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domingo, mayo 19, 2024

El Estado de Israel, los judíos y el malestar en el nuevo desorden mundial

Opinion/IdeasEl Estado de Israel, los judíos y el malestar en el nuevo desorden mundial

El Estado de Israel, los judíos y el malestar en el nuevo desorden mundial

El nuevo antisemitismo representa a un judío imaginario cuyo difusor ideológico también es, nos guste o no, el sionismo integrista que identifica en bloque al mundo judío contemporáneo con el poderío de Israel.

Por Sergio Rotbart

“Cada vez que pensamos en conseguir poder, fallamos y desperdiciamos nuestro destino y el significado de nuestras vidas. … Dios nos guarde de creer que la actitud del imperialismo hacia nosotros nos habilita a adoptar sus métodos.” Martin Buber, 1929.

Entender a la cultura moderna como una totalidad, es decir como un sistema de relaciones sociales que sigue un proceso dinámico, es parte de un paradigma cognitivo que surgió en el itinerario ramificado que ha seguido el “sistema-mundo” en el largo período conocido como modernidad o capitalismo, de acuerdo a sus definiciones totalizadoras más logradas. Raymond Williams, uno de los teóricos de la cultura más grandes del siglo XX, captó la dimensión histórica de una formación social específica mediante la conceptualización tripartita compuesta por lo dominante, lo residual y lo emergente.

Esos tres componentes coexisten y se interrelacionan en el “proceso social real”, es decir en el entramado de “experiencias y prácticas activas que integran una gran parte de la realidad de una cultura y de su producción cultural”. Para que ese “complejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades” no sea reducido -salvo con una finalidad analítica- a un sistema o a una estructura, resulta más adecuado hablar de “hegemonía”.

Este último concepto da cuenta de un proceso mucho más dinámico que el aludido por el de dominación o ideología dominante y, al mismo tiempo, constituye una definición más sustancial y menos trascendental. En palabras de Williams: “…ningún modo de producción y por lo tanto ningún orden social dominante y por lo tanto ninguna cultura dominante verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana”.

Por el contrario, en el proceso de formación y constante redefinición de la hegemonía, el orden dominante puede no incluir a lo residual y a lo emergente y, por lo tanto, intentar incorporarlos o simplemente negarlos, excluirlos, reprimirlos y hasta no reconocerlos. Lo residual es lo que ha sido formado en el pasado pero todavía se halla en actividad en el proceso cultural presente. En tanto son “expresadas o sustancialmente verificadas en términos de la cultura dominante”, esas experiencias y representaciones pueden presentar una alternativa e incluso una oposición con respecto a la primera.

Como contrapartida, cuando lo activamente residual es incorporado al orden dominante estamos en presencia del “trabajo de la tradición selectiva”. Por su parte, lo emergente está constituido por los nuevos significados y prácticas que se crean continuamente y aún no han sido incorporados a la cultura dominante. Mientras que lo emergente mantiene ese carácter potencial o activamente alternativo, lo meramente nuevo implica otra fase en el devenir de lo dominante.

Afirmar que el mundo judío del período que comienza con el final de la Segunda Guerra Mundial es sustancialmente distinto al de la época de entreguerras resulta una obviedad, al menos para las personas interesadas en la historia contemporánea. Sin embargo, intentar aprehender los alcances, significados y consecuencias de ese cambio no es una tarea trivial, ni mucho menos sencilla.

Ya en la etapa final de la contienda bélica de mediados del siglo XX se vislumbraban las enormes implicancias demográficas del exterminio de la mayoría de los judíos de Europa a manos de los nazis. Pocos años después, con el nacimiento del Estado de Israel, se cristaliza una transformación geopolítica cuyas raíces comenzaron a crecer a fines del siglo XIX en Europa oriental y central, cuando el sionismo surge como una respuesta nacional más entre varias (entre ellas el territorialismo, el liberalismo universalista, el bundismo, el comunismo judío en una etapa posterior) tanto a los desafíos de la modernización como a la amenaza del antisemitismo.

Por otra parte, hay dos aspectos del significado de la Shoá que casi no aparecen en la agenda pública del mundo judío de posguerra: su dimensión histórica y el giro cultural que generó en el judaísmo sobreviviente a la destrucción.

El mapa cognitivo del judaísmo de posguerra

El giro cultural del mundo judío de la posguerra fue una consecuencia inevitable de la drástica reducción demográfica provocada por la política genocida de los nazis, pero tiene además un componente adicional fundamental relacionado con las formas colectivas a través de las cuales los judíos intentaron elaborar esa pérdida irreparable.

