí, agravando la evolución decreciente de los ingresos por el petróleo.

La crisis de 1990-1991 aportó un nuevo empuje a la diplomacia -no siempre del talonario- saudí. Por un lado, las relaciones con Irán entraron por una senda de entendimiento. Por otro lado, la reacción contra Irak reforzó los vínculos con Egipto y facilitaron una rápida y completa reconciliación con Siria, país que durante muchos años había estado entre los más hostiles a Riad. Los tres gobiernos colaboraron estrechamente para salvaguardar el status quo en el golfo Pérsico; así, Fahd sostuvo con los presidentes Hosni Mubarak y Hafez al-Assad una cumbre tripartita en Alejandría el 29 de diciembre de 1994.

El monarca saudí prestó un apoyo total al proceso de paz en Oriente Próximo que arrancó en la Conferencia de Madrid de octubre de 1991. En otro escenario, Fahd nunca aceptó la unificación en mayo de 1990 de los dos Yemen, por considerarla más una absorción de la República Democrática Popular (el Sur) por la República Árabe (el Norte), cuyo régimen republicano Riad venía hostigando desde que en 1962 fuera derrocado el último imán y rey. El aventador saudí se observó tras el intento secesionista de antiguos dirigentes del Sur en 1994, que supuso una breve pero encarnizada guerra civil, ganada por el Gobierno central de procedencia norteña.

El final del enfrentamiento ideológico entre las superpotencias y la subsiguiente desaparición de la URSS ofreció a Arabia Saudí nuevos campos de influencia, como las ex repúblicas soviéticas musulmanas, a donde envió un millón de ejemplares del Corán, o la ex república yugoslava de Bosnia-Herzegovina, con cuyo presidente, el musulmán Alija Izetbegovic, estableció el más estrecho vínculo con un dirigente europeo.

Con su prodigalidad inveterada (no en vano es uno de los hombres más ricos del mundo), Fahd apadrinó un gran número de colectas y fondos de ayuda a los pueblos musulmanes acosados por enemigos diversos en otros tantos lugares de Europa. Asimismo, la archiconservadora Arabia Saudí estableció relaciones diplomáticas con China el 22 de julio de 1990 y con la misma URSS el 17 de septiembre siguiente.

6. Apartamiento del primer plano por enfermedad
El 30 noviembre de 1995 Fahd sufrió un ataque de apoplejía que dañó sus facultades físicas (complicaciones de diabetes y artrosis de rodilla) e intelectuales (pérdidas de memoria). Se acordó entonces que su hermanastro uno año menor, `Abd Allah (Abdullah), primer viceprimer ministro, comandante de la Guardia Nacional y príncipe heredero desde 1982, asumiera las tareas gubernativas desde el 1 de enero de 1996 con carácter interino.

El 22 de febrero Fahd retomó oficialmente sus funciones, aunque lo cierto es que sin restablecerse del todo. Desde entonces, el rey permanece en una convalecencia crónica, con prolongadas estancias en su villa de Marbella, España, que le ha apartado casi completamente de la actividad pública.

Ha sido Abdullah, quien se ha acreditado como un hombre más austero, tradicionalista y menos complaciente con Estados Unidos, así como interesado en reforzar los lazos con los demás países árabes y con Irán, quien ha asumido la dirección del Estado como un regente de hecho. El declive en la salud del rey, acentuado desde que el 12 de agosto de 1998 se le extirpara la vesícula biliar por una infección diagnosticada cinco meses atrás, hacía presumir un próximo desenlace biológico.

Sin embargo, tanto la precipitada reasunción de funciones en 1996 como el descarte de la abdicación apuntaban a disensiones en la vasta familia real sobre la oportunidad de una sucesión a corto plazo. Entre sus decretos de 1992 Fahd prescribió que, comenzando con el heredero de Abdullah, el trono corresponderá al príncipe que la casa de Sa`ud juzgue más apto para gobernar.

Esta meritocracia radical, de concretarse, podría suponer la desaparición de los últimos vestigios del principio de primogenitura, que hasta el presente ha respetado el linaje en segunda generación del fundador del reino, sobrevivido aún por una treintena de príncipes. En su caso, Fahd tiene muchos hijos que han ocupado puestos de alto rango. Son los casos, por ejemplo, de Muhammad, gobernador de la Provincia Oriental, y, Sa`ud subdirector de los servicios de inteligencia.

Se ha apuntado a los hermanos del clan Sudairí (esto es, también por parte de madre), los príncipes Sultán, Nayif y Salmán, como los más interesados de prolongar el reinado de Fahd hasta el final. Los tres están al frente de altos puestos de responsabilidad en el Estado: Sultán, tercera persona del reino, es segundo viceprimer ministro y ministro de Defensa, Nayif es ministro del Interior y Salmán gobernador de Riad (otros tres hermanos ocupan posiciones menos relevantes).

Hay datos que permiten sospechar la dirección por Sultán en 1995 de una conspiración golpista, acabada en fracaso, para desplazar a Abdullah de la primacía sucesoria. Sobre estas diferencias se han hecho más conjeturas que análisis sólidos, ya que la casa de Sa`ud -a diferencia, por ejemplo, de la saga familiar de Saddam Hussein en Irak- ha llevado siempre con gran discreción y secretismo los asuntos familiares.

El rey Fahd murió el 1 de agosto de 2005.

La fuente: Fundación Cidob (www.cidob.org)

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