11.7 C
Buenos Aires
viernes, mayo 17, 2024

Los árabes no son reales

Opinion/IdeasLos árabes no son reales

EL SIONISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS: TRES ARTICULOS DE EDWARD SAID

Los árabes no son reales No hay israelí que no reconozca la existencia del pueblo palestino. Pueden justificar su suerte, pero nunca ignorarlo. El discurso sionista norteamericano nunca es tan directamente honesto. Para ellos, los árabes no son seres reales, sino fantasías de casi todo lo que puede ser demonizado y despreciado.

Por Edward Said El Sionismo en los EE.UU. El verdadero problema Por Edward Said Este artículo busca ahondar en el papel mal interpretado y mal juzgado del sionismo norteamericano en la cuestión de Palestina. A mi juicio, el papel de los grupos sionistas organizados y sus actividades en los Estados Unidos no ha sido suficientemente considerado durante el período del “proceso de paz”, un descuido que juzgo sorprendente, considerando que la política palestina ha sido esencialmente el endilgar el problema de nuestra suerte como pueblo a los Estados Unidos sin ninguna conciencia estratégica de hasta qué punto la política norteamericana es, en realidad, dominada, si no controlada completamente, por una pequeña minoría de gente cuyos puntos de vista sobre el Medio Oriente son en cierto modo incluso más extremos que aquellos del Likud israelí. Tomemos un pequeño ejemplo. Hace unos meses, el diario israelí Ha´aretz envió a uno de sus principales columnistas, Ari Shavit, a pasar varios días conversando conmigo; un buen resumen de esta larga conversación apareció como una entrevista de preguntas y respuestas en la edición del 18 de agosto del suplemento del periódico, básicamente sin cortes y sin censura. Expresé muy sinceramente mis puntos de vista, con el mayor énfasis en el derecho de retorno de los refugiados, los acontecimientos de 1948 y la responsabilidad de Israel por todo esto. Me sorprendió que mis puntos de vista fueran publicados tal como los expresé, sin la menor editorialización por parte Shavit, cuyas preguntas fueron siempre corteses y sin ánimo de enfrentamiento. Una semana después de la entrevista hubo una respuesta por Meron Benvenisti, ex vicealcalde de Jerusalén bajo Teddy Kollek. Fue asquerosamente personal, llena de insultos y calumnias contra mí y mi familia. Pero jamás negó que hubiera un pueblo palestino, o que hayamos sido expulsados en 1948. En realidad, dijo: los conquistamos, y ¿por qué íbamos a sentirnos culpables? Respondí a Benvenisti una semana más tarde en Ha´aretz y lo que escribí fue también publicado sin cortes. Recordé a los lectores israelíes que Benvenisti fue responsable de la destrucción (y probablemente sabía del asesinato de varios palestinos) de Haret Al-Magharibah en 1967, durante la cual varios cientos de palestinos perdieron sus hogares bajo los bulldozers israelíes. Pero no tuve que recordarle a Benvenisti ni a los lectores de Ha´aretz que existimos como un pueblo y que por los menos podíamos discutir nuestro derecho al retorno. Eso se daba por descontado. Hay aquí dos puntos. Uno es que toda la entrevista no podría haber aparecido en ningún periódico norteamericano, y por cierto, en ningún órgano judío-norteamericano. Y si hubiera habido una entrevista, las preguntas que se me habrían hecho hubieran sido antagónicas, intimidantes, injuriosas, como por ejemplo, por qué han estado involucrados en el terrorismo, por qué no reconocen a Israel, por qué Hajj Amin (gran muftí de Jerusalén, fallecido en 1974) fue nazi, etc. Segundo, un sionista israelí como Benvenisti, sin importar cuánto detesta mi persona y mis puntos de vista, no negaría que hay un pueblo palestino que fue obligado a partir en 1948. Un sionista norteamericano sostendría durante mucho tiempo que no hubo conquista alguna o, como adujo Joan Peters en un libro de 1984, desaparecido y prácticamente olvidado en la actualidad, From Time Immemorial (Desde Tiempos Immemoriales, que obtuvo todos los premios judíos cuando apareció en este país), que no había palestinos viviendo en Palestina antes de 1948. Cada israelí estará dispuesto a admitir y sabe perfectamente que todo Israel era antes Palestina, que (como Moshe Dayan dijo abiertamente en 1976) todo pueblo o aldea israelí tenía antes un nombre árabe. Y Benvenisti dice abiertamente que “conquistamos ¿y qué? ¿Por qué debiéramos sentirnos culpables por haber ganado?” El discurso sionista norteamericano nunca es tan directamente honesto: siempre tiene que irse por la tangente y hablar de hacer florecer el desierto, y la democracia israelí, etc., evitando por completo los hechos esenciales sobre 1948, que han sido vividos por cada israelí. Para el norteamericano, se trata sobre todo de fantasías, o mitos, no de realidades. Los partidarios norteamericanos de Israel están tan lejos de la realidad, tan atrapados en las contradicciones de culpa diaspórica (después de todo ¿qué significa ser sionista y no emigrar a Israel?) y