El mito de la generosidad israelí
La causa del actual conflicto palestino-israelí se ha explicado en Occidente como el fracaso de Arafat a la hora de aceptar el “compromiso histórico” y la generosidad del ex primer ministro Ehud Barak en la cumbre de Camp David, en julio del 2000 y, más tarde, del presidente Clinton. La generalizada creencia es que los palestinos rechazaron de modo insensato las magnánimas concesiones israelíes y, en cambio, optaron por la violencia con la esperanza de obtener más beneficios por medio de ella. En contra de la extendida creencia, las condiciones reales ofrecidas a los palestinos eran paralizadoras, puesto que negaban un Estado viable, los derechos nacionales y un control significativo sobre sus vidas y recursos. Fue esto, y no otra cosa, lo que proporcionó el contexto del actual levantamiento palestino.
Por Sara Roy
La causa del actual y cada vez más violento conflicto palestino-israelí se ha explicado en Occidente como el fracaso de Yasser Arafat y el pueblo palestino a la hora de aceptar el “compromiso histórico” y la generosidad que les ofrecieron el primer ministro israelí, Ehud Barak, en la cumbre de Camp David en julio del 2000 y, más tarde, el presidente Clinton. La generalizada creencia es que los palestinos rechazaron de modo insensato las magnánimas concesiones israelíes y, en cambio, optaron por la violencia con la esperanza de obtener más cosas por medio de ella.
Ésta es la posición expresada por Dennis Ross, coordinador especial para Oriente Medio del presidente Clinton, y por Thomas Friedman de “The New York Times”. Friedman escribió que el compromiso ofrecido en Camp David “habría cedido a los palestinos el control de entre el 94% y el 96% de Cisjordania y Gaza, con el desmantelamiento de todos los asentamientos, casi todo el Jesuralén Este árabe, el regreso de un número simbólico de refugiados palestinos, así como el derecho a regresar a Cisjordania o Gaza o una compensación para todos los demás”. Con la posible excepción de este último punto relativo a los refugiados, Friedman presenta todos los demás puntos de forma incompleta, cuando no errónea. Además, según Friedman, “en vez de eso, Arafat inició su estúpido levantamiento porque es un intrigante y un cobarde político que, al parecer, no ha desistido de su objetivo a largo plazo de eliminar a Israel y porque temía a corto plazo, en caso de aceptar el 99%, ser asesinado por el 1% que habría quedado en la mesa”.
En contra de la extendida creencia de una generosidad israelí sin precedentes en Camp David, las condiciones reales ofrecidas a los palestinos eran paralizadoras, puesto que negaban a los palestinos un Estado viable, los derechos nacionales y un control significativo sobre sus vidas y recursos. Fue esto, y no otra cosa, lo que proporcionó el contexto del actual levantamiento palestino. Dicho contexto se vio moldeado e institucionalizado por siete años de un proceso de “paz” seriamente viciado y por los diversos acuerdos que le dieron forma. Así, la cumbre de Camp David supuso un intento de legalizar y legitimar el atroz statu quo creado precisamente por el proceso de Oslo, una realidad que pocos comprenden en Occidente.
El actual levantamiento de Cisjordania y la franja de Gaza no fue iniciado por Arafat (como tampoco es producto de siglos de atávicas rivalidades étnicas). La “intifada” de la mezquita de Al Aqsa ha surgido del contexto de una prolongada ocupación militar, desposeimiento y empobrecimiento que caracterizó todo el proceso de Oslo. En contra de lo que suele creerse, en los años transcurridos desde el inicio del proceso de paz en 1993 (antes de la devastadora destrucción ocasionada por el actual levantamiento), la situación en Cisjordania y la franja de Gaza se había deteriorado espectacularmente hasta un punto sin igual en cualquier otro periodo de la historia de la ocupación israelí.
Entre los ejemplos ilustrativos del declive palestino durante los años del proceso de paz está la llegada de 105.000 nuevos colonos israelíes a Cisjordania y Gaza (que duplicaron la población de colonos desde 1993), y la construcción de al menos 30 nuevos asentamientos israelíes; la confiscación de al menos 14.000-16.000 hectáreas de tierra palestina, utilizada para la expansión de los asentamientos; la construcción de 400 kilómetros de carreteras para uso de los colonos en tierras expropiadas a los palestinos, y el derribo de al menos 800 hogares palestinos por el Ejército israelí.
El declive palestino es mayor por la institucionalización de la política de cierre de los territorios, que Israel impuso por primera vez en marzo de 1993 como medida de seguridad y que no ha levantado ni en una sola ocasión desde entonces. El cierre se ha convertido, desde el periodo de Oslo, en un régimen estructural permanente definitorio de la vida económica palestina. El cierre restringe y a menudo prohíbe la libre circulación de mercancías y personas entre Cisjordania/Gaza e Israel, entre Cisjordania y Gaza (desde 1998, ha provocado el cese de todo intercambio comercial o demográfico entre esas dos zonas: un hecho sin precedentes) y entre Cisjordania/Gaza y otros mercados exteriores. Antes de los estragos económicos causados por el actual levantamiento, el cierre contribuyó a unos elevadísimos niveles de desempleo (con promedios del 10-20% en Cisjordania y del 18-30% en Gaza entre 1997 y 1999), de pobreza (con promedios del 20-25% del total de la población palestina entre 1997 y mediados de 2000) y de trabajo infantil (que representaba un 6,6% de la fuerza de trabajo ya en 1996), así como a la continuada contracción de la economía palestina hacia una base más tradicional y circunscrita.
