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viernes, mayo 17, 2024

Tierras bajas, teñidas de rojo

Opinion/IdeasTierras bajas, teñidas de rojo

Tierras bajas, teñidas de rojo En la antigua Mesopotamia, cuna de la palabra escrita, Irak sufre hoy los amargos frutos de otra de sus tradiciones: la guerra. En esta aproximación a la génesis del estado iraquí moderno, el autor hace un repaso por las líneas históricas que dieron origen a la política de control y rapiña, por parte de las potencias occidentales, que abrieron las puertas de la ocupación anglo-norteamericana actual.

Por Gustavo López

El rey Feisal.

“La gran tormenta ruge desde el cielo Una épica procesión de pueblos e imperios han dejado su marca Frente a la tormenta. Los fuegos queman El pueblo gime… En sus bulevares, donde las fiestas se celebraban, yacen desparramados los cuerpos apilados a montones. “Pobre de mi ciudad!… Ay, de mi gente!”

Los versos podrían referirse al Bagdad actual. Pero no. Se trata de un lamento sobre la destrucción de Ur, cuna de Abraham, en el delta del Tigris y el Eufrates, y está datado hace cerca de 4000 años, en el ardiente amanecer de la civilización.

Las líneas que siguen intentarán trazar algunas pistas que nos conduzcan a conocer mejor la génesis de esa moderna entidad estatal llamada Irak, que en escasos ochenta años ha entregado material histórico para intentar comprender su atribulado presente.

La caída del imperio turco y el reparto de sus posesiones en el oriente árabe no hizo más que concluir una evolución inaugurada a partir del Siglo 18 por la Revolución Industrial europea, que había impulsado a distintos reinos europeos a imponerse sobre las rutas económicas y estratégicas que conducían a Asia. Así, la ocupación de Egipto, Sudán, Adén y enclaves en el Golfo Pérsico.

Yacimientos de petróleo descubiertos y delimitados por Gran Bretaña en 1913 en la zona de Basora y Mosul, firmemente establecida en el sur de Persia en Abadán, la Primera Guerra Mundial iniciada en 1914 fue el disparador para el Imperio Británico en sus deseos de apoderarse del petróleo turco.

La Era del Hierro, con sus caballos troyanos corporizados en el automóvil, el avión y el inseparable petróleo, había llegado a las tierras bajas, que se teñirían de rojo hasta nuestros días.

El origen del moderno estado iraquí, con sus actuales fronteras, es el típico diseño de posguerra contemporáneo. Con los retazos del Imperio Otomano se creó una entidad artifical (Irak), que adoptó el nombre de origen persa, que significa “Tierras Bajas”, con el que se denominaba la zona que comprende desde el sur de Bagdad, en el encuentro del Tigris y el Eufrates, hasta su encuentro con las aguas del Golfo Pérsico, y que comprende las tres provincias orientales de Mosul, Bagdad y Basora.

El plan sometido a consideración de Londres por el residente británico en Bagdad en febero de 1913 demuestra la premeditación geopolítica antes de desencadenarse la Primera Guerra Mundial del siglo 20.

La flamante Sociedad de las Naciones, en el protocolo de San Remo de abril de 1920, entrega a Gran Bretaña, bajo la forma de Mandato, los territorios de Irak y Palestina. Pero el Mandato británico debe hacer frente a una insurrección que se inicia el 3 de mayo de 1920 y no es sofocada sino hasta abril de 1921. De Kirkuk a Basora, jefes populares acaudillan a las masas árabes que desean libertad. Sólo con el auxilio de la naciente aviación de guerra y tropas procedentes del imperio indio, los ingleses, al precio de más de 10.000 iraquíes muertos y un amargo resentimiento entre el pueblo, logran dominar la primera manifestación moderna de nacionalismo en las tierras bajas árabes.

Un rey para Irak

Gran Bretaña consideró que la Mesopotamia bajo su influencia debía ser gobernada por un soberano árabe. El entonces secretario de Colonias inglés, un joven Winston Churchill que siguió el consejo del legendario T.E. Lawrence -uno de los protagonistas de la revolución en el desierto- propuso a un joven originario del Hejaz, hijo del jerife de La Meca, descendiente del Profeta y de decisiva participación en la dirección de la revuelta árabe, Feisal ibn Hussein.

Había nacido en Taif (hoy Arabia Saudita) el 20 de mayo de 1883 y recibió una excelente educación moderna en La Meca y luego en Constantinopla. En 1914 fue elegido diputado al Parlamento turco, pero dos años más tarde se rebelaría contra los turcos y encabezaría la rebelión árabe que, apoyada por Inglaterra, conquistó el oeste de la península árabe (Siria) y colaboró en la caída de Jerusalén.

Fue proclamado en marzo de 1920 rey de Siria en Damasco, pero el reparto entre Francia y el Reino Unido lo despojaron de su novel trono y en 1921 se le propuso entronizarlo en la distante Bagdad y luego de un referéndum popular -el 23 de agosto de 1921-, donde las cifras oficiales dieron el 96% de los votos en favor de la creación de la monarquía (cuánta similitud con las elecciones modernas en Irak y aquéllas que fueron organizadas por los ingleses) Feisal inicia el reinado de un país bajo mandato británico.

Los inicios fueron harto difíciles. Las fronteras del reino estaban amenazadas por la joven república turca de Kemal Ataturk, por los británicos desde Persia y por el naciente reino wahabita de Saud por el Sur. A su vez, las constantes intrigas de la vida política interior, donde dos líneas se definían en el seno de la joven clase dirigente, una probritánica, encabezada por el general Nuri Said, veterano de la Primera Guerra Mundial y colaborador de Lawrence y Feisal, y otra de militares nacionalistas, influidos por Alemania y la oficialidad turca.