de triunfalismo como la minoría más exitosa y más poderosa en los Estados Unidos, que lo que emerge es muy a menudo una mezcla aterradora de violencia indirecta contra los árabes y un miedo y odio profundo contra ellos, que es el resultado, a diferencia de lo que sucede con los judíos israelíes, de no tener un contacto prolongado con ellos. Los árabes no son reales Para el sionista norteamericano, por ello, los árabes no son seres reales, sino fantasías de casi todo lo que puede ser demonizado y despreciado, muy especialmente el terrorismo y el antisemitismo. Recientemente recibí una carta de un antiguo estudiante mío, que ha gozado de la mejor educación posible en los Estados Unidos y a pesar de ello llega a preguntarme, con toda honradez y cortesía, cómo es posible que siendo palestino pueda dejar que un nazi como Hajj Amin siga determinando mi agenda política. “Antes de Hajj Amin -argumenta- Jerusalén no tenía importancia para los árabes. Llevado por su perversidad lo hizo un tema importante para los árabes para frustrar las aspiraciones sionistas que siempre habían sostenido que Jerusalén les era importante.” Esta no es la lógica de alguien que ha convivido y que sabe algo específico sobre los árabes. Es la lógica de una persona que habla un discurso organizado y que es motivada por una ideología que considera a los árabes sólo como entes negativos, como la personificación de violentas pasiones antisemitas. Como tales, por ello, hay que combatirlos y si es posible deshacerse de ellos. No es por nada que el Dr. Baruch Goldstein, el atroz asesino de 29 palestinos que estaban tranquilamente orando en la mezquita de Hebrón, era un norteamericano, tal como lo era el rabino Meir Kahane. Lejos de ser aberraciones que puedan haber turbado a sus seguidores, tanto Kahane como Goldstein son venerados en la actualidad por otros como ellos. Muchos de los más fanáticos colonos de extrema derecha instalados en tierra palestina, y que hablan sin remordimientos de “la tierra de Israel” como si fuera la suya, odiando e ignorando a los propietarios y residentes palestinos a su alrededor, son también oriundos de los Estados Unidos. Verlos caminando por las calles de Hebrón como si la ciudad árabe fuera enteramente suya es una imagen aterradora, agravada por el desafío y el desprecio que demuestran abiertamente hacia la mayoría árabe. Traigo a colación todo esto para reforzar un aspecto esencial. Cuando la OLP tomó, después de la Guerra del Golfo, la decisión estratégica -que ya habían adoptado dos de los mayores países árabes antes que la OLP- de trabajar con el gobierno norteamericano y si fuera posible con el poderoso lobby que controla la discusión sobre la política del Medio Oriente, habían adoptado la decisión (como la habían tomado los dos Estados árabes previamente) basada en una extrema ignorancia y en suposiciones extraordinariamente erróneas. La idea, que me fuera expresada poco después de 1967 por un diplomático árabe de alto rango, era en efecto rendirse, y decir que no vamos a continuar luchando. Estamos ahora dispuestos a aceptar a Israel y también a aceptar el papel determinante de los Estados Unidos en nuestro futuro. Había en ese momento razones objetivas para semejante punto de vista, como las hay ahora, porque continuar la lucha como los árabes la habían conducido históricamente llevaría a otra derrota e incluso al desastre. Pero creo firmemente que fue una política errónea el endosar simplemente el problema de la política árabe a los Estados Unidos y, ya que las mayores organizaciones sionistas son tan influyentes por todas partes en los Estados Unidos, depositarla también en su regazo, diciendo, de verdad, no lucharemos contra ustedes, unámonos, pero por favor trátennos bien. La esperanza era que si cedíamos y decíamos no somos vuestros enemigos, llegaríamos a ser, como árabes, sus amigos. El problema tiene que ver con la disparidad de poder que siguió existiendo. Desde el punto de vista del poderoso, qué diferencia le hace a su propia estrategia si su débil adversario se rinde y dice ya no tengo nada por qué luchar, tómenme, quiero ser vuestro aliado, sólo traten de comprenderme un poquito mejor y, ¿tal vez seréis un poco más justos después? Una buena manera de responder a esta pregunta en términos prácticos y concretos es considerar los recientes acontecimientos en la carrera senatorial en Nueva York, donde Hillary Clinton compitió con el republicano Ric Lazio por la banca liberada por Daniel Patrick Moynihan (demócrata), que se retiró. El año pasado Hillary dijo que estaba en favor de un Estado palestino y, en una visita formal a Gaza con su marido, abrazó a Suha Arafat. Desde su entrada a la competencia electoral en Nueva York, ha ido más allá que los sionistas derechistas más extremos abogando por la transferencia de la embajada de los Estados Unidos a Jerusalén y (yendo aún más lejos) propugnando la indulgencia para Jonathan Pollard, el espía israelí condenado por