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martes, mayo 14, 2024

Tomando el té con un talibán

PolíticaTomando el té con un talibán

Tomando el té con un talibán

Ni detenidos, ni exiliados ni escondidos. En su antiguo bastión de Kandahar, los talibanes están por todos lados. A pesar de que miles de combatientes cambiaron de jefe ni bien se anunció la derrota, todavía algunos creen que estaban mejor con el antiguo régimen y que la guerra santa se retomará, tarde o temprano.

Por Luc Chartrand

Refugiados afganos.

Se creía a los talibanes detenidos, exiliados u ocultos en las grutas. Sin embargo, ni bien llegamos a Kandahar, en Afghanistán, ¡Nangialai, un joven talibán de 25 años, nos servía el té!

En esta ciudad que era su feudo, los talibanes están por todos lados. Algunos conducen taxis o buscan trabajo. Otros se integraron al ejército del nuevo gobierno o a la milicia del nuevo gobernador local. Ni bien se confirmó su derrota, miles de combatientes cambiaron de jefe. Nangialai estaba entre ellos.

“A la caída de Kandahar, mis amigos me pidieron que me reuniera con ellos en el ejército del nuevo gobernador. Al principio, me negué, pero ellos insistieron y, como somos amigos, me dije que era la oportunidad de estar juntos.”

Entre el gobierno central, en Kabul, y las provincias, donde los talibanes estaban muy firmes, hay todavía disputas por el lugar que ellos deberán ocupar en el nuevo régimen. “Hay muchos que son demócratas o personalidades nacionales -dice el gobernador de Kandahar, Gul Agha-. No son todos terroristas”.

Hace seis años, Nangialai se presentó como voluntario para luchar con los talibanes. En el momento de la derrota de los suyos, comandaba a 25 hombres. Al ponerse bajo las órdenes de Gul Agha, pudo conservar su trabajo, y también sus bienes más preciados: una pistola, un fusil de asalto y una ametralladora… ¡Este invierno se le asignó la protección de los periodistas de Radio-Canada!

Nangialai no renegó de nada…

“Los talibanes eran buenos. Ellos sirvieron al país. Todo estaba prohibido, como el haschisch. La seguridad estaba garantizada. Desde su partida, las cosas se fueron degradando. Ayer a la tarde, fueron arrojadas granadas contra el hospital. No hay más seguridad.”

Es difícil imaginar que Kandahar, una ciudad pueblerina pero que, con sus 250.000 habitantes, es considerada como la segunda ciudad de Afganistán, haya sido el epicentro de una crisis mundial.

En realidad, el mundo les podría haber hecho poco caso a los talibanes si ellos no le hubieran dado asilo a Osama ben Laden y a otros integrantes de la red Al-Qaeda. Inclusive ellos no dejaron muchos recuerdos en los espíritus de Kandahar. La mayoría vivía en las afueras y venía muy poco a la ciudad.

Nangialai, que no sabe leer, piensa que Osama ben Laden no tiene nada que ver con los atentados del World Trade Center y que son los mismos norteamericanos los que orquestaron esta hecatombe, para tener un pretexto para invadir su país.

Se exagera mucho la importancia “estratégica” de Afganistán. Es de hecho la falta de interés propio lo que propone un problema: no hay riquezas naturales, ninguna salida al mar… los frutos de la conquista no valen la inversión. Resultado, el país siempre quedó como un lugar de tránsito, crónicamente inestable, en manos de tribus insubordinadas que practican la venganza y que, a menudo, aceptan luchar en provecho de un vecino que paga bien.

Con el ejército nortemericano que acampa a la salida de la ciudad, es poco probable que Kandahar vuelva a ser el feudo del islamismo internacional. Pero para la liberalización, será necesario tener paciencia…

Si bien la televisión nos mostró a afganas que se quitaban los velos públicamente durante la toma de Kabul por las tropas de la Alianza del Norte el 13 de noviembre último, es en vano buscar hoy una sola mujer con el rostro descubierto en las calles de Kandahar. En la mayor parte del día, la calle pertenece a los hombres. Las mujeres no salen más que a ciertas horas, cuando no están ocupadas por las tareas domésticas. Y, aun cubiertas de la cabeza a los pies, se apartan cuando pasa un extranjero.

A diferencia de Kabul, la capital instruida y relativamente occidentalizada, Kandahar permaneció conservadora, pura y rígida… “¡Atrasada!”, describe, menos diplomáticamente, Lailoma Daoud Barak, una joven mujer tan emancipada como puede serlo aquí a los 20 años, ¡pero que nunca saldría sin su burka!

El sur de Afganistán, país de los pashtúnes, donde se encuentra Kandahar, obedece a un islam primitivo, que evolucionó muy poco, y la burka tiene más que ver con la tradición que con los decretos de los talibanes. “No se puede obtener la liberación tan repentinamente -dice Lailoma Daoud Barak-. Si las mayores decidieran sacarse sus burkas, entonces nosotras lo haríamos también”.

