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domingo, mayo 19, 2024

Viajeras y exploradoras de África

SociedadViajeras y exploradoras de África

Viajeras y exploradoras de África A mediados del siglo XlX el continente africano no era territorio exclusivo de los grandes exploradores británicos y entre la lista de viajeros que se aventuraron por el interior de África figuran también -aunque la historia las haya olvidado- intrépidas mujeres que realizaron importantes estudios pioneros en los campos de la antropología y de la etnografía.

Por Cristina Morató

Un rinoceronte a sus pies.

Lord George Curzon, presidente de la Royal Geographical Society de Londres, proclamó en 1913 acerca de las mujeres exploradoras: “Su sexo y su formación las hacen ineptas para la exploración, y este tipo de trotamundos femeninos al que América recientemente nos ha acostumbrado es uno de los mayores horrores de ese fin del siglo XlX”. La insigne institución fue fundada en 1831, pero tuvieron que pasar más de cincuenta años hasta que una mujer fuera admitida. La primera en conseguir tal honor fue Isabella Bird en 1892, un año en que la sociedad se mostró generosa hacia las exploradoras y quince mujeres engrosaron sus filas. La oposición entre los miembros más veteranos fue entonces tan feroz que volvieron a cerrar sus puertas hasta 1913, cuando se admitió a regañadientes a otras exploradoras.

En 1800 el interior de Africa era aún una “terra incógnita” y muy pocos europeos se aventuraban a viajar por aquellas remotas regiones pobladas de “bestias feroces, caníbales y una naturaleza indómita”. En menos de un siglo los exploradores catalogaron la fauna y la flora, cartografiaron los últimos espacios en blanco y se desveló el misterio de sus zonas centrales. Junto a los héroes del momento como David Livingstone o Henry Stanley, un puñado de valientes damas llevadas por la fe, el afán de aventura o el interés científico recorrieron estas inhóspitas tierras donde nunca antes habían visto a una mujer blanca. Algunas de ellas realizaron estudios de campo pioneros entre las tribus más primitivas -como los pigmeos del Congo y los bosquimanos del Kalahari (Botswana)-,exploraron tierras ignotas y capturaron ejemplares de la fauna africana para los museos de Historia Natural más importantes del mundo.

Eran damas, en su mayoría británicas, que hasta en las más remotas selvas mantenían sus más arraigadas costumbres: se vestían formalmente para cenar y tomaban el té en sus finas tazas de porcelana china. Decoraban sus rústicas casas africanas con muebles, alfombras y antigüedades llevados en pesados baúles desde Inglaterra. Algunas tampoco renunciaron a su delicada vajilla, cristalería de Bohemia, cubertería de plata y bañera plegable de lona para darse un buen baño de agua caliente en medio de la sabana. Pero estas pioneras un tanto excéntricas también sabían cabalgar, llevar una granja, cazar con arco, disparar un fusil, organizar un safari o una caravana con más de cien porteadores. Las viajeras Mary Kingsley, Florence Baker o Alexine Tinné dejaron atrás una cómoda, aunque aburrida vida en Europa, para enfrentarse a la mayor de las aventuras. Decidieron, como estaba de moda entonces, desentrañar los últimos misterios del gran continente aunque eso significara una muerte casi segura. Por lo general solas, sin escolta y sin el respaldo de una prestigiosa sociedad geográfica, con sus hazañas consiguieron emular a los más grandes mitos masculinos de la exploración.

La reina de África

La exploradora y científica Mary Henrietta Kingsley brilló por encima de todos, aunque su labor nunca fuera reconocida por la Royal Geographical Society. Esta indómita inglesa nació en Londres en 1862, el mismo año en que John H. Speke contemplaba por primera vez las míticas fuentes del Nilo Blanco en el corazón de la actual Uganda y confirmaba el origen del gran río africano en el lago Victoria. Mary creció en la época de las grandes exploraciones geográficas; fue su padre -médico y viajero- quien le transmitió el gusto por los horizontes lejanos y las culturas exóticas. Hasta los 30 años la exploradora no conoció más mundo que las cuatro paredes de su casa y cuando en 1892 sus padres murieron, decidió continuar con los estudios etnográficos paternos y recorrer toda la costa del África occidental, desde el Senegal hasta Angola, a bordo de navíos. La región que más le interesó fue el actual Gabón, donde en 1895 pasó una larga temporada estudiando las costumbres de los fang, una etnia que aún practicaba el canibalismo en sus rituales. Mary, pionera en las investigaciones etnológicas en el continente negro, fue la responsable de los estudios de campo más importantes en aquella región, en unos tiempos en los que la antropología era una disciplina nueva.