espionaje contra los Estados Unidos y que está cumpliendo una condena perpetua. Sus antagonistas republicanos han tratado de incomodarla presentándola como una “amante de los árabes” y publicando una fotografía en la que está efectivamente abrazando a Suha Arafat. Ya que Nueva York es el baluarte del poder sionista, atacar a alguien con etiquetas como “amante de los árabes” y “amiga de Suha Arafat” equivale al peor insulto posible. Todo esto, a pesar de que Arafat y la OLP han sido declarados abiertamente aliados de los Estados Unidos, receptores de ayuda militar y financiera de los Estados Unidos y, en el terreno de la seguridad, los beneficiarios del apoyo de la CIA. Mientras tanto, la Casa Blanca publicó una foto de Lazio estrechando la mano de Arafat hace dos años. Uno, evidentemente, vale lo otro. Un discurso de poder La realidad es que el discurso sionista es un discurso de poder, y que los árabes en ese discurso son los objetos del poder -y objetos despreciados-. Habiéndose unido con este poder como su antiguo antagonista rendido, no pueden esperar que los vaya a tratar de igual a igual. A ello se debe el espectáculo degradante y ofensivo de Arafat (siempre y eternamente el símbolo del enemigo en la mente sionista) utilizado en una competencia enteramente local en los Estados Unidos entre dos oponentes que tratan de demostrar cuál de los dos es más pro-israelí. Y ni Hillary Clinton ni Ric Lazio son siquiera judíos. La única estrategia política posible para los Estados Unidos, en lo que concierne a la política árabe y palestina, no es ni un pacto con los sionistas locales ni con la política norteamericana, sino una campaña de movilización de masas dirigida a la población en defensa de los derechos humanos, civiles y políticos palestinos. Todo otro camino, sea Oslo o Camp David, tiene que llevar al fracaso, porque, para decirlo de manera simple, el discurso oficial está totalmente dominado por el sionismo y, exceptuando algunas excepciones individuales, no existen alternativas a este discurso. Por ello todos los planes de paz emprendidos sobre la base de una alianza con los Estados Unidos son alianzas que confirman el poder sionista en lugar de enfrentarlo. Someterse en forma pasiva a una política para Medio Oriente controlada por los sionistas, como lo han hecho los árabes durante casi una generación, no traerá estabilidad en la zona, ni igualdad y justicia en los Estados Unidos. La ironía es que existe dentro de los Estados Unidos un amplio núcleo de opinión dispuesto a una actitud crítica tanto hacia Israel como hacia la política externa de la Casa Blanca. La tragedia es que los árabes son demasiado débiles y se encuentran demasiado divididos, demasiado desorganizados e ignorantes para aprovecharlo. Mi esperanza es tratar de llegar a una nueva generación que pueda estar tan perpleja como desalentada por el sitio miserable y denigrado en el que se coloca a nuestra cultura y a nuestro pueblo y por el sentido constante de pérdida vejatoria y humillante que todos nosotros sufrimos como resultado. Un pequeño y potencialmente incómodo episodio ha ocurrido antes de que acabara de escribir este artículo. Martín Indyk, embajador de los Estados Unidos en Israel (por segunda vez durante la administración Clinton), ha sido repentinamente despojado de su autorización de seguridad diplomática por el Departamento de Estado. La historia divulgada es que utilizaba su computadora portátil sin tomar las medidas de seguridad adecuadas, y que por ello podría haber divulgado o dado a conocer informaciones a personas no autorizadas. Como resultado, ya no puede entrar ni salir del Departamento de Estado sin escolta, no puede permanecer en Israel y debe, ahora, someterse a una investigación en detalle. Tal vez no sepamos nunca lo que sucedió en realidad. Pero lo que es de conocimiento público y que a pesar de ello no ha sido discutido en los medios es el escándalo que representa en primer lugar el nombramiento de Indyk. En la víspera misma de la inauguración de Clinton en enero de 1993, se anunció que Martín Indyk, nacido en Londres, y ciudadano australiano, había prestado juramento como nuevo ciudadano norteamericano por el deseo expreso del presidente electo. No se siguió el procedimiento apropiado: fue un acto de privilegio ejecutivo perentorio, de manera que, habiendo obtenido la ciudadanía norteamericana Indyk pudo, inmediatamente después, llegar a ser miembro del personal del Consejo Nacional de Seguridad, responsable para Medio Oriente. Todo esto, creo, fue el verdadero escándalo, no el subsiguiente descuido o indiscreción de Indyk o incluso su complicidad al hacer caso omiso de los códigos oficiales de conducta. Porque, antes de llegar al corazón mismo del gobierno de los Estados Unidos en un puesto clave de manejo en gran parte secreto, Indyk era jefe del Instituto para Política de Medio Oriente de Washington, un gabinete estratégico cuasi-intelectual involucrado en la defensa activa de Israel, y