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martes, mayo 7, 2024

Senegal, nuestro barco

SociedadSenegal, nuestro barco

Senegal, nuestro barco

 

DATOS DEL PAIS

Durante los tres meses de su permanencia en Senegal, la autora de este encantador relato ha preferido sacrificar kilómetros de recorrido para sumergirse de lleno en la sociedad y desentrañar costumbres, hábitos y creencias, tan ricos como ajenos para los occidentales. Ha sido, como muy bien lo define, “un viaje de gentes”, en el que se ahonda en el paisaje humano mucho más allá de la mera geografía.

Por Susana Corral

Calles con un inconfundible sabor colonial.

Este es el relato de una corta pero intensa experiencia. Excepto las playas limpias, tranquilas y acogedoras y los bosques de baobabs, pocos paisajes han quedado grabados en mi memoria. Ha sido sobre todo un viaje de gentes. En los tres meses que pasé en Senegal conocí muchas personas. Sin ellas mi viaje no hubiera tenido sentido. No quise recorrer demasiados kilómetros ni estar en demasiados lugares. Preferí, dentro del poco tiempo de que disponía, dejar pasar los días en un sitio, sin ansiedades. Viajé con una amiga con la que compartía la inquietud de profundizar en una cultura desconocida para nosotras, que se nos presentaba como un enorme y atrayente libro abierto.

Cuando volví algunos amigos y conocidos hacían preguntas que me resultaban insólitas ¿Tienen carreteras? ¿Qué comen? ¿Hay mucha pobreza? ¿Tienen casas? Se sorprendían de que hubiera hospitales, supermercados, discotecas y universidades. Ante tal avalancha de desinformación, me parecía obvio tener que explicar que aunque Senegal está en Africa, no es un país de tierra reseca y cuarteada donde millones de personas padecen hambre y viven moribundas, enfermas, tristes, abrumadas por la sequía o la guerra; donde los niños miran al cielo esperando los helicópteros de la solidaridad internacional. Aunque las hay, no es un país de chabolas, cabañas destartaladas y viviendas hacinadas. Sí, es un país de recursos limitados, pero no es eso únicamente lo que le define, sino sus gentes: jóvenes, alegres, pacíficas y extrovertidas.

Senegal, según dicen, significa “nuestro barco”. Cuentan que cuando los primeros colonizadores preguntaban cómo se llamaba el lugar señalando el suelo, los nativos, pescadores, creyendo que señalaban uno de los barcos, respondieron en su lengua, el wolof, “suñú gaal”. Al principio lo creí, pero después de leer interpretaciones similares para muchos otros lugares de Africa, lo dudo. Pero me gusta.

El wolof es la lengua materna del 40% de los senegaleses y la lengua vehicular de otro 40%, y junto con el francés impuesto, son las oficiales. Es una lengua dulce, sonora, expresiva, contundente. Me resultó tan atractiva que decidí aprenderla. De esa manera podría comunicarme con personas que al no estar alfabetizadas no hablan francés, algunos niños y sobre todo ancianos y mujeres.

Comienzo aprendiendo los saludos. Se requiere un tiempo para saludar a la gente. Se pregunta por todo; por la mujer o el marido, los niños, el resto de la familia, la salud, el ganado o el trabajo. Las respuestas son invariablemente que todo va bien, sea verdad o no. Esta capacidad de optimismo, la disposición a ahuyentar los problemas con alegría que manifiestan los senegaleses, se contagia rápidamente.

Un idioma no se aprende en dos días y con mi precario francés, a veces sufro ataques de autismo al no poder expresar con rapidez y soltura todo lo que quiero decir, por no poder participar plenamente en las conversaciones. Pero como dicen allí: amul soló, no tiene importancia. Esta expresión, que oiremos repetidamente, sigue indicando el talante de la gente. La vida se toma con tranquilidad. Nadie se ríe de mi mala pronunciación, me dan todo el tiempo del mundo para expresarme, me ayudan, siempre sonriendo. ¿Invertir tiempo para charlar y escuchar? ¡Cómo no! Esta es una de las actividades favoritas de los senegaleses.

El ímpetu cadencioso y perpetuo de Dakar

Los bosques de baobabs

Uno de los paisajes que más impresiona es el de los bosques de baobabs. Es el árbol emblemático de Senegal.

