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domingo, abril 28, 2024

¿Por qué los africanos queremos vivir en Europa?

Sociedad¿Por qué los africanos queremos vivir en Europa?

¿Por qué los africanos queremos vivir en Europa?

Expulsados de nuestro continente por la pobreza y la falta de libertades, de las que los países dominantes son en gran parte responsables, los inmigrantes africanos en la “tolerante” Europa debemos someternos a un doloroso desarraigo; mientras fuimos pocos, formamos parte de un paisaje humano pintoresco, pero ese débil barniz de hipocresía social ha ido cayendo, a medida que las calles de los blancos se han ido tiñendo, cada día más, por nosotros, los negros miserables, malolientes e incultos expulsados hacia el Norte por nuestros países del Sur.

Por Donato Ndongo-Bidyogo

Salvo en Francia, Portugal y el Reino Unido, países especialmente vinculados con Africa por los lazos coloniales, hace unos treinta años no era frecuente ver a negros en Europa, y menos en España. Puedo dar testimonio de ello, pues yo he sido el primer negro en pisar algunos pueblos de España, con gran asombro por ambas partes, tema sobre el que mi mente almacena un rico anecdotario.

Pero incluso en esas grandes metrópolis, entonces la mayoría de los negros eran jóvenes estudiantes llegados para adquirir los conocimientos del hombre blanco y regresar a sus países de origen recién descolonizados, donde no abundaban los médicos y los abogados, los ingenieros, los economistas o los profesores. Pero, aproximadamente hacia los primeros años setenta, los estudiantes africanos dejaron de regresar a sus países de procedencia, buscaron acomodo en las tierras donde habían estudiado, se casaron con blancas y empezaron a tener hijos mulatos.

Con independencia de cómo le fuera a cada uno, esa particular experiencia de intercambio cultural -tema que merecería por sí mismo alguna mesa redonda-, lo cierto es que nadie se sentía aún alarmado: para los blancos seguía siendo “simpático” por exótico encontrarse en la fila del cine a una pareja mixta un sábado por la tarde. Como nadie se lo preguntaba, el negro agarrado a los blanquísimos dedos de su chica europea no tenía a quién explicar la sorda y sórdida batalla librada con sus suegros y sus cuñados para obtener el derecho de ir asido a esos dedos alabastrinos.

Muchos incluso se tragaban sus lagrimas al tener que defender el honor mancillado de su esposa, a la que cualquier borracho de fin de semana se consideraba en la obligación de llamar puta por salir con un negro.

Eran pequeños dramas individuales, que no merecían las glorias de un análisis sociológico en unos países de blancos sumidos en la autocomplacencia de su civilización, en los que todos daban por sentado que no existía el racismo. Y por no molestar, los negros que sabían que sólo a regañadientes eran admitidos en la mesa de su familia política a la hora de trinchar el pavo navideño, encima tenían que soportar los comentarios insultantes y secundar el coro que alardeaba de vivir en una sociedad idílica en la que el color de la piel no decidía su vida.

Porque aquí, y como se encargaban de recordarle cada día, no se lo iba a linchar como en los algodonales de Alabama, no sería baleado como el pobre Martin Luther King. Claro que aquí no había racismo: faltaba el otro componente de la ecuación que eran los negros.

Pues bien: ese débil barniz de hipocresía social ha ido cayendo, a medida que los pueblos de los blancos, las calles de los blancos, las bocas de “metro” de los blancos, e incluso barriadas enteras de las ciudades-dormitorio de los blancos se han ido tiñendo cada día más, al ser coloreada su prístina blancura por los negros miserables, malolientes e incultos que expulsan ahora hacia el Norte nuestros países del Sur, en oleadas cíclicas que se renuevan cada verano y cuyo flujo resulta imposible de parar.

Ahora ya no sólo se trata de un abogado guineano que seduce con su exótica negrura a la hija del tabernero del pueblo que se fue a buscar fortuna a la gran ciudad regresando apresurada y un poquito más gordita para buscar el consentimiento paterno para casarse, pues, a pesar de ser negro, al fin de cuentas es abogado, habla español y se espera que algún día pueda ser “alguien” en su país. Ahora ya son gigantescos senegaleses y liberianos que rezuman betún y ghaneanos con pinta de bandidos, vestidos de maleantes de Harlem, quienes los atosigan en los vagones del “metro” con sus baratijas, duermen en los portales de la Gran Vía, les disputan los escasos puestos de trabajo y, horror de los horrores, no pueden escuchar a volumen razonable los ritmos salvajes que tienen por música, impidiéndoles gozar del reposo de los domingos por la mañana. Y ya se sabe que son como las langostas: en cuanto aparece uno, el enjambre llega detrás, hasta que esto se convierte en una plaga.