A diferencia de otras exploradoras decimonónicas, la señorita Kingsley viajaba sola y ligera de equipaje, sólo contrataba porteadores si era imprescindible, cruzaba los pantanos a nado, aprendió a maniobrar una piragua, durmió al raso y comía la “cocina selvática”. Los únicos caprichos que se permitía fueron un cepillo de dientes, una almohada y grandes cantidades de té que la ayudaban a soportar las duras jornadas. Nunca renunciaría a su aparatosa indumentaria victoriana por muy incómoda que pudiera resultar en las selvas tropicales. En una de sus más famosas fotografías de estudio tomada en Londres en 1896 antes del segundo viaje al continente negro, la señorita Kingsley luce un encorsetado vestido negro largo hasta los tobillos, botines y en la cabeza un original tocado de florecillas y alambres de cuentas. Con su inseparable sombrilla, la intrépida viajera recorrió países como Nigeria, Gabón y el antiguo Zaire estudiando a las tribus más desconocidas, navegó en piragua los grandes ríos del interior del continente y exploró a fondo la vida en los manglares recolectando insectos y peces. Nada hacía imaginar que tras esta solterona de aspecto un tanto cursi se escondiera una indómita dama que tomaba el té en compañía de los caníbales y se enfrentaba a las fieras a golpe de sombrilla, aunque bajo sus enaguas siempre escondiera un cuchillo.

Mary Kingsley no fue sólo una gran exploradora sino la viajera más comprometida de su época. En sus multitudinarias conferencias venció la timidez para denunciar el racismo imperante en su tiempo, la labor de los misioneros “más empeñados en vaciar las mentes de los indígenas que de entender sus propias creencias” y la política colonial británica incapaz a sus ojos de respetar la compleja y rica cultura africana. A los que por entonces aún creían en la supremacía de la raza blanca la viajera les decía, siempre con su particular estilo: “Un negro no es un blanco subdesarrollado de la misma manera que un conejo no es una liebre sin desarrollar”. Ella misma tendría que enfrentarse a los prejuicios de una época donde una mujer que viajara sola por el mundo era tachada de “antifemenina y antinatural”. Mary ignoró las críticas y tras media vida de ostracismo encerrada en su casa londinense, dedicó los siguientes ocho años de libertad a explorar regiones ignotas y convertirse en una respetada científica y especialista en las culturas africanas.

Hubo otras viajeras que al igual que Mary Kingsley recorrieron el corazón del África más desconocida y peligrosa. Entre ellas destaca Florence Baker, la esposa del explorador Samuel Baker, que compartió con él uno de los viajes más penosos en la época de las grandes exploraciones en busca del nacimiento del Nilo Blanco. La vida de la húngara Florence von Sass -como era su verdadero nombre- parece sacada de una novela de aventuras. Esta hermosa muchacha contaba diecisiete años cuando estuvo a punto de ser vendida en una subasta de esclavos en una población de la actual Bulgaria. El destino quiso que un acaudalado viudo escocés, Samuel Baker, pasará por allí y se decidiera a comprarla para salvarla de un horrible destino en algún remoto harén turco. Samuel fue el primer explorador en viajar en compañía de su mujer -entonces aún su amante- al corazón del tenebroso continente africano.