Perfiles soberanos

Merece transcribirse la descripción que realiza del joven rey, Lawrence, quien lo conoce en el desierto hacia 1917, cuando Feisal aún no había cumplido 30 años. “A la primera mirada comprendí que éste era el hombre que había venido a buscar a Arabia, el caudillo que llevaría a la gloria a la rebelión árabe, con su larga vestimenta de seda blanca y su turbante color estaño con cordón escarlata y oro, Feisal aparecía muy alto, muy delgado y erguido como una columna. Tenía los párpados bajos y su negra barba y su pálido rostro eran como una máscara que ocultaba la extraña y silenciosa vivacidad de su cuerpo. Tenía las manos cruzadas entre sí y apoyadas sobre la daga.

“Su vida en Constantinopla y el Parlamento turco lo habían familiarizado en las cuestiones y los usos europeos… su educación en el ambiente del séquito de Abdul Hamid lo había hecho maestro en la diplomacia… Era un prudente juez de hombres. Si tenía fuerza bastante para realizar sus sueños, iría muy lejos, pues cuando se absorbía en su trabajo no pensaba en nada más, pero era de temer que se agotase por pretender llegar siempre un poco más allá de la verdad o que se agotase por exceso de acción”.

Sus hombres relataron que luego de una extenuante batalla en la que condujo cargas y dirigió y alentó a sus tropas se había desplomado físicamente, debiendo ser retirado inconsciente del campo de su victoria con los labios salpicados de espuma. Y retorno a Lawrence: “.. Gobernaba a sus hombres inconscientemente, dándose apenas cuenta de cómo imprimía en ellos su voluntad y como si apenas le importase ser obedecido”.

Por último, la impresión personal de quien escribe esta semblanza, recogida a través de las filmaciones de la época y el análisis crítico de los escritos históricos: Es difícil sustraerse de simpatizar con esa figura, casi bíblica, transitando por los salones europeos de la “belle epoque” de inicios de la década del 20, con su corto séquito de asistentes árabes y algún inglés “rebelde”, intentando lograr que se respetasen los compromisos pactados, con la desazón y la incredulidad reflejadas en su melancólicos ojos, asistiendo a la traición occidental en escritorios, palacios y convenciones donde se negociaba sin pudor la libertad conseguida con sacrificio, sangre y bienes del pueblo árabe hermano. Por ello, a su regreso, desengañando de la política liberal occidental, consagró su vida a lograr el sueño de un estado árabe independiente, reducido a Irak.

Lejos de su Meca natal, luego ocupada por Ibn Saud, fundador el reino de Arabia Saudita, frustrado su ideal de tierras sirias y palestinas que dieran riberas mediterráneas al Mar Rojo y al Golfo Pérsico, víctima de la geopolítica de imperios, petróleo y dinero, que en la génesis de la Primera Guerra Mundial brindan con claridad meridiana una explicación al presente siglo XXI, que lejos de haber resuelto la trama política parece cada vez más semejar el estado insurgente de la región de la posguerra del 20.

Una mancha oscura

Por sobre todas las consideraciones históricas y políticas, reinaba la Iraq Petroleum Company, verdadero estado dentro del reino, trofeo de guerra donde conjugaban los intereses de los vencedores como lo refleja su composición accionaria del 31 de julio de 1928, fecha del acuerdo del grupo: Anglo-Persian Company (Inglaterra), 23,75%; Royal Dutch- Shell, 23,75%; NEDEC (EE.UU.), 23,75; C. Francaise Pétroles (Francia), 23,75%, y Gulbenkián, 5%.

Heredera del pequeño perímetro de exploraciones de la Turkish Petroleum Co., de 497 km2, en el curso de negociaciones entre 1929 y 1938 la I.P.C. logró la concesión de la exploración de 418.000 km2, casi la totalidad del territorio iraquí -446.713 km2- y su plazo expiraba en el 2000. A partir de este monopolio, la compañía se constituyó en el único socio internacional del reino.

Por mandato de Occidente

El 3 de octubre de 1932 fue un acontecimiento en la historia de Irak: se consuma su independencia, siendo admitido como miembro de la Sociedad de las Naciones y quedando extinguido, en consecuencia, el Mandato británico.

Sin embargo, antes de que el Consejo de la Sociedad de las Naciones consintiese en retirar el Mandato, Irak debía aceptar ciertas garantías: 1.- Protección efectiva de las minorías raciales, lingüísticas y religiosas. 2.- Salvaguardia de los intereses intereses de los extranjeros en materia judicial. 3.- Libertad de conciencia y salvaguardia de las misiones religiosas. 4.- Derechos adquiridos y obligaciones financieras de la potencia mandataria. 5.- Concesión a los estados miembros de la Sociedad, bajo ciertas condiciones, de trato de nación más favorecida.

Todo ello, condicionaba los pasos del joven reino, agravado por el fallecimiento de su rey, Feisal, el 8 de septiembre, en una clínica en Berna, Suiza. Su corazón, cansado y fatigado, dejaba de latir a los 49 años, desapareciendo de ese modo una de las figuras clave de la historia árabe moderna.

La fuente: el autor es abogado, subdirector del Instituto de Derechos Humanos (Colegio de Abogados de Plata) e investigador de procesos de liberación del siglo 20. kerandiadeljaguar@infovia.com.ar

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