Se trata nada menos que de nuestra vida

He preferido pintar este cuadro con el distanciamiento de la ironía, porque existen fenómenos que es mejor tratar de forma risueña para no caer en el pecado de la ira, puesto que el tema no es, para nosotros, un mero fenómeno social, un mero acercamiento intelectual. Es nuestra vida.

Como inmigrante africano con cerca de un cuarto de siglo de residencia en España les confesaré que no les falta razón a los racistas blancos, a los que no quieren que sus hijas se acerquen a nosotros, a los que no nos alquilan sus casas, a los policías que se regodean humillándonos cada vez que nos acercamos a las comisarías para “arreglar los papeles”. Tenemos que reconocer que están en su derecho, porque nosotros también preferimos estar en nuestros países, no pasar el frío en invierno, no soportar la indignidad y la vergüenza permanentes, comer nuestras comidas, salir con las chicas de piel negra reluciente que huele a naturaleza y no a Chanel, trabajar en nuestras comunidades y ser enterrados, cuando llegue el día y la hora, en el terruño junto a nuestros antepasados.

Es lógico que cada uno prefiera lo suyo, y que el intercambio cultural, las transacciones comerciales, las relaciones interpersonales, el turismo y los demás fenómenos que globalizan la aldea mundial se produzcan en términos de igualdad. A nadie le gusta ser eternamente apéndice de otro, que le estén regalando por compasión la comida y el vestido y los medicamentos a través de las gestoras de la caridad internacional que ahora nos mandan a las ONGS.

A nadie le gusta que le estén mostrando continuamente, como nos muestran las imágenes de las televisiones, como seres incapaces de asumir nuestros propios destinos, siquiera de vivir nuestra propia vida, sin la asistencia de los blancos, y que ni siquiera podamos decidir el número de hijos que deseamos tener porque eso desequilibra las previsiones confeccionadas en Nueva York. Estamos hartos de todo eso, pero ¿qué podernos hacer si el mundo, tal como lo vemos, está estructurado contra nosotros, para impedir nuestra libertad y nuestro progreso?

Porque, antes que nada, debemos preguntamos por qué se quedan en Europa y América del Norte más de los dos tercios de los estudiantes africanos que vienen a estudiar a los países desarrollados. Ya debemos preguntamos por qué se produce el fenómeno de emigración masiva de negroafricanos y magrebíes. Debemos indagar qué drama tan intenso y a qué nivel de desesperación hay que llegar para que unos seres humanos abandonen a sus seres más queridos y se arriesguen a recorrer miles de kilómetros a pie, atravesando el desierto y países desconocidos, para aventurarse hasta Gibraltar. Por qué esas imágenes repugnantes de Ruanda, de Liberia, de Sierra Leona, de Somalia, de tantos escenarios de dramas africanos, desde el Mediterráneo hasta El Cabo?

Y la respuesta es simple: porque no tenemos libertad, ni nos ha alcanzado el desarrollo. Pero se preguntarán ustedes: ¿No son ya independientes los países africanos desde hace cuarenta años? ¿No son ricos casi todos ellos, pues producen petróleo, oro, diamantes, uranio, cobre, fosfatos, manganeso, etc., tienen bosques maderables y pesquerías?

El colonialismo era demasiado caro

En efecto, Africa es independiente formalmente, pero las independencias no han supuesto la libertad. Tenemos inmensas riquezas, pues no hay un solo país africano pobre, pero no los controlamos los africanos, sino los europeos, que sustituyeron arteramente el colonialismo directo, demasiado caro y conflictivo, por lo que se ha llamado el neocolonialismo, sistema en el que siguen gobernando los mismos, y los recursos africanos siguen controlados por los mismos, pero a través de intermediarios o capataces negros, que son los dictadores que malgobiernan nuestros países supuestamente soberanos.