La esposa del explorador

Florence acompañó al hombre que pagó siete libras por ella en sus dos grandes expediciones africanas. En el primer viaje que compartieron entre 1861 y 1865 descubrieron el lago Alberto, una de las fuentes del Nilo Blanco, y las cataratas Murchinson, en Uganda. Para Florence fue su auténtico bautismo de fuego y el viaje más terrible que nunca hubiera podido imaginar. A lo largo de la travesía la muchacha se enfrentó con extraordinaria entereza a motines, falta de comida y medicamentos, nativos hostiles, reyes sanguinarios y un clima malsano. Cómo esta muchacha de aspecto elegante y delicado que nunca antes había viajado a Africa, consiguió sobrevivir a todos estos peligros y adaptarse a una vida nómada y salvaje resulta aún tan misterioso como su pasado.

Samuel Baker, a diferencia de otros exploradores, como Iradier o Livingstone, siempre alabó el coraje de su esposa. La muchacha de largos cabellos rubios y ojos claros, que no dudó en cambiar sus vestidos y corsés por cómodos pantalones y polainas, que aprendió a disparar y a montar a caballo para seguir a su compañero, fue además la verdadera heroína de sus libros de aventuras. Sólo con el paso del tiempo se reconocería el importante papel que Florence desempeñó en los descubrimientos de su célebre marido, un explorador atípico a quien no le importó llevar a su entonces amante adolescente al Africa central.

En busca de las fuentes del Nilo también partió en 1860 desde La Haya una singular expedición formada por tres ricas damas holandesas, Alexine Tinné, su madre -la baronesa Harriett- y su tía soltera Addy. Con grandes dificultades llegaron hasta la remota Gondokoro, en Sudán, donde el Nilo deja de ser navegable y hay que continuar a pie. Pero las viajeras no consiguieron allí reclutar a los porteadores necesarios para continuar rumbo a la región de los grandes lagos. Los nativos no se fiaban de unas mujeres blancas porque las creían incapaces de liderar una caravana de tal envergadura. Fue la suya una de las expediciones más trágicas de la historia. En el viaje de regreso a Khartum la madre de la exploradora y su tía murieron víctimas de las fiebres. Unos años más tarde la misma Alexine sería asesinada en el Sáhara por un grupo de tuaregs. En Juba, al sur de Sudán, un obelisco recuerda los nombres de los grandes exploradores que en el XlX participaron en la búsqueda de las fuentes del gran río africano. A Alexine le hubiera gustado saber que su nombre se encuentra junto al de sus admirados Speke y Grant. Había conseguido al fin su sueño de entrar a formar parte de aquel reducido y selecto grupo de hombres audaces que dieron su vida, como ella, por rellenar los espacios en blanco del misterioso continente africano. Fue justamente la madre de Alexine Tinné, Harriet, a quien le debemos la primera descripción de Florence Baker cuando ésta llegó a Khartum en junio de 1862: “Ha llegado a la ciudad un famoso matrimonio inglés, Samuel y Florence Baker, al parecer van a remontar el Nilo en busca del explorador Speke. Han estado en Etiopía juntos y se dice que ella mató un elefante para salvarle la vida. Florence viste pantalón, polainas, cinturón y una blusa, y adondequiera que vaya su marido ella lo acompaña”.

Memorias de África

A principios del siglo pasado, en la entonces conocida como Africa oriental británica -la actual Kenya- otras audaces mujeres y dignas herederas de las intrépidas victorianas llegaron a este continente atraídas por su naturaleza salvaje y afán de aventura. En aquella Kenya colonial de aristócratas aventureros, solitarios cazadores blancos y rudos granjeros mujeres como la escritora danesa Karen Blixen no pasarían inadvertidas. “Llegué al Protectorado del Africa oriental británica antes de la Primera Guerra Mundial, cuando aún se podía decir que las Tierras Altas eran un feliz coto de caza y cuando los pioneros blancos vivían en confiada armonía con los hijos del país. La mayoría de los emigrantes había llegado al Africa y permanecido allá porque la vida en aquel lugar les gustaba más que en su país de origen, porque preferían ir a caballo a ir en coche, y hacer una hoguera a encender la calefacción. Querían, como yo, dejar sus huesos en tierra africana.” La célebre autora Karen Blixen escribió estas palabras cuando ya vivía en Dinamarca y los recuerdos de sus 17 años al frente de una plantación de café en Kenya los había transformado en un libro inolvidable, Out of Africa (Lejos de Africa). En 1931, enferma y arruinada, se vio obligada a abandonar su hermosa casa al pie de las colinas de Ngong. A pesar de que su vida real no fue tan idílica como la plasmó en su obra, hasta el día de su muerte, en 1962, llevó el recuerdo de África en su corazón: “Tengo la sensación de que en el futuro, me encuentre donde me encuentre, me preguntaré siempre si estará lloviendo en Ngong”, le confesaría en una carta a su madre. Cuando se estrenó la película Memorias de Africa, inspirada en su vida, Karen Blixen -o Isak Dinesen, su seudónimo literario- se convirtió en una leyenda.