Hoy podemos examinar el cambio al que nos referimos gracias a los importantes trabajos intelectuales sobre la cultura de posguerra que se han realizado en las últimas décadas. Entre ellos se incluye, por ejemplo, el concepto de “giro cultural”, elaborado por Fredric Jameson, uno de los teóricos mas agudos e inteligentes del posmodernismo.

Para analizar el carácter novedoso de la cultura del mundo capitalista de posguerra Jameson recurre a la categoría de “mapa cognitivo”. La extensión social y la expansión global del capitalismo consumista que tienen lugar a partir de la emergencia de los Estados Unidos como potencia hegemónica de la posguerra implican -de acuerdo a la tesis de Jameson- un cambio del mapa cognitivo del mundo en dos sentidos.

Por un lado, la totalidad es percibida de manera distinta a como lo era en la era del imperialismo, dado que se trata de una nueva fase de su evolución. En el llamado capitalismo tardío o multinacional cada vez son menos las zonas geográficas y los sectores sociales que practican una vida o perciben su experiencia concreta de un modo alternativo al configurado por el orden social dominante, guiado por la lógica de la acumulación incesante de capital.

Por otro lado, cada vez son menos los sujetos sociales capaces de percibir esa totalidad, pues el centro crea hegemonía cada vez en más partes que otrora fueron periféricas desde un punto de vista social pero también cognitivo. Para decirlo en términos de Raymond Williams, lo hegemónico incorpora a lo residual y a lo emergente de acuerdo con una dinámica totalizadora in crescendo. (A esta tendencia hace alusión el tan mentado “imperio” popularizado por Toni Negri, que tuvo oportunidad de leer a Spinoza en clave posestructuralista en la prisión italiana y en el exilio francés, tal vez suponiendo que de esa manera conjuraba al espíritu de Gramsci).

Pero conviene que retomemos el hilo del giro cultural concerniente al mundo judío que se configura luego del genocidio nazi. A partir de entonces la totalidad empieza a ser percibida de manera muy distinta a la etapa previa a la guerra, no sólo debido a la ausencia de los seis millones de judíos que perecieron en la Shoá, sino también a que la memoria colectiva que se construye en el seno de la judeidad sobreviviente es considerablemente selectiva.

La creación de Estado de Israel significa la instauración de un mapa cognitivo del mundo judío sustancialmente reducido, que incorpora lo residual al tiempo que borra su especificidad cultural. Cuando el sionismo de la etapa estatal se convierte en hegemónico, lo hace precisamente por intermedio de la incorporación de los grupos sionistas que no aceptaban la vía del estado homogéneo desde el punto de vista étnico (como el Hashomer Hatzair y su proyecto binacional judeo-árabe) y de sectores no sionistas (como el movimiento religioso reformista).

Y, por otro lado, la construcción hegemónica lleva aparejada la exclusión de las culturas de los grupos judíos antisionistas cuya base social fue diezmada por el nazismo y el estalinismo (fundamentalmente el Bund y los comunistas).

Por lo tanto, al transformarse en hegemónico, el sionismo estatalista configura un mapa del mundo judío y una memoria colectiva en la que cada vez son menos las experiencias y las representaciones de grupos que aún conservan una visión del mundo judío previo a la Segunda Guerra Mundial, que era culturalmente más heterogéneo y políticamente más plural que el representado por el mapa cognitivo de la hegemonía sionista.

En ese mapa de posguerra la reciente tragedia del judaísmo europeo es percibida mediante una dicotomía que se aplica indistintamente a la milenaria historia del pueblo judío: la alternancia cíclica entre la catástrofe-exilio y la redención-retorno a Sión. Desde esta concepción unilineal y uniforme la Shoá es representada a través de una forma isomórfica que describe a la historia como un pasaje positivo e inevitable “de la catástrofe al heroísmo”.

La geopolítica del nuevo antisemitismo

El giro cultural se dio paralelamente a un giro geopolítico, es decir al alineamiento del Estado de Israel con la potencia norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. La doctrina de la neutralidad del posicionamiento internacional de Israel no duró mucho tiempo. Ya en 1951 David Ben-Gurión propuso secretamente enviar tropas israelíes a Corea del Sur, como ayuda a la guerra librada por los Estados Unidos contra Corea del Norte.