Cosmogónico, social, medicinal, mágico, sagrado. Habitado de genios y espíritus. Su tronco enorme es único en el reino vegetal. La estimación de edad es de hasta seis mil años. Es posible ver algunos cuyo tronco es más ancho que alto. La forma particular, extraña, imponente, de este árbol, inspira un texto como éste de Rene Ferriot: “Los baobabs son árboles vagamente extraños, obscenos, llenos de una enfermedad de espesor, elefantitis fálica. Tormentosos, fijados en sus gestos cortos, sus ramas de fuegos artificiales no iluminan nada más que el abismo de sus troncos cavernosos, donde la fibra se anuda sobre una sequedad terrible, una prodigiosa dureza que fabrica la savia con nada, con una gota de vapor sin existencia. Los baobabs son en la sabana un pretexto, una presencia insólita en un paisaje austero”.

A mí me daba la impresión de estar contemplando un esperpéntico ejército de gigantes desmelenados, guardianes de misterios, impasibles, impertérritos. Decididos a quedarse allí eternamente aburridos.

Dakar, la capital, llena de contrastes, apasiona y agota. Es una ciudad moderna y bulliciosa, que aglutina a la cuarta parte de los nueve millones de habitantes del país. Tiene un importante puerto, muchísimos mercados y una interesante mezcla de edificios, culturas, habitantes y lenguas. La vida se desarrolla en las calles, que se transforman en auténticos bazares animados de todo tipo de personajes; donde se vende absolutamente de todo en puestos improvisados. A mí, que vengo de un lugar donde la población es de las más envejecidas del planeta, esa zambullida de juventud, de vitalidad, me deja atónita. Puedo pasar horas viendo el movimiento de las calles. Todo me llama la atención. Un hombre que tiene por toda mercancía un par de frasquitos de medicinas; la variedad de frutas, pescados, especias; los fabricantes de amuletos con sus intrigantes ingredientes; un vaivén incomprensible de gente transportando cosas insólitas; artesanos, ociosos, buscavidas; algunos rezando mientras otros sestean sobre las aceras. Más allá, un hombre trabaja sin descanso mientras un grupo de otros quince le contemplan. Todo eso aderezado del olor indescriptible que procede de la mezcla de productos, de desperdicios y del puerto. Me pregunto qué interés tiene llegar a la Luna, cuando tal explosión vital se desarrolla ante mis ojos. Es como nacer de nuevo. Debo aprender tantas cosas que me siento vacía, hago un hueco para ser otra, o para dejar de serlo. Pronto nos damos cuenta de que las referencias de la sociedad de donde venimos apenas sirven. Aquí hay otros códigos. Los aprenderemos poco a poco.

Recorremos muchos de los mercados; de artesanía, de antigüedades, de pesca, de ropa de segunda mano, de flores. Preferimos viajar en los autobuses locales, los car-rapids. Lentos, llenos de color, enqueantes, repletos de gente, en apariencia caóticos y a punto de desmoronarse, lentamente nos ayudan a elaborar un aprendizaje que necesitamos: paciencia. Olvidarnos de nuestra vida de horarios y reloj con segundero. Se llega cuando se llega. Los taxis los dejamos para desplazamientos largos o para cuando de verdad tenemos prisa.

Sigo evolucionando con el wolof; ya puedo regatear con los taxistas, con los vendedores. Regatear es un juego ineludible, no se puede aceptar un precio a la primera. Hay que charlar, argumentar, discutir con parsimonia y simpatía. A los vendedores y taxistas les resultaba gracioso y sorprendente que discutiera en su idioma. Así empecé a conseguir precios más próximos a los locales y un poco más de conversación. Seguimos aprendiendo.

Este ímpetu que ofrece Dakar, cadencioso y perpetuo, se ve aún más animado por multitud de jóvenes pidiendo limosna en grupos, sonrientes y alegres, ataviados de ropajes multicolores hechos de retales, portando numerosos amuletos, con el pelo rasta, fumadores de hierba, tocando percusiones, bailando y cantando. ¿Quiénes son éstos trovadores mendicantes? Son los bay-fall, nos cuentan, los discípulos de Ibrahim Fall, que lo fue a su vez de Amadou Bamba.