En 1924, una norteamericana llamada Delia Akeley, al igual que Karen Blixen enamorada de África, se empeñó en cruzar sola el continente africano de costa a costa sin ayuda de guías, cazadores blancos o especialistas en safaris. La noticia que ella misma anunció en Manhattan causó una gran expectación y fue tomada a broma por los exploradores más veteranos. La prensa escrita le dedicó grandes titulares explotando hasta la saciedad la historia de la elegante dama que en su plena madurez emprendía un peligroso viaje al África más salvaje. Delia tenía entonces casi cincuenta años y en una fotografía publicada en la portada de un periódico antes de su partida de los EEUU, se veía a una atractiva y refinada mujer de pelo blanco -recogido en un delicado moño- piel muy pálida y ojos de un intenso color azul, luciendo unas antiparras en la nariz. El Museo de Artes y Ciencias de Brooklyn le había encargado capturar ejemplares de la fauna africana para su colección y realizar estudios antropológicos de las tribus locales. Era la primera vez que una institución científica financiaba una expedición liderada por una mujer. La señora Akeley, que más parecía una institutriz que una exploradora, a estas alturas de su vida era ya una curtida exploradora y había participado en importantes expediciones científicas africanas.

Si Delia Akeley se enfrentaba ahora sola a este temerario reto era porque añoraba la aventura de los safaris y además necesitaba dinero. Durante 21 años fue la esposa a la sombra del famoso científico y explorador Carl Akeley, director del Museo de Historia Natural de Nueva York y toda una institución en Estados Unidos. Juntos viajaron en dos ocasiones al África central -en 1905 y 1909- y algunos de los elefantes más imponentes que hoy el público puede admirar en la gran sala africana de este museo de Nueva York los cazó la propia Delia. Se divorciaron en 1923 y ahora en el ecuador de su vida la exploradora quería retomar sus investigaciones sobre los pueblos primitivos y convivir en la selva con los pigmeos. Sabía que una mujer sola era mejor recibida que un hombre entre las tribus africanas porque no representaba para los nativos ningún peligro: “Desde mi primera experiencia con las tribus primitivas del África central, hace ya 22 años, he tenido la firme convicción de que si una mujer se aventurara sola, sin escolta armada y viviera en los poblados, podría hacer amistad con las mujeres y conseguir información muy valiosa y auténtica sobre sus costumbres tribales”. Le esperaban por delante once duros meses de travesía partiendo desde la costa oriental africana, atravesando Kenya, Uganda, el Congo belga (Zaire) y llegando finalmente a Boma, en la costa atlántica. El famoso explorador David Livingstone había realizado el mismo viaje en 1854 en dirección contraria, desde Luanda, en Angola, había alcanzado Quelimane, en el océano Indico. En esta ardua travesía, que lo convirtió en una leyenda, tuvo que enfrentarse al hambre, las enfermedades y el continuo acoso de los nativos. Delia Akeley repetiría la hazaña y demostraría al mundo que una mujer podía atravesar el continente negro armada únicamente de mucho valor y la voluntad de entender a los africanos.

Españolas en Africa “A la larga lista de exploradoras británicas habría que añadir los nombres de dos españolas también olvidadas por la historia. La extremeña Juana María de los Dolores de León (1798-1872), casada con el veterano militar inglés sir Harry Smith, vivió doce años en la antigua colonia de El Cabo, en la actual Sudáfrica, a donde fue trasladado su esposo en calidad de gobernador. El recuerdo de esta singular dama española de rompe y rasga permanece vivo en el África más austral, donde una ciudad de la región del Natal lleva su nombre, Ladysmith, y en su museo se conservan los pendientes, la peineta y la mantilla que solía lucir en las recepciones oficiales.