Pero durante la década de 1950 Washington no estaba interesado en fomentar la inestabilidad del Medio Oriente, cuyas principales zonas de interés coincidían con los intereses inmediatos del mayor grupo petrolero norteamericano en el Golfo Pérsico y en la Península Arábiga. Por eso en esa época los aliados estratégicos del militarismo israelí fueron Francia y Gran Bretaña.

En la Guerra del Sinaí (1956) coincidían la concepción de la represalia preventiva contra los estados árabes vecinos, los intereses económicos de esas potencias europeas y la doctrina de contención de la influencia de la Unión Soviética, que esta última ponía en práctica mediante el apoyo a los movimientos nacionalistas panárabes como el de Gamal Abdel Nasser en Egipto.

Precisamente luego de la invasión al Canal de Suez la situación regional empezó a preocupar al gobierno de Eisenhower: comenzaron a caer los regímenes monárquicos apoyados por Gran Bretaña y, en su lugar, subieron regímenes militares antioccidentales que acudieron a la ayuda militar soviética. Kennedy fue el primer presidente norteamericano que le vendió armas a Israel, y a partir de 1963 comenzó a forjarse una alianza no oficial entre el Pentágono y los altos mandos del ejército israelí.

Esta supeditación de los intereses nacionales a la lógica del enfrentamiento entre las dos superpotencias por zonas de influencia y control en el Medio Oriente no sólo reprodujo la lógica del conflicto árabe-israelí, sino que le imprimió a su mantenimiento una pátina naturalizante, con la cual las guerras periódicas y la tensión constante pasaron a ser partes esenciales de la doctrina nacional de seguridad.

No es nuestra intención aquí detenernos en un largo, ramificado y multifacético proceso que explica el lugar y el papel de Israel en el sistema-mundo de nuestros días. Pero para los fines de nuestra nota resulta conveniente destacar el impacto y el significado que esa posición geopolítica tiene en el mundo judío contemporáneo, a la luz de la problemática y falaz identificación que en nuestra cultura se ejerce entre ese mundo y el Estado de Israel.

La indiferenciación entre los judíos del mundo y los intereses del Estado de Israel es, obviamente, un arma poderosa y peligrosa que usan muy bien los antisemitas. En este sentido, el llamado “nuevo antisemitismo” no hace más que cambiar de motivos conspirativos: mientras que hasta la Segunda Guerra Mundial los judíos eran sinónimo de poder económico y político internacional, por un lado, y de amenaza revolucionaria marxista-bolchevique, por el otro, en la Guerra Fría el Estado de Israel pasó a ser la encarnación de ese poder omnipotente.

Pero, sin embargo, la reacción antisemita sigue representando a un judío imaginario cuyo difusor ideológico también es, nos guste o no, el sionismo-estatalista. Al atribuirse el monopolio del judaísmo contemporáneo, al condenar y anatemizar a las voces judías críticas a las políticas estatales, al considerar toda crítica no-judía al Estado de Israel como un acto antisemita (no la negación de su derecho a existir, sino la condena al militarismo y al mantenimiento de un régimen opresivo en los territorios palestinos), a través de todas esas subsunciones de las partes al todo el sionismo integrista no combate efectivamente al antisemitismo, sino que lo abastece.

El nuevo antisemitismo, es decir los prejuicios, la incitación a la violencia y el ataque contra los judíos del mundo justificados o motivados por su asociación con los intereses del Estado de Israel, es sustancialmente distinto al antisemitismo moderno que prevaleció hasta la Segunda Guerra Mundial.

En esa etapa preestatal los judíos eran las víctimas propiciatorias de un sistema interestatal altamente inestable del que estaban excluidos, pues constituían -según la expresión acuñada por Bernard Lazare y luego acogida por Hannah Arendt- parias entre naciones que no aceptaban “individuos sin patria”. La trágica paradoja del período de posguerra, es decir de la era de la hegemonía sionista, es que el hogar nacional y refugio para los judíos carentes de derechos se ha transformado, al fragor de la geopolítica de la Guerra Fría, en una fortaleza armada cuya seguridad es continuamente sacralizada para justificar su ejercicio del poder.

El entramado real de la seguridad nacional

La caída de los regímenes comunistas en Europa oriental produjo -entre tantos- dos cambios significativos en el sistema mundial: el reforzamiento de los Estados Unidos como única superpotencia, sobre todo en los planos político, ideológico y militar y, paralelamente, una nueva fase de la expansión global de los capitales transnacionales, que convirtieron a las zonas previamente excluidas de su área de influencia en nuevos mercados rentables.