coordinaba su trabajo con el de AIPAC (Comité Norteamericano-Israelí de Asuntos Públicos, por sus siglas en inglés), el lobby más poderoso y temido en Washington. Vale la pena anotar que antes de que entrara en la administración de Bush padre, Dennis Ross, el consejero del Departamento de Estado que ha estado dirigiendo el proceso de paz norteamericano, fue también jefe del Instituto de Washington, de manera que el tráfico entre los grupos de presión israelíes y la política norteamericana para Medio Oriente es extremadamente regular y, además, controlada. El AIPAC ha sido tan poderoso durante años no sólo porque se basa en una población judía bien organizada, con buenas relaciones, altamente visible, exitosa y rica, sino porque en general se ha encontrado con muy poca resistencia. Hay un temor y un respeto robustos hacia el AIPAC en todo el país, pero especialmente en Washington, donde en cosa de horas casi todo el Senado puede ser movilizado para que firme una carta al presidente en beneficio de Israel. ¿Quién se va a oponer al AIPAC y va a conservar su carrera en el Congreso, o va a defender, digamos, la causa palestina, cuando dicha causa no puede ofrecerle nada concreto al que se atreva a enfrentar al AIPAC? En el pasado uno o dos miembros del Congreso se han enfrentado abiertamente al AIPAC, pero poco después su reelección fue bloqueada por los numerosos comités de acción política controlados por el AIPAC, y eso fue todo. El único senador que ha hecho algo que se parezca remotamente a una posición de oposición al AIPAC fue James Abu Rezk, pero no quería ser reelegido y, por sus propias razones, renunció después de cumplir su único período de seis años. Sin críticas No hay en la actualidad un solo comentarista político que presente una resistencia clara y abierta a Israel en los Estados Unidos. Unos pocos editorialistas liberales tales como Anthony Lewis, del The New York Times, escriben ocasionalmente criticando las prácticas de la ocupación israelí, pero nada se menciona sobre 1948 y todo el problema del desposeimiento de los palestinos que forma la base de la existencia de Israel y de su subsiguiente conducta. En un artículo reciente, el antiguo funcionario del Departamento de Estado Henry Pracht destacó la sorprendente uniformidad de opinión en todos los sectores de los medios norteamericanos, del cine a la televisión, la radio, la prensa, los semanarios, las publicaciones mensuales, trimestrales y los diarios: todos más o menos siguen la línea oficial israelí, que también se ha convertido en la línea oficial del gobierno. Esta es la coincidencia que el sionismo norteamericano ha logrado desde 1967, y que ha explotado en la mayor parte del discurso público sobre Medio Oriente. Así, la política de los Estados Unidos equivale a la política israelí, excepto en las ocasiones extremadamente raras (por ejemplo el caso Pollard) en las que Israel va más allá del límite y asume que tiene el derecho de apoderarse de lo que quiera. La crítica de las prácticas de Israel, por lo tanto, se limita estrictamente a las ocasionales incursiones que son tanto poco frecuentes que literalmente son casi invisibles. El consenso general es virtualmente inabordable y tan poderoso que puede imponer en cualquier lugar la sumisión a la corriente de pensamiento dominante aceptada. Este consenso está compuesto por verdades irrebatibles respecto de Israel como democracia, su virtud básica, la modernidad y lo razonable de su pueblo y sus decisiones. El rabino Arthur Herzberg, un respetado clérigo liberal norteamericano, dijo una vez que el sionismo era la religión secular de la comunidad judía norteamericana. Esto es visiblemente apoyado por varias organizaciones cuyo papel es patrullar el ambiente público a la búsqueda de infracciones, aunque hay otras tantas organizaciones judías dirigiendo hospitales, museos e institutos de investigación para el bienestar general del país. Esta dualidad es como una paradoja no resuelta en la que nobles empresas públicas coexisten con las más mezquinas e inhumanas. El derecho a intervenir en todo Así, para tomar un ejemplo reciente, la Organización Sionista de América (ZOA), un grupo pequeño pero muy vociferante de fanáticos, pagó un aviso en The New York Times el 10 de septiembre en el que trataba a Ehud Barak como si fuera el empleado de los judíos norteamericanos, recordándole que estos seis millones superan en número a los cinco millones de israelíes que habían decidido negociar sobre Jerusalén. El lenguaje del anuncio no fue sólo admonitorio, fue casi amenazante, diciendo que el primer ministro israelí había decidido de manera antidemocrática al emprender lo que era un anatema para los judíos norteamericanos, que estaban descontentos con su conducta. No está claro quién instruyó a este pequeño y pugnaz grupo de fanáticos para que sermonearan al primer ministro israelí, pero la ZOA considera que tiene el derecho de intervenir en los asuntos de todo el mundo. Escriben