Amadou Bamba (1853-1927) es una figura simbólica del Africa negra por su lucha contra la colonización. Representa el reverso de las imágenes de violencia e intolerancia adjudicadas, con demasiada frecuencia, al Islam.

Amadou Bamba fue el fundador en 1895 de la cofradía de los Mouridies, una de las que componen el Islam actual en Senegal. En 1884 había logrado reunir un gran número de adeptos. El aumento de su influencia entre la sociedad y sus discípulos suscita las sospechas de las autoridades coloniales. Sus mensajes subversivos ofrecen un factor de resistencia y cohesión social para una sociedad sacudida por la colonización. Es por lo que fue arrestado y deportado a Gabón y después a Mauritania, hasta que finalmente vuelve a Senegal en 1907 en residencia vigilada. Es un regreso triunfal. A partir de 1915 el mouridismo se extiende por todo Senegal y más allá. Uno de sus más fieles seguidores fue Ibrahim Fall, que fundó el movimiento bay-fall. Si estos jóvenes que piden limosna actualmente llevan el pelo rasta y vestimenta de retales, es por imitarle, ya que, según decía, no tenía tiempo más que para su maestro, nunca para cortarse el pelo y cuando su ropa se rompía, la recomponía con un parche de tela. Actualmente un tercio de los senegaleses musulmanes pertenecen a la cofradía de los mouridies.

El almacén de esclavos

A tres kilómetros al Este de Dakar hay una isla tristemente famosa, Gorée. Durante el siglo XVI y hasta mediados del XIX fue el principal almacén de esclavos. Ingleses, franceses, holandeses y portugueses se enriquecieron con este comercio. Aún se respira en esta isla, sin asfaltar, sin coches, con bonitas playas, el recuerdo del pasado. Se conserva todavía lo que llaman la Casa de los esclavos, una casa con diminutas celdas y la famosa puerta de no retorno: un rectángulo de piedra que se abre al mar.

La fascinación de Kayar Para salir del torbellino de la ciudad recorremos los pocos kilómetros que nos separan de Kayar, una pequeña localidad costera que recobra una inusitada animación al atardecer, cuando piraguas multicolores regresan de faenar en la mar. En estos momentos cientos de personas de todas las edades se acercan a la playa a recoger los productos de la pesca, amontonarlos, subastarlos, comprar y vender.

En cualquier lugar se siente la fascinación del movimiento, del olor, del color. El color que inunda todos los rincones. Especialmente es de las vestimentas. Ropas que crean un atractivo contraste con las pieles oscuras. A pesar de que el atavío occidental comienza a hacerse un hueco se ve aún a la mayoría de hombres y mujeres ataviados con el bubu. Con vestidos de exuberante imaginación y colorido, ellas; túnica larga sobre el pantalón, ellos. Todos y todas me resultan elegantes y atractivos. Con su andar cadencioso, lento, orgulloso, rítmico.

Pero ya basta de espectáculo. Queremos conocer más. Nos hemos alojado en cabañas o casas alquiladas y con familias. Es esta última modalidad, lógicamente, la más interesante, la que nos permite acercarnos a la cultura, a las costumbres y cotidianidad del país. Arropadas por una exquisita hospitalidad tuvimos la ocasión de conocer la música, la cocina, las relaciones familiares y de barrio; los problemas cotidianos, cuentos, historias de animismo, el sistema de solidaridad (que a mis ojos es el pilar de la sociedad), los preparativos para las fiestas, las inquietudes de los jóvenes (una muy común: viajar a Europa o a EEUU).

Una expresión de solidaridad es la tontine. Los componentes de la tontine recaudan mensualmente cierta cantidad de dinero, y a finales de mes, al que le corresponde el turno, se queda con todo el dinero. No se firman papeles, es una relación de confianza mutua. Normalmente se organiza entre personas del barrio y la cantidad obtenida puede servir para reflotar un negocio, para hacer un viaje o para pagar medicinas. Fue Tonti, un banquero italiano del siglo XVII, quien dio nombre al invento y actualmente es una práctica extendida por todo Africa. Incluso dicen que en Camerún, por ejemplo, la tontine llega a abarcar el 30% de la masa monetaria del país.