La erosión del poder de los estados-nación de las zonas periféricas asegura la penetración de los grandes grupos de capitales y el aumento de sus respectivas tasas de ganancia y de rentabilidad. Pero esa ampliación espacial de la acumulación capitalista no es indefinida, sobre todo teniendo en cuenta que la lógica de la mercantilización de los países postcoloniales y postcomunistas y de casi todas las áreas de la cultura se acerca cada vez más al límite de la totalidad geosocial.

Aunque parezca contradictorio, es precisamente en este contexto de “globalización” donde la hegemonía norteamericana expone más claramente su fragilidad, ante el aumento de las presiones competitivas de otros polos de poder capitalista (Europa, Japón, el este asiático) que antes estaban empañadas por la lucha en común contra el “peligro” comunista.

Los analistas de la economía-mundo aseguran que esa posición hegemónica comenzó su declive a principios de la década del ´70 del siglo pasado, tras la derrota en la guerra de Vietnam, la crisis del petróleo y la consiguiente crisis fiscal de los estados del capitalismo central. Es en esta coyuntura que los intereses económicos de los grandes grupos capitalistas norteamericanos coinciden cada vez más con la geopolítica de la Casa Blanca en el Medio Oriente. La inestabilidad, los conflictos y las guerras periódicas son el medio funcional para el florecimiento de los negocios de las corporaciones de la industria de armamentos y de las grandes empresas petroleras.

La era dorada de la coalición petrolera-armamentista fue durante la cadencia presidencial de Ronald Reagan, en la que también tuvo un papel destacado la “seguridad nacional” israelí. A modo de ejemplificar los alcances y efectos de esta conjunción de intereses coordinados desde Washington y Jerusalem, traemos a colación uno de los escándalos más notorios que conmovieron a la opinión pública internacional a principios de la década de 1980.

Gracias a los buenos servicios del Ministerio de Defensa israelí, entonces comandado por Ariel Sharón, el embargo impuesto por el Congreso norteamericano a Irán fue puenteado mediante el enorme abastecimiento de armas brindado vía Israel al régimen de Khomeini. Cuando estalló el caso “Irán-gate”, el nombre de Israel ya estaba ligado -vía venta de armas y entrenamiento contrainsurgente- a la causa latinoamericana de los regímenes dictatoriales y de los escuadrones de la muerte.

La conexión iraní implicó una sofisticación de la exportación de la seguridad nacional: Panamá era sólo la primera estación en el itinerario de las armas provistas por “agentes” israelíes al régimen de Manuel Noriega. De allí seguían camino al cartel de narcotraficantes de Medellín, y éste es sólo un tramo del itinerario cuyo destino principal era la provisión de armamentos a las fuerzas contrarrevolucionarias nicaragüenses apoyadas por la CIA. Con el objeto de no despertar dudas acerca del origen de los cargamentos, las armas no serían parte de la ayuda militar norteamericana a Israel, como en el caso del abastecimiento al régimen de los ayatollahs, sino parte del armamento capturado en las bases de la OLP durante la invasión israelí al Líbano.

Generalizaciones contra el mundo árabe

La primera guerra contra Irak, en 1991, consiguió romper el control de la OPEP (la alianza de países árabes y del Tercer Mundo exportadores de petróleo) sobre la política en torno a la explotación y comercialización de ese recurso natural, restaurando esa posición de mando a manos de las grandes corporaciones del rubro con sede en los Estados Unidos.

En este sentido, la operación “Tormenta en el Desierto” fue el último campo de batalla librado en función del régimen de acumulación característico de la Guerra Fría, basado en la profundización de las ganancias obtenidas por el complejo militar-petrolero. El final de la Guerra Fría fue anunciado oficialmente por George W. Bush (padre) luego de la “crisis” del Golfo a través del anuncio de un “nuevo orden mundial”.

La administración Clinton fue la más entusiasta propulsora de la doctrina basada en la creación de nuevos mercados en las zonas convulsionadas por conflictos regionales. Esta nueva estrategia en el plano geopolítico correspondía a una transformación en el régimen de acumulación, ahora basado en la expansión de los capitales de los rubros de las nuevas tecnologías (informática, telecomunicaciones) y las nuevas formas de valorización financiera. Este es el contexto en el que se firman los acuerdos de Oslo, la paz con Jordania y la normalización de las relaciones entre Israel y varios países árabes.