o llaman por teléfono rutinariamente al presidente de mi universidad para pedirle que me despida o me censure por algo que he dicho, como si las universidades fueran jardines de infantes y como si debiera tratarse a los profesores como delincuentes infantiles. El año pasado montaron una campaña para que se me despidiera de mi puesto de elección como presidente de la Asociación de Idiomas Modernos, y sus 30.000 miembros fueron sermoneados por la ZOA como si fueran otros tantos imbéciles. Esta es la peor clase de intimidación estalinista, pero es típica del peor ejemplo del sionismo norteamericano más ferviente. El sionismo norteamericano ha llegado al nivel de fantasía casi pura en el que lo que es bueno para los sionistas locales en su feudo y en su discurso fundamentalmente ficticio es bueno para los Estados Unidos e Israel, y por cierto para los árabes, musulmanes y palestinos, que parecen ser poco más que una colección de estorbos despreciables. Todo el que se les contrapone o se atreve a enfrentarlos (sobre todo si es un árabe o un judío crítico del sionismo) es sometido al abuso y a los vituperios más terribles, todos personales, racistas e ideológicos. Son implacables, exentos de generosidad o de una comprensión humana auténtica. Decir que sus diatribas y análisis parecen provenir del Antiguo Testamento es insultarlo. En otras palabras, una alianza con ellos, como la que los Estados árabes y la OLP trataron de forjar desde la Guerra del Golfo, es el tipo más estúpido de ignorancia. Están inalterablemente opuestos a todo lo que defienden los árabes, los musulmanes y muy especialmente los palestinos y prefieren detonarlo todo antes que hacer la paz con nosotros. Y, sin embargo, también es cierto que la mayor parte de los ciudadanos comunes a menudo se ven intrigados por la vehemencia de su tono, pero sin comprender realmente lo que se esconde detrás. Cuando uno habla con norteamericanos que no son judíos ni árabes, y que no tienen experiencia en el Medio Oriente, hay rutinariamente un sentido de sorpresa y exasperación ante una semejante actitud incansablemente intimidante, como si todo el Medio Oriente fuera de ellos. El sionismo en los Estados Unidos, he concluido, no es sólo una fantasía construida sobre fundamentos muy vacilantes, es imposible llegar a una alianza o esperar un intercambio racional con él. Pero puede ser flanqueado y derrotado. Campaña de masas Desde mediados de los años 80 había indicado a la dirección de la OLP y a cada palestino y árabe que cruzó mi camino que el esfuerzo de la OLP por conseguir que el presidente los escuchara era una ilusión total ya que todos los presidentes recientes han sido sionistas consagrados, y que la única manera de cambiar la política de los Estados Unidos y lograr la autodeterminación era a través de una campaña de masas por los derechos humanos palestinos, que llevaría a cercar a los sionistas y alcanzar directamente al pueblo norteamericano. Mal informados pero abiertos a los llamados por la justicia como lo son, los norteamericanos habrían reaccionado como lo hicieron con la campaña del ANC (Congreso Nacional Africano de Sudáfrica) contra el apartheid, que terminó por cambiar el equilibrio de fuerzas en Sudáfrica. Para ser justos, debiera mencionar que James Zogby, en aquel entonces un enérgico activista por los derechos humanos (antes que se uniera a Arafat, al gobierno de los Estados Unidos y al Partido Demócrata), fue uno de los creadores de la idea. El que la haya abandonado por completo es un signo de cómo él ha cambiado, en vez de representar una anulación de la idea misma. Pero también se me hizo muy claro que la OLP jamás haría esto por varias razones. Requeriría trabajo y dedicación. En segundo lugar, significaría propugnar una filosofía política que estuviera realmente basada en una organización de bases democrática. Tercero, tendría que ser un movimiento más que una iniciativa personal de parte de los dirigentes actuales. Y por último, se necesitaría un conocimiento real y no superficial de la sociedad norteamericana. Fuera de esto, consideré que la mentalidad convencional que nos lleva todo el tiempo de una posición mala a otra, es muy difícil de cambiar, y el tiempo demostró que tenía la razón. Los acuerdos de Oslo fueron la aceptación poco imaginativa de la supremacía israelí-norteamericana por parte de los palestinos, en lugar de constituir un intento de cambiarla. En todo caso, cualquier alianza o compromiso con Israel en las actuales circunstancias, en las que la política de los EE.UU. está totalmente dominada por el sionismo, está condenada a dar los mismos resultados para los árabes en general y para los palestinos en particular. Israel tiene que dominar, los intereses de Israel son supremos, y la injusticia sistémica de Israel se prolongará. A menos que el sionismo norteamericano sea confrontado y obligado a cambiar, los resultados continuarán siendo funestos y degradantes para nosotros como árabes.