El sencillo y cálido ritual de la comida

Nos acostumbramos pronto a la comida local, que está considerada una de las mejores de Africa. Basada en el arroz como ingrediente principal, tiene una gran diversidad de platos. Todos me parecen sabrosos, originales, muy especiados. Se invierte muchísimo tiempo en la elaboración y poco en consumirlo. El tiboudiene es el plato nacional, consiste en arroz con pescado y verduras. También comemos pescado al horno, mafe (carne de buey o pollo con cacahuetes) y otras exquisiteces, eso sí, siempre muy picantes. Probamos también algunas bebidas locales; el bisap, obtenido de la cocción de pétalos de una flor acidulada; el jengibre; el bouye, elaborado con los frutos del baobab; el vino de palma, especialidad de la región de la Casamance, extraído de la cima de las palmeras.

Me gustan los momentos de las comidas. Los comensales se descalzan en señal de respeto y se sientan en el suelo, alrededor de un único plato, cogiendo la comida con la mano derecha; la anfitriona desmenuza y reparte las verduras, la carne o el pescado. La comida en si misma dura el tiempo que se invierte en saciar el apetito. Agradezco la sencillez, nada de oropeles, parafernalias de cubertería, vajilla y mantelitos de aburridos cuadros. Rápidamente se recogen los cacharros. Después vendrá la sobremesa, dejando pasar el tiempo en animada charla, en silencio, o mirando el televisor, tomando un té tras otro. Las puertas de las casas están normalmente abiertas, por lo que no es extraño que se vayan llenando de amigos, vecinos, parientes, que son una buena excusa para preparar otro té, parsimoniosamente y seguir charlando.

Fue durante esas sobremesas cuando escuchamos los primeros relatos animistas. Oímos hablar de los rap, genios que habitan en las oquedades de los baobabs. Uno de ellos, el rap de Gorée, para preservar la memoria de los esclavos, no permite construir un puente entre Dakar y Gorée. Han acudido ingenieros franceses, japoneses y cuando la construcción ha avanzado hasta la mitad, el genio la destruye, el puente cae. Nos hablaron de amuletos y pociones mágicas utilizadas cotidianamente; para evitar el mal de ojo, enamorar, hacerse invisible al enemigo o protegerse de enfermedades. Hay muchos quehaceres encaminados a captar las fuerzas vitales desplegadas por el universo, para lograr seguridad y mejorar la vida de los individuos y del grupo, lo que determina enormemente la vida cotidiana. A los antepasados nunca se les ignora y se les atiende continuamente. Por ejemplo, antes de beber, se vierte un chorro en el suelo, para saciar su sed.

Prácticamente todos los senegaleses, incluso desde recién nacidos, llevan consigo uno o más amuletos, gri-gris, en el cuello, muñecas, cintura y tobillos.

El animismo omnipresente y el Islam conviven integrados. Pese a ser un país laico, el noventa por ciento de la población es musulmana, según dicen las estadísticas. El Islam se vive de una forma relajada y tolerante. En el vestir, en las relaciones, en cualquier aspecto de la sociedad que se analice se respira esta actitud. Distintas religiones, al igual que distintas etnias, conviven en armonía y de forma pacífica. A las fiestas cristianas se suman también los musulmanes, y viceversa. Entre vecinos y parientes se intercambian comida y regalos. Celebran la Korité, fiesta que festeja el fin del Ramadan; la Navidad; la Tabaski, fiesta del cordero, que conmemora el sacrificio de Abraham; el año nuevo; el Pentecostés; la Pascual; el Magal, fiesta de la cofradía de los mouridies, que rememora el retorno de Amadou Bamba del exilio.

Con esa convivencia cordial y el equilibrio entre miembros y generaciones es más difícil vivir con angustia o soledad. El contacto se produce de una manera cálida, espontánea. No parece que haya gente demasiado deprimida ni con tantas enfermedades mentales como hay en los países llamados desarrollados. Hay poco ‘locos’ y los que hay van y vienen por la calle, con sus discursos, sus silencios o sus aspavientos y nadie los aparta ni a nadie parecen molestar; más bien al contrario, reciben la ayuda de algún musulmán, al ser la limosna un acto al que obliga el Corán.