No les cuento nada nuevo, puesto que lo saben perfectamente: la mayor parte de los conflictos armados, de las hambrunas y demás situaciones de caos que se producen en Africa no son debidos a luchas tribales, como nos los presentan los medios de comunicación occidentales, que en estas cuestiones ni son objetivos ni son independientes. Esos conflictos están provocados por las luchas de intereses de las potencias occidentales, que defienden sus inversiones y las fuentes de materias primas que sirven para que los europeos sean cada día mas libres y más prósperos.

Un ejemplo: tuvieron que pasar más de treinta años de mobutismo para que la opinión pública europea se diera cuenta de que el régimen que estaban protegiendo y que impusieron en su momento contra la voluntad del pueblo congoleño, era un régimen despótico y sanguinario que sólo enriqueció al dictador v su familia. Pero los africanos, en especial los propios congoleños, venimos denunciándolo sin que nadie nos escuchara, pues los medios de comunicación estaban ciegos y sordos ante el clamor de aquel pueblo.

Cuando le entraba a Mobutu el capricho de comer langosta, no la mandaba pescar en las aguas del Atlántico que bordean su país, sino que fletaba un Boeing con el sólo propósito de hacerla traer de Portugal. Este dato ha sido publicado en la prensa, contado por sus propios allegados. Sus mansiones en todo el mundo, incluida España; sus fabulosas cuentas corrientes, sus millonarias inversiones en negocios europeos y estadounidenses, han sido posibles por el empobrecimiento pavoroso de la población de su país.

Si cualquiera de ustedes llega a Lubumbashi o Kolwezi como yo he estado hace unos años, no podría evitar el asombro ante la fabulosa riqueza que se extrae de las minas de cobre y estaño, frente a la miseria en que viven las poblaciones. Y si un ciudadano osara protestar, como los estudiantes de la Universidad de Lubumbashi a mediados de los 80, sería reprimido y asesinado sin compasión con las armas suministradas por los occidentales, cuyos asesores militares dirigían en la sombra a las huestes represoras, en una guerra solapada en la que el ejercito nacional -como se ha demostrado- no era sino carne de cañón.

Pero Mobutu no es el único: todavía están las sangrantes y despóticas satrapías de Senegal, de Togo, de Gabón, de Camerún, de Guinea Ecuatorial, de Costa de Marfil, de Nigeria, de Níger, de Burkina Faso, de Zimbabwe, de Kenia, de Guinea-Konacry, de casi toda Africa, en suma. Y cuando alguien trata de decir que, señores, podemos comerciar, podemos venderles nuestras materias primas a precios razonables, para que sirvan en verdad al desarrollo de nuestros pueblos, que también tienen el derecho a comer al menos una vez al día, ese alguien es asesinado, como el presidente Thomas Sankara, en Burkina Faso, hace diez años, o se provoca una guerra civil que se presenta como “revuelta tribal”, como se ha hecho en Congo-Brazzaville hace unos meses.

Las empresas sostienen a las dictaduras

Porque hay que saber que empresas como la compañía petrolera francesa Elf-Aquitaine son las que sostienen las dictaduras africanas. No lo digo yo, sino su propio presidente, Loik Le Floch-Prigent, encarcelado recientemente en Francia por temas de corrupción en los que se hallan implicados prominentes figuras del gobierno del socialista (?) Mitterrand.

Sociedades europeas como la Elf sobornan y mantienen el poder de déspotas africanos a cambio de la explotación de los yacimientos de petróleo y otras materias primas. Y si no le gusta la política de algún jefe de Estado, sencillamente le montan un golpe de Estado que, como en el caso de Congo-Brazzaville, degeneró en una “guerra civil” que causó mas de 20.000 muertos y devastó la capital. A cambio de tanta muerte, su hombre de confianza, el veterano dictador Denis Sassou-Nguesso, recuperó el poder, y tanto Elf como Total han recuperado el monopolio de la explotación y distribución de los hidrocarburos, que vieron amenazado bajo el poder de Pascual Lissouba, un presidente elegido democráticamente en 1992, tras la primera dictadura de Sassou-Nguesso.

Y Lissouba no es ningún marxista, como lo han presentado desde algunos medios; es un demócrata liberal que, sencillamente, quiso poner en práctica la muy capitalista ley de la oferta y la demanda y buscó poner fin al monopolio de Elf, que mantenía al país sumido en la pobreza. Un país, Congo, que produjo en 1995, nueve mil cien toneladas de petróleo -el ochenta por ciento de sus exportaciones-, pero cuya deuda externa es de 5275 millones de dólares. Y cuyos dos millones setecientos mil habitantes apenas alcanzan los 600 dólares de renta. Como se ve, países enteros están en manos de una sola compañía, que dicta su política y controla su economía, pagando salarios miserables.