Más

Injusticia infinita: la nueva guerra contra el terror

La evidencia sobre la culpabilidad de Osama ben Laden no interesa a Estados Unidos; su objetivo es establecer su derecho a actuar como y cuando le dé la gana y fijar con claridad su credibilidad como matón global, sostiene el semiólogo Noam Chomsky, quien repasa con irrebatible dureza la política exterior norteamericana y su histórica complicidad con el terrorismo. El autor sostiene que si Estados Unidos quiere reducir el nivel del terror, "un camino fácil para lograrlo es dejar de participar en el terror". Este artículo es una versión editada del discurso pronunciado por el prestigioso intelectual en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) el 18 de octubre de 2001.

When will Israel learn?

When will Israel learn? ...

Hay un colono en cada israelí

Los colonos israelíes se han vuelto el blanco para la crítica en los medios de comunicación con una virulencia difícil de recordar. Son criticados por enviar a sus niños a bloquear caminos, por pegar y maldecir a los soldados, por arrojarles piedras a los palestinos... Pero el verdadero eje del problema no está en lo que hacen los colonos sino en la política de colonización, ilegal e inmoral, instrumentada por sucesivos gobiernos y de la que se beneficiaron todos los israelíes desde 1967. Escribe Amira Hass.

Israel: un Estado agresor

¿Qué necesitan los gobiernos de EE UU y especialmente de la UE para convencerse de que la situación de Palestina es consecuencia de la ocupación y no depende sino del agresor, que es Israel? ¿Se pueden sostener las exigencias y sanciones contra una Palestina ocupada sin hacer primero lo mismo con Israel como ocupante?

En ausencia de Arafat

Los analistas israelíes están ocupados evaluando escenarios para el "día después de Arafat" y tratando de desentrañar cómo será el nuevo liderazgo. Es innecesario decir que la tarea de reemplazar a Arafat no empezó con su reciente enfermedad. La necesidad de marginar a Arafat fue introducida por la extrema derecha israelí para evitar las negociaciones, especialmente bajo el paraguas de la Hoja de Ruta, que Israel aprobó con tal cantidad de condiciones que sólo ha tenido éxito en destruir las bases de ese plan de paz elaborado por el Cuarteto. Escribe Ghassan Andoni.