Un mundo en miniatura

El azar nos llevó a N’gor, una isla a veinte minutos en piragua desde Dakar. Y allí permanecimos. Primero una semana, poco tiempo después, un mes. N’gor es un mundo en miniatura. Una isla extraña, convertida en laberinto por los muros que protegen cada casa o cabaña del viento. Una isla sin asfaltar, sin coches. Con alguna pequeña tienda donde abastecerse de comida o tabaco y algún restaurante y hotel.

La experiencia en esta isla fue la más bonita del viaje. Vivíamos en una casa sin agua, sin electricidad, con un colchón en el suelo, unos pocos enseres para cocinar, y no echaba nada de menos. La jornada consistía en conseguir unos pocos litros de agua para la higiene personal y limpieza del hogar. Hacer la compra para el desayuno y la comida. Aprendí a hacerlo como ellos; sólo se compra lo que se va a consumir en el momento; dos terrones de azúcar por persona, una bolsita de té, un par de cigarrillos, un trozo de mantequilla, una barra de pan, quizá una vela y cerillas. Después dejaba pasar el tiempo en el acantilado, en la playa, o degustaba una Gazalle, la cerveza nacional, mientras contemplaba el imparable trasiego de piraguas que desembarcaban todo tipo de personajes y objetos; intentaba descifrar qué ocurría en esa isla mínima habitada por pescadores, turistas, vendedores ambulantes, militares, artistas y sobre todo, los inevitables bay-fall.

Fue con estos últimos con los que pasamos algunas tardes aprendiendo canciones senegalesas, algo de artesanía local y a tocar percusiones, djembes. Al atardecer buscaban unas pocas ramas para encender el fuego; el fuego para hacer el té; el té para conversar; las palabras para mirarse a los ojos a pesar de la oscuridad. Estos muchachos austeros y pacíficos están dispuestos en cualquier momento a exponer risueñamente su visión mística del mundo, los fundamentos de su fe, su concepto del Universo o su devoción incondicional por Amadou Bamba. Pasábamos las veladas oyéndoles narrar la vida de este hombre sabio, las toneladas de libros que escribió; los inconvenientes de dejar los zapatos boca abajo, o de que las mujeres toquen ciertos gri-gris; a hablar de los genios malignos que salen al atardecer; de los vientos peligrosos que pueden paralizar a las personas; de la necesidad de verter agua fría en el umbral de la puerta para evitar algún conjuro enemigo; o argumentar la existencia de Dios comparándolo con el viento: no se le ve y sin embargo está en todas partes.

Fuimos, de todos modos

De vuelta a Dakar acompañamos a un amigo senegalés a la Embajada de España con la intención de facilitarle, mediante carta de invitación, la obtención de un visado para España. Un funcionario estresado, malhumorado y desagradable nos contestó contundentemente que era imposible. No se conceden visados a hombres jóvenes: “Ya se sabe, querrán quedarse y eso es un problema”. Con la misma contundencia nos contestó cuando le hablamos de nuestra intención de viajar a la región de la Casamance: “Vosotras no vais a la Casamance”.

Pero fuimos a la Casamance. Sabíamos que si nos prohibía viajar a esta región se debía a que es desde hace muchos años una zona en conflicto. Desde 1982 se lucha por la independencia desde el Movimiento de las Fuerzas Democráticas de Casamance (MFDC). Esta región, llamada el granero de Senegal, la más rica del país, vive militarizada y sufre permanentes incursiones del ejército.

Viajando hacia esta región, al Sur del país, el paisaje cambia; una exuberante vegetación que deshace la monotonía del paisaje del Norte. Atravesamos Gambia, un país diminuto incrustado en Senegal, para llegar hasta Ziguinchor, la capital, y después un poco más al Sur, hacia Kafountine.

Kafountine es un pueblo de pescadores, con playas de arenas finas, blancas, aguas templadas, habitada mayoritariamente por gentes de la etnia diola, como toda esta región, que por cierto, vivió mejores tiempos gracias al turismo que acogió Senegal antes de la guerrilla. El conflicto que no cesa a pesar de numerosas conversaciones, acuerdos y pactos, ha hundido esa forma de ingresos. Se ven muy pocos turistas ahora. En cualquier guía, folleto o libro se advierte de los peligros de viajar a este lugar. Nuestra experiencia en este sentido fue únicamente la de soportar incontables controles militares a lo largo del viaje y una semana de total tranquilidad en Kafountine. Sin embargo, supimos a la vuelta que en ese tiempo habían matado a dos civiles.