El “antisemitismo de Europa” y de los “intelectuales de izquierda” no eran parte de la agenda pública del mundo judío ni de la sociedad israelí, ni siquiera cuando ocurrieron los terribles atentados contra la embajada israelí y la sede de la AMIA en Buenos Aires. En esos actos de barbarie pudo verse el rostro claro, sin aditamentos, del nuevo antisemitismo de la pos-Guerra Fría: el asesinato masivo de judíos que viven a decenas de miles de kilómetros de Jerusalem, perpetrado por un grupo fundamentalista islámico que identifica a sus víctimas con la política del estado de Israel. La llamada “conexión local” de ambos atentados sigue siendo un agujero negro que los familiares de las víctimas bregan valientemente por dilucidar, una tenacidad que no se percibe tanto en los últimos gobiernos israelíes.

El carácter reactivo del fundamentalismo islamista

Así como el grupo pro-iraní Hezbollah surgió como reacción (y no en un sentido neutro del concepto, como si se tratara de un fórmula química, sino en el sentido político: respuesta reaccionaria) a la prolongada ocupación israelí del Líbano, el terrorismo del Hamás en los territorios palestinos es el resultado de la politización de un movimiento religioso integrista que no sólo aspira a instaurar un estado islámico en lugar del -a sus ojos- corrupto y herético “gobierno” de Arafat, sino a expulsar a los ocupantes israelíes de las tierras donde debería establecerse el reino del Islam.

Es necesario recordar que el terrorismo suicida, es decir el asesinato de ciudadanos israelíes por medio de coche-bombas o individuos que portan cinturones con explosivos y provocan la voladura de ómnibus o lugares concurridos por muchas personas, fue una etapa más extrema y cruel en la escalada de la violencia que, hasta 1994, estaba caracterizada por los acuchillamientos aislados y los atentados con armas de fuego contra soldados y colonos israelíes de los asentamientos. El hecho que marcó el pasaje de una etapa a la otra fue la matanza de creyentes árabes en la mezquita de Hebrón a manos de Baruch Goldstein, un colono judío religioso.

Otros tantos ejemplos podrían reforzar el argumento según el cual la politización del fundamentalismo religioso islámico es la contracara dialéctica del amalgamamiento del mesianismo judío con el régimen de conquista-colonización perpetrado por Israel desde 1967. Desde el momento en que esas dos fuerzas se hicieron dominantes, el colapso de Oslo era prácticamente inevitable.

Esa dinámica de retroalimentación acumulativa resultó ser más fuerte que la retórica pacifista de Ehud Barak (sin ningún correlato en la realidad, marcada por el aumento de los asentamientos y la estrategia de cerco, inmovilización forzada y aislamiento de tres millones de palestinos), por un lado, y que las declaraciones huecas de Arafat, bajo cuya responsabilidad pululaban las bandas armadas de todas las facciones, la corrupción y el manejo despótico del poder.

La estrategia israelí tripartita de cierre hermético-barreras de control-crecimiento de los asentamientos dio lugar al estallido de la segunda Intifada, precipitada por la provocativa “visita” de Ariel Sharón a la Explanada de las Mezquitas. Cuando este viejo militar-mechero de incendios regionales asumió el gobierno, en el 2001, la forma de imponer el orden en Cisjordania y Gaza pasó a ser la conquista militar y el bombardeo aéreo.

Ahora, al frente de la superpotencia global ya no estaba Clinton y el multilateralismo consensuado, sino George W. Bush (hijo) y su séquito de halcones convencidos de que el unilateralismo de la fuerza desnuda es la mejor vía para garantizar la hegemonía imperial. El espantoso y espectacular ataque a las torres gemelas del World Trade Center y al Pentágono, tal vez el acontecimiento más inesperado y a la vez vivido directamente por más seres humanos como ningún otro en el pasado, fue concebido por la administración Bush no sólo como una amenaza a todo el mundo sino, fundamentalmente, a la forma en que los gobernantes norteamericanos ven y diseñan el mundo.

Por consiguiente, los ataques a Afganistán, la conquista de Irak y “la lucha contra el terrorismo internacional” son parte lógica de la reacción defensiva de una civilización occidental a punto de ser invadida por una serie de horrores y barbaridades. Los resultados de esas “guerras preventivas” no se hicieron esperar: resistencia armada y actos terroristas suicidas en Irak, así como la proliferación de estos últimos en distintos lugares del planeta.