En el salón familiar, una video pasa por enésima vez una película de James Bond con sus chicas escotadas. Aun bajo el antiguo régimen, había alguna licencia detrás de los muros. Como en muchas casas, en la de Daoud Barak se miraban películas (no había ninguna emisión local y las antenas estaban muy ocultas) escondiéndose en el sótano, mientras la madre vigilaba, arriba, para dar el alerta en caso de visita de la policía religiosa -que nunca vino-, aclaran.

Los talibanes dejaron tras ellos una ciudad casi medieval, en la que los signos de modernidad se limitan a los vehículos motorizados y a los kalachnikov. Algunos meses después de la caída del régimen, se puede todavía describir a Kandahar enumerando lo que no hay: un diario, semáforos, árboles, una oficina de turismo, números en las puertas, bancos, bares, anteojos…

Un día, distingo en la calle a un hombre que lleva anteojos (¡el primero!). Me acerco… Sabe inglés y comenzamos a hablar. Pero mi presencia produce un efecto magnético en la gente. Luego de dos minutos, 50 hombres se amontonan alrededor de nosotros y todos quieren hablar al mismo tiempo. Algunos tiran de mi remera, otros se acercan por atrás para tocarme y empujarme suavemente en la espalda y se van riéndose, mientras que un tipo golpea mi billetera en el bolsillo de atrás de mi jean. Se volvió imposible hablar. Y como la muchedumbre está por tomar un rumbo inquietante, decido alejarme.

Por su sola presencia, una colega provocó una verdadera desgracia. La vista de una occidental, aun sobriamente vestida, los cabellos cubiertos con un pañuelo, crea una conmoción. Es día de fiesta y mucha gente tiene su máquina de fotos. Cuando ella intentó atravesar una gran plaza, en el centro de la ciudad, decenas de fotógrafos amateurs se precipitaron delante de ella y la ametrallaron a fotos mientras retrocedían. Uno de ellos, en el nerviosismo, agarró el aparato al revés ¡y se disparó el flash en los ojos!

Filmar en las calles es todo un desafío. La sola presencia de guardias armados permite librarse de la muchedumbre en el momento de las tomas. ¡Bang! Un golpe a una bicicleta de un muchacho lo hace largarse. A menudo, hay que calmar el entusiasmo de los guardias, que no tienen nuestro espíritu a la hora de hacerse obedecer. A veces, aparecen policías que dispersan a la gente a bastonazos antes de dirigirse a nosotros para que le paguemos.

Con los talibanes, la policía religiosa golpeaba alegremente con un látigo a los paseantes para obligarlos a orar. La sumisión frente a la expresión brutal de la autoridad es uno de los comportamientos más sorprendentes que se ven en el país. La ciudad es hoy atravesada por camionetas en las que se observan soldados que enarbolan la bandera verde, negra y roja del nuevo régimen. Policía, gente armada y guardias de toda clase se pasean con kalachnikov en bandolera. Se oye tirar casi todo el tiempo y todas las noches, y la seguridad se volvió una de las primeras causas de preocupación -todo el mundo acepta que los talibanes habían logrado reprimir eficazmente la criminalidad.

A la caída de la noche, los faros de nuestro jeep revisan las calles sin iluminación y completamente desiertas. En una intersección, brilla un pequeño fuego. Soldados con turbante establecieron allí un puesto de control. Después del toque de queda a las diez de la noche, los centinelas, que sienten el haschisch, paran todos los vehículos. Apuntan sus armas y sus ojos interrogan a los ocupantes de los autos que deben decir la palabra de pase. “Kabul”, murmura primero el hombre armado. “Kalachnikov”, responde el chofer. Todas las tardes, se cambia de palabra clave: el nombre de una ciudad afgana para los centinelas, el de un arma para la gente que quiere pasar el puesto. Pero esta práctica pintoresca desaparecerá poco después de nuestra llegada. El gobierno y la policía decretó que la ciudad era de nuevo “segura”, y el toque de queda se levantó.

Como no existe un plan urbano ni placas que indiquen el nombre de las calles, las bautizamos: calle de los Neumáticos, del Hierro, de las Naranjas, de la Escuela, avenida de las Vigas… Esta última tomó su denominación de dos inmensas vigas de hormigón armado que resistió un bombardeo y que, sostenidas por dos barras de hierro, permanecieron suspendidas en el vacío, de forma horizontal, por encima de un pasaje peatonal todavía utilizado …

En toda la ciudad, sólo una media docena de edificios fueron dañados o destruidos por las bombas norteamericanas: casas de Al-Qaeda y la sede de la policía religiosa de los talibanes. Las casas vecinas están casi intactas. La precisión de los bombardeos era importante para la imagen de los norteamericanos. “La gente ve la diferencia con los soviéticos, que, en los ochenta, bombardeaban las ciudades indiscriminadamente -dice Hasif Kakar, un interprete pashtún-. Ellos entienden que la población no era el objetivo”.

En la periferia de Kandahar, se pueden ver las ruinas del complejo residencial del mullah Mohammed Omar, jefe supremo de los talibanes. Varios grandes edificios se elevaban allí y podían alojar decenas de personas. Sólo la mezquita se salvó de las bombas. Alrededor, muros agujereados por los obuses, montañas de ladrillos, escaleras a cielo abierto y grandes patios interiores con paisajes afganos pintados en los muros. Los rumores dicen que fue Osama ben Laden quien pagó la construcción de este conjunto.

