La tradición histórica de EE.UU. hace muy poco creíbles las declaraciones acerca de que el futuro de Irak quedaría en manos de los iraquíes. Durante muchos decenios Washington ha impuesto a diversos países del mundo los gobiernos que se le han antojado; y no se ha preocupado apenas por su condición democrática, sino por su fidelidad a la política de la Casa Blanca.
Por Alberto Piris
Calladas, pero no del todo, las explosiones que asolaron Mesopotamia las pasadas semanas. Aunque todavía habrá que reflexionar y escribir mucho sobre los problemas de Medio Oriente, parece necesario cerrar un paréntesis en estos comentarios, centrados en los últimos tiempos casi exclusivamente en el ataque a Irak. En la distensión que inevitablemente se produce cuando callan las armas, no conviene ignorar que, en acertadas palabras de un profesor de Derecho Internacional de la UAM, lo que hemos contemplado es una “guerra criminal, [una] ocupación ilegal y [unas] autoridades ilegítimas” que gobiernan el país invadido. Estas calificaciones siguen del todo vigentes, aunque el éxito de las banderas victoriosas haga todo lo posible por ocultarlas.
Tan innegable realidad sobresale por encima de algunas declaraciones públicas que, probablemente al calor irracional de la inmediata contienda electoral española, se han escuchado estos días. Como la que afirmaba que quienes nos hemos opuesto a esta guerra (simplemente porque había medios no violentos y legales para hacer cumplir las resoluciones de la ONU) la deseábamos más larga y, probablemente, más sangrienta. La incongruencia de ese argumento cae por su peso. Por lo contrario, muchos de los que la apoyaron y colaboraron en la creación del caos que todavía reina en Irak se quieren apuntar el mérito de una victoria militar a la que ni siquiera han contribuido materialmente. En una España que se agita inquieta ante la perspectiva de las urnas va a ser difícil durante algún tiempo hablar con ecuanimidad de lo ocurrido en Mesopotamia.
Así, por ejemplo, el presidente Aznar ha declarado, al aludir a la heterogénea composición racial y religiosa de Irak, lo siguiente: “Esta riqueza no debe servir de pretexto a terceros países para ejercer influencias indebidas en la reconstrucción”. Aludía, sin duda alguna, a la sintonía existente entre Irán y la mayoría shiíta iraquí, haciéndose eco de la preocupación expresada por la Casa Blanca. Resulta chocante referirse a la influencia de terceros países, cuando el verdadero “tercer país” de esta zona es EE.UU., que ejerce no sólo influencia sino un aplastante ejercicio de la autoridad, basado en la fuerza militar allí desplegada. La Administración Bush pretende reconstruir Irak según los planes del Pentágono, para mayor beneficio de las empresas norteamericanas y países amigos, y dando la espalda a los verdaderos deseos de la población ocupada.
A la dificultad antes mencionada contribuye también la hipocresía del discurso oficial norteamericano, ahora que los combates han concluido. Produce sonrojo contemplar al nuevo procónsul en Bagdad, el general retirado Jay Garner, afirmando enfáticamente, en la primera alocución televisada a sus súbditos, que les va a reparar con rapidez los servicios hospitalarios, la energía eléctrica y el agua potable.
Las contradicciones se multiplican. Por un lado, el secretario de Estado, Colin Powell, insiste en que “será el pueblo de Irak, y no EE.UU., quien elija a sus gobernantes”. Casi a la vez, el “señor de la guerra” -Donald Rumsfeld- afirma categóricamente: “No permitiremos que una minoría transforme a Irak en una imagen de Irán”, al comentar la efervescencia shiíta producida tras la caída de Saddam. Son bastantes los datos que apuntan a que el shiísmo no constituye una minoría y pudiera ganar unas elecciones libremente convocadas. Para que no haya dudas, añadió: “No permitiremos que la transición democrática del pueblo iraquí sea secuestrada por quienes desean implantar otra dictadura”. La guinda la puso Bush, diciendo: “Una cosa es cierta: no vamos a imponer un gobierno en Irak”.
La tradición histórica de EE.UU. hace muy poco creíbles esas declaraciones. Durante muchos decenios Washington ha impuesto a diversos países del mundo los gobiernos que se le han antojado; y no se ha preocupado apenas por su condición democrática, sino por su fidelidad a la política norteamericana. En su condición de potencia imperial y colonizadora no tiene ya mucho que aprender de otra vieja potencia, Francia, cuando ésta aprobó el golpe de Estado en Argelia porque, como resultado de las reglas democráticas, un partido islamista amenazaba con ganar las elecciones a finales de 1991. Mucha sangre ha sido vertida en el vecino país magrebí desde entonces.
Eso es lo que ocurre cuando se pregonan las excelencias de la democracia occidental, se pretende exportarla por la fuerza a países de otras culturas y se la ignora en cuanto su ejercicio en libertad no satisface a los intereses de los países formalmente democráticos. está empezando a agitarse de modo muy amenazador. Habrá que ver si Washington, que allí ha metido la mano, sabe lo que hay que hacer en tales circunstancias
La fuente: el autor general de Artillería en la Reserva y analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM). Su artículo se publica por gentileza del Centro de Colaboraciones Solidarias (www.ucm.es/info/solidarios/ccs/inicio.htm).