Entre un viaje y otro, con un libro de francés-wolof, continuo el aprendizaje por mi cuenta. La gramática me resulta un poco complicada, por lo que aprendí verbos, frases cortas y palabras diversas que me parecían útiles. Y lo fueron. Tuve ocasión de recibir más sonrisas, de comunicarme con quien no sabía francés, de provocar su risa con mi entonación, de regatear con cierta soltura, de hacer la compra cotidiana, incluso pude desembarazarme de pesados.

Dejo para el final la música. La música empapa absolutamente toda la vida. Se oye en cualquier lugar el sonido de los djembes llenando el aire. Pueden verse niños de dos o tres años por las calles ensayando ritmos con latas vacías. Grupos de hombres reunidos con sus instrumentos en las plazas, en las playas. Y la pasión por el baile. Es la danza más conmovedora, fascinante y sensual que haya visto. Cualquier motivo es una buena disculpa para comenzar a danzar y a tocar. Coincidió nuestra estancia con las elecciones presidenciales de 2000 y fui testigo de cómo esa disposición a festejar podía convertir un mitin político en una auténtica fiesta. En pleno discurso se oyen las percusiones y espontáneamente los asistentes comienzan a bailar. Normalmente los hombres tocan y las mujeres bailan. No son los hombres los que guían el baile con su música, sino que son las mujeres quienes con sus movimientos determinan el ritmo de las percusiones. He citado únicamente el djembe, pero hay muchos otros instrumentos, el tama, el sabar, el djum-djum, la cora, el balafón.

Estrechamente ligados a la música están los griots. Son músicos ambulantes que pese a estar en la escala social más baja son altamente respetados y considerados. Ellos son los portadores de la historia oral, genealogistas, moralistas, guardianes de la tradición, cantores, instrumentistas. Temidos por su afilada lengua y mordacidad, ya que sus canciones pueden hundir o ensalzar a un personaje.

Hay muchos músicos senegaleses conocidos internacionalmente. Entre mis favoritos están Ismael Lô, Baaba Maal, Yousou Ndour, Freres Guissé, Touré Kounda, Cheikh Lô, Daara Ji. Aprovecho para citar también algunos nombres de escritores y escritoras, Birago Diop, Ken Bugul, Mariama Ba, Mameseck Mbacke, Nafissatou Nang Diallo, Boubakar Boris Diop, Aminata Sow Fall y Leopold Shengor, poeta, presidente de Senegal desde la independencia en 1960 hasta 1980. Recomiendo un par de libros de autores no senegaleses pero que ayudan a entender mejor Africa: “El bebedor de vino de palma”, de Amos Tutuola y “El fuego de los orígenes”, de Emmanuel Dongola.

No he querido detenerme en narrar que alguna vez nos engañaron, que las cosas eran más caras para nosotras, que hubo gente que se acercó a nosotras de forma no desinteresada, que tuvimos algún encuentro con la policía no demasiado agradable; esto no es decir nada nuevo. No imagino ningún lugar del planeta donde esto no ocurra, ni conozco ningún turista o viajero que no haya sufrido un percance similar.

Lo mismo puedo decir de las escenas de pobreza, enfermedad, de barrios de chabolas, suciedad, mendigos, niños andrajosos. Cualquiera que mire la TV, aunque sea de reojo, podría describirlo mejor que yo. No conviene alimentar más los tópicos. Ya crecen y engordan con el empujón de los medios de comunicación de masas.

Dice un proverbio: “En Africa, cuando muere un anciano, es como si desapareciera una biblioteca”. Al ser fundamental una cultura oral, las historias se cuentan para ser recordadas y se recuerdan porque son contadas. A la inversa que aquí, que como todo está escrito no hace falta recordarlo. Si no hace falta recordarlo, lo olvidamos.

Como dicen en Senegal al acabar un cuento, así sucedió y así lo he contado.

La fuente: La autora es, y lo evidencia su relato, una mujer extremadamente lúcida y sensible. No es periodista ni escritora, pero merecería serlo, para bien de quienes gozan de la buena lectura. Amiga a la distancia de quienes hacemos El Corresponsal, ha aceptado nuestra sugerencia de publicar este relato, sabroso y profundo.

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