Otra notable mujer fue Isabel de Urquiola (1854-1911), nacida en Vitoria y que con apenas 17 años acompañó a su esposo, el famoso explorador Manuel Iradier, en su penoso viaje de 1875 a la actual Guinea Ecuatorial. Isabel, en compañía de su hermana Juliana, vivió en el islote de Elobey Chico, en la desembocadura del río Muni, mientras Iradier realizaba sus investigaciones. Durante su estancia en la isla dio a luz a una niña que murió a los pocos meses víctima de la malaria y que fue enterrada en Fernando Poo (actual Bioko). Isabel nunca se recuperaría y siempre culparía a su esposo de haberla llevado a aquella región insalubre donde ella misma a punto estuvo de perder la vida.

Ocho años después de que Karen Blixen descubriera desde el tren las interminables llanuras de Athi pobladas por miles de animales salvajes, Osa Johnson llegaba a Nairobi junto a su esposo Martín con el encargo de realizar un documental sobre las especies más amenazadas por la caza mayor. Por entonces esta muchacha risueña y de pequeña estatura nacida en Kansas (EEUU) ya era una aclamada estrella de Hollywood. Cuando el 21 de julio de 1918 se estrenó en Nueva York su primera película rodada en los Mares del Sur donde aparecía sonriente, vestida con un pareo y rodeada de fieros caníbales desnudos, causó una revolución.

Martín Johnson acababa de encontrar un auténtico filón cinematográfico. Osa se convirtió, gracias al talento del gran cineasta, en una heroína de carne y hueso para el público de Estados Unidos. Su feminidad, la naturalidad que mostraba ante las cámaras, su fotogenia y extraordinario coraje hicieron que miles de mujeres americanas la consideraran un ídolo y soñaran con parecerse a ella. Era la chica rubia en el corazón del mundo salvaje, ‘La bella y la bestia’, un cliché que el cine de Hollywood explotaría hasta la saciedad años más tarde en películas como King Kong o Tarzán. Pero el valor y la tenacidad de esta joven convertida en la más glamorosa de las exploradoras no eran ficción. En todas sus expediciones africanas Osa Johnson, armada con su rifle, era la encargada de cubrir las espaldas a Martín mientras filmaba los leones o los peligrosos rinocerontes. Cuando se quedaron a vivir cuatro años en su refugio de lago Paraíso, situado en la cima de la montaña Marsabit, al norte de Kenya, esta nieta de pioneros del Lejano Oeste americano creó en medio del desierto un campamento con un confort desconocido hasta el momento en una expedición. Osa salía a cazar a diario para alimentar a sus porteadores, cuidaba las huertas, hacía pan en un horno de barro, preparaba deliciosos menús y supervisaba hasta el más mínimo detalle.

Nadie como Martín, siempre con la ayuda de Osa, supo retratar la belleza y la fuerza de este misterioso continente. Fueron los pioneros del documental y aún hoy sus imágenes en blanco y negro emocionan porque nos muestran un mundo que ya ha desaparecido. “África el día de la Creación”, diría Osa Johnson extasiada la primera vez que pisó Kenya en 1921 y pudo contemplar las manadas de cebras, antílopes, jirafas y elefantes desfilar ante sus ojos. El matrimonio Johnson dedicó toda su vida a retener la grandeza de una naturaleza amenazada por años de caza incontrolada. Hoy nos quedan sus documentales y fotografías como testimonio de aquella época dorada cuando África era el Jardín del Edén y donde un puñado de aventureras románticas encontraron su razón de existir.

La fuente: La autora es periodista y fotógrafa, autora de varios libros, entre ellos, “Las reinas de África”, “Viajeras intrépidas y aventureras” y “Las damas de Oriente: grandes viajeras por los países árabes”. El artículo que se reproduce fue publicado previamente por la revista El Legado Andalusí.

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