Este ejemplo es uno más en un continente en el que las luchas por la democracia son silenciadas por la prensa occidental y reprimidas por los ejércitos europeos estacionados en diversos países; en el que se nos trata de convencer de que no estamos preparados para la democracia, como si los negros estuviésemos genéticamente predeterminados a “no gozar de la libertad”, una falacia más del racismo que dicta las relaciones entre Africa y Europa.

En resumen, Europa sostiene a los dictadores africanos para sostener su orden económico, impidiendo el desarrollo social y económico de los países africanos y los anhelos de libertad de nuestras poblaciones. Y ello tiene un triple objetivo: explotar los recursos naturales de Africa, base del bienestar de Europa; explotar la mano de obra africana de origen necesaria para hacer producir esos recursos naturales, y por último, favorecer la emigración de africanos hacia Europa, con el fin de que se ocupen de los trabajos penosos o pesados que ya no quiere realizar el proletariado europeo.

Resulta paradójico para mí, que vivo en un pueblecito de una región agrícola, ver que hay registrados en España más de dos millones de desempleados, mientras el campo español está siendo cultivado por marroquíes, argelinos y negroafricanos; eso sí, con salarios miserables. El problema se plantea -como dije al principio_,cuando esa mano de obra barata empieza a ser excesiva, cuando esas brigadas de “moros” y de negros empiezan a poner en peligro los logros del “estado de bienestar”, pues ni el racismo más acendrado puede impedirles caminar por las calles, ni guisar sus “malolientes” guisos en las casas donde se hacinan hasta una docena de esos inmigrantes.

Para concluir, sólo se me ocurre decirles que la miseria africana jamás se solucionará con migajas como las que nos proporcionan las -hay que creerlo- bienintencionadas organizaciones no gubernamentales; hacer un pozo de agua en una aldea de Ruanda o de Somalia no deja de ser irrisorio frente al cúmulo de problemas estructurales que tienen ruandeses o somalíes.

Nosotros mismos, los africanos, tenemos la solución de nuestros problemas, pero ocurre que los gobiernos europeos nos empujan hacia Europa, al sostener a nuestros verdugos y venderles las armas con las que nos matan por decir que no somos libres o carecemos de agua corriente en nuestras ciudades y aldeas, todo ello a cambio de una tarjeta de refugiado que tampoco nos hace más libres ni más felices.

Las empresas que sostienen a nuestros tiranos a cambio de que ustedes tengan la calefacción o el litro de gasolina más barato, o que regalen a sus esposas una cadena de oro el día de los enamorados, son las que nos impulsan a venir a aquí. Si todos los médicos africanos establecidos en Europa, Estados Unidos y Canadá pudieran regresar a Africa, se pasaría el problema de la salud en Africa; si todos los abogados africanos que ejercen en Europa y América del Norte regresaran a sus países, se modernizarían las sociedades africanas; si todos los arquitectos africanos que construyen en los países desarrollados pudieran levantar esas casas en sus países, se mitigaría el problema de la vivienda; si todos los profesores africanos que enseñan en Europa y América del Norte pudieran impartir sus conocimientos en Africa, el problema del analfabetismo y de la educación en general sería resuelto en gran medida; si todos los obreros y peones que mueren en la travesía del desierto sahariano o en aguas del estrecho de Gibraltar, o malviven en los países europeos, pudieran tener ese salario mínimo y esa seguridad imprescindible en sus propias patrias, no habría emigración y todos estaríamos más contentos.

La única ayuda útil que necesita Africa, desde mi punto de vista, es que se creen en nuestros países las condiciones mínimas para que podamos vivir en ellos. Todo lo demás son paliativos sólo destinados a tranquilizar las conciencias de los propios europeos, sin incidencia real ni en los índices de desarrollo ni en ningún otro baremo verdaderamente liberador.

La fuente: el autor es un escritor guineano radicado en España. Su trabajo ha sido editado previamente en la Página de Patricio Nbé Ondo (http://www.angelfire.com/sk2/guineaecuatorial/) .

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