Un guardia -ex talibán que se unió a las fuerzas del nuevo régimen- nos muestra una habitación que habría sido la del mullah. Es pequeña y sin lujos, lo que confirma la idea de que vivía de manera austera, casi monástica. Omar, se dice, pasaba la mayor parte de su tiempo orando y meditando en su habitación. Recibía, sentado sobre su cama, a sólo algunos visitantes cuidadosamente elegidos, y ¡guardaba en una caja, bajo esa misma cama, el dinero que servía para financiar la guerra civil!

En el momento de escribir, se ignora todavía dónde se encuentra Mohammed Omar. No se sabe inclusive si todavía está con vida. Habrá sido el jefe de Estado más misterioso del planeta. No se posee ninguna buena foto de él (estaba prohibido fotografiarlo) y su cara no es muy conocida. Pero son muchos los kandaharis que lo han visto. Algunos recuerdan una escena ocurrida aquí, en 1996, y que muestra hasta dónde llegó su halo místico político…

En el centro de Kandahar, el santuario de Kherqa Sharif, de cúpula turquesa, abriga la más preciosa de las reliquias de Afganistán: ¡un manto que habría vestido el mismo profeta Mahoma! El acceso al santuario está prohibido a los infieles. El manto se conserva en un cofre, bajo llave, y casi nunca se mostró en público.

En 1996, en la época en que él intentaba unir a los mullahs del país a su revolución islámica, Omar convocó a un gran congreso religioso en Kandahar. Tomó el manto del profeta y reunió a los religiosos en una gran plaza de la ciudad. Allí, se subio a un techo, desplegó el manto, lo hizo flotar al viento delante de un gentío subyugado y lo puso sobre su espalda. Abajo, aclamaron: “Amir ul Momineen!” -comandante de los creyentes, dicho de otra forma, jefe religioso y militar de todos los musulmanes del mundo.

“¡Era un sacrilegio!”, se indigna todavía Ahmadullah Popal, un director de escuela que asistió a la escena. “Nadie impuro puede tocar semejante reliquia”.

Pero, Nangialai, como muchos otros talibanes, conservó de Omar la imagen de un santo. “Haría cualquier cosa por él. Si le tocan un solo pelo, será la guerra santa. Si los norteamericanos lo matan, nosotros los perseguiremos hasta su país”. Nangialai cree que, de todas maneras, la guerra santa se retomará, tarde o temprano. “La mayoría de los ex talibanes esperan el comienzo de la jihad contra los norteamericanos. Cuando la guerra comience, los que se fueron al exterior y los que se ocultan aquí volverán. La mitad de las tropas del gobierno actual se unirán a ellos”. Vamos hacia un pueblo donde, nos dijeron, se oculta un ex comandante talibán. Picos rocosos de puntas dentadas surgen en medio de la planicie polvorosa. Ninguna vegeración en el horizonte. Aparte de algunos valles propicios al cultivo de frutas, Afganistán es el reino de la esterilidad.

El ex comandante vive en una choza y ¡encuentra visiblemente surrealista que periodistas desembarquen en su casa! Es el mullah Neko. Comandaba a 200 talibanes contra las fuerzas de la Alianza del Norte y fue hecho prisionero en la batalla de Kunduz, en noviembre último. Se fugó, se afeitó la barba y vivió oculto durante dos meses en Mazar-e-Charif. Acaba de volver a la región y busca pasar inadvertido. Sus consejeros, manifiestamente hostiles a nuestra presencia, le dicen que se calle. “Yo no era más que un simple chofer para los talibanes”, insiste. No será él quien nos diga cuál va a ser el futuro de los talibanes…

En las ciudades, la población parece contenta de tener una vida más liberal. Es la fiesta de Aïd el-Kébir, que coincide con el peregrinaje a la Meca. Ayer, al atardecer, todos los que tenían un arma tiraron al aire para marcar el comienzo de las festividades. Esta mañana, en todas las casas donde se pudo pagar, se degolló un cordero y se distribuyó su carne.

Por primera vez en años, músicos invadieron las calles (la música estaba prohibida con los talibanes). En nuestro patio, los guardias le enseñan a bailar a Nangialai, que ¡nunca en su vida había intentado un paso!

“Es malo escuchar música, piensa todavía Nangialai, ya que es contrario a la ley islámica. Ahora, en Kandahar, todo ha vuelto: la música, la televisión, el video y las antenas parabólicas. Nadie es capaz de prohibir estas cosas. Todo reposa sobre las decisiones personales. Hoy, la gente puede elegir ir a la mezquita o al cine.”

Y cuando se le pregunta si no es mejor así, Nangialai no duda: “No. Es malo. No es necesario que en un país cada uno haga lo que quiera”.

La fuente: Luc Chartrand fue a Afganistán para el programa Le Point, de Radio-Canada, y está nota se publicó en L’Actualité, revista canadiense francófona, muy apreciada por los quebecois (www.lactualite.com).

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