Quizá el rasgo más sorprendente de los acuerdos de Oslo sea la obligada división de las tierras palestinas en enclaves aislados, una realidad facilitada en gran medida por la política de cierre. Según Amnistía Internacional, en diciembre de 1999 los acuerdos de Oslo habían creado en Cisjordania 227 zonas separadas. La abrumadora mayoría de dichas zonas tenía un tamaño inferior a dos kilómetros cuadrados, con entradas y salidas vigiladas por el Ejército israelí. En vísperas de la cumbre de Camp David, los palestinos controlaban sólo un 17,2% de Cisjordania y el 66-80% de la franja de Gaza, en enclaves inconexos.
De haber aceptado la dirección palestina la propuesta del primer ministro Barak relativa a la devolución de territorios, la entidad palestina habría quedado fragmentada en enclaves territoriales discontinuos rodeados por el Ejército israelí y por asentamientos e infraestructuras israelíes. Así, aun cuando los palestinos hubieran recibido el 94-96% de Cisjordania, en la práctica sólo habrían obtenido cinco enclaves territoriales aislados entre sí. Según los términos conocidos de la oferta de Barak, el Estado palestino -en caso de ver la luz- consistiría en los enclaves del norte, centro y sur de Cisjordania, algunas zonas aisladas de Jerusalén Este bajo control autónomo o soberano de los palestinos y dos tercios o más de la franja de Gaza. Cisjordania y Gaza quedarían separadas entre sí, y ambos territorios estarían aislados de Jerusalén.
Asimismo, los palestinos no tendrían control sobre las fronteras externas (ni algunas internas) de Cisjordania y la franja de Gaza. Dicho control seguiría en manos israelíes, y las únicas fronteras de la entidad palestina serían con Israel. La supuesta oferta generosa de Barak apuntaba, pues, a ampliar el territorio controlado por la Autoridad Nacional Palestina, pero manteniendo la fragmentación y el aislamiento de su territorio. De este modo, la división de Cisjordania (y Gaza) en secciones geográficas, ilegal de acuerdo con el derecho internacional, proporciona a Israel un nuevo mecanismo de control sobre los palestinos y sus recursos aun en el caso de que se declare un Estado palestino. Bajo tales condiciones, la cuestión sigue siendo, ¿qué clase de Estado podría ser?
El proceso de Oslo no representó el final de la ocupación israelí (ni de su política de expansión de asentamientos), sino su prolongación. En realidad, los acuerdos de Oslo formalizaron, institucionalizaron y legitimaron la ocupación israelí de una manera completamente nueva. Al hacerlo, el proceso de Oslo y la cumbre de Camp David fracasaron a la hora de enfrentarse a la cuestión fundamental del Estado y los derechos nacionales palestinos. (El establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina hizo poco para disminuir la dependencia palestina de Israel e impuso al pueblo palestino un nuevo régimen autoritario, represivo y colaboracionista.)
Aunque el primer ministro Barak fue más lejos que ningún otro dirigente israelí en su disposición a debatir sobre la devolución territorial, Jerusalén y los refugiados, su generosa visión de un arreglo final para los palestinos reflejaba los términos adversos impuestos a los palestinos durante los largos años del proceso de paz: la continua confiscación de tierras palestinas y la división de Cisjordania y la franja de Gaza en una serie de cantones aislados y rodeados; la expansión de los asentamientos israelíes -ni un solo asentamiento se desmanteló durante todo el proceso de paz- y el acelerado crecimiento de su población y su base de infraestructuras, y el continuado control total de Israel de la economía palestina. Por ello, el compromiso histórico de Barak excluía la contigüidad territorial, unas fronteras definidas y funcionales, así como la soberanía política y económica. Israel aseguró que no se retiraría de la mayoría de los territorios ni renunciaría del todo al control sobre ámbitos vitales de la vida palestina, que juzgaba importantes para su seguridad.
La única solución al conflicto cada vez más violento y brutal entre palestinos e israelíes es el final de la ocupación israelí, que entra ahora en su trigesimoquinto año. Esto significa, entre otras cosas, la plena retirada israelí de Cisjordania y la franja de Gaza y la salida de los colonos de las tierras árabes. La continuación de la presencia de colonos o cualquier intento de anexionar a Israel las zonas de asentamientos -un eufemismo de la continuación de la ocupación- excluirá un Estado palestino geográficamente contiguo y una solución positiva del conflicto. Sin la creación de una existencia viable para los palestinos y de las posibilidades para sostenerla, no dejará de aumentar la tragedia en la que hoy se encuentra sumida la región, asegurando para ambos pueblos la continua y espantosa pérdida de vidas inocentes.
La fuente: Sara Roy es investigadora del Centro de Estudios sobre Medio Oriente de la Universidad de Harvard y autora del libro “The Gaza strip: the political economy of development”. En la actualidad está terminando una obra sobre el movimiento islámico palestino con ayuda de la Fundación John D. y Catherine T. MacArthur. Este artículo, traducido del inglés por Juan Gabriel López Guix, ha sido publicado por el diario catalán La Vanguardia (www.lavanguardia.es) en su edición del 22/7/02.