Las opciones apocalípticas de los vencedores imperiales

El llamado nuevo orden mundial se parece más a un estado de “turbulencia global” o “caos sistémico”, de acuerdo a los conceptos utilizados por los historiadores y cientistas sociales que aseguran que se trata de componentes estructurales de la etapa de transición hegemónica que estaríamos viviendo. Desde esta perspectiva, cuando la potencia hegemónica está en algún momento de su largo ocaso, mientras que aún no se han cristalizado el estado o el bloque de estados que tomarán el puesto de mando del sistema-mundo, son periódicas las marchas y contramarchas de las estrategias que garantizarían un régimen de acumulación viable.

De la mano de los halcones neoconservadores, el intento de revivir una nueva Guerra Fría contra un nuevo peligro que sustituiría a la vieja “amenaza roja”, el terrorismo islámico internacional, ese exclusivismo unilateral (“están con nosotros o están contra nosotros”) puede significar también el renacimiento del “exterminismo”. Con este término se dio a conocer el rearme nuclear de la década de 1980, cuando Ronald Reagan ordenó desplegar misiles con ojivas nucleares en las bases de la OTAN para controlar el eventual avance del poderío soviético.

Traducido a nuestros días: los ataques preventivos contra Al-Qaeda no hacen más que alimentar la lógica de la represalia mutua. Los movimientos islamistas surgieron en el mundo árabe como una respuesta a la modernización excluyente impulsada por los estados nacionales de la era postcolonial. Su rasgo característico era el contenido religioso integrista, que se mantuvo como componente casi exclusivo de sus respectivas agendas hasta fines de la década de 1980.

Posteriormente, en la pos-Guerra Fría, la búsqueda de un nuevo enemigo, encarnado en “la amenaza islámica contra Occidente”, reforzó el efecto de la militancia antioccidental radical de los grupos fundamentalistas, que ampliaron su agenda hasta entonces circunscrita a las sociedades en las que actuaban agregándole un componente internacional. El “choque entre las civilizaciones”, la idea de la confrontación emanada de una de las usinas ideológicas del imperio (bajo la rúbrica de Samuel Huntington), encuentra su eco reactivo más genuino en la extensión e instrumentalización de la doctrina del Jihad (Guerra Santa) islámico.

La cruzada megalómana de George W. Bush aparece como una reedición de los delirios de la Guerra Fría, “período que -asegura Eric Hobsbawm- algún día a los historiadores les resultará tan difícil de comprender como la caza de brujas de los siglos XV y XVI”. El enfrentamiento apocalíptico es el recurso de una superpotencia comandada por patriotas imperiales convencidos de que la mejor manera de prolongar la hegemonía de su reinado global es reforzando el uso monopólico de la fuerza.

Frente a la imposibilidad de hacer frente al grave endeudamiento financiero y a la creciente competencia económica por parte de Japón y del Asia oriental, los halcones pretenden demostrar la superioridad de la superpotencia norteamericana en el plano militar, geopolítico e ideológico. Para ello crean enemigos diabólicos que merecen ser combatidos, por consiguiente, hasta destruir sus medios y arsenales diabólicos. Si ellos son reales o imaginados es una cuestión insignificante, como lo demuestra el caso de las armas de destrucción masiva aún no aparecidas entre las ruinas de Bagdad y de las otras ciudades iraquíes bombardeadas.

Esta estrategia lleva forzosamente al incremento mutuo de la barbarie: Osama Bin Laden y su fanatismo criminal nadan cómodamente en las aguas turbias del enfrentamiento a todo o nada entre el Bien y el Mal. Su objetivo de sembrar el miedo y aumentar la sensación de caos a través del terror, a su vez, reabastece la desesperación megalómana de los vencedores imperiales.

El alineamiento incondicional de Israel con la hegemonía norteamericana no sólo tuvo consecuencias contundentes en la evolución del conflicto con el mundo árabe en general y con los palestinos en particular, sino que también repercute en las relaciones entre el estado israelí y los judíos del resto del mundo y, fundamentalmente, en las relaciones entre éstos últimos y el entorno social de los países en los que viven. Los cambios del mapa cognitivo del mundo judío provocan cambios en las formas en que los judíos son percibidos por los distintos sectores del medio social y nacional en el que actúan.

La configuración del sionismo estatalista como ideología dominante del mundo judío siguió una lógica de incorporación y exclusión-selección cuya actual fase consiste en catalogar de antisemita a toda crítica no ya al Estado de Israel, sino al régimen de ocupación-colonizador que éste mantiene hace 36 años en los territorios palestinos.

La identificación indiscriminada entre antisionismo y antisemitismo se viene utilizando últimamente para desacreditar a “Europa” y a los “intelectuales de izquierda”, pero su origen histórico es muy distinto: se empleó para marginar y olvidar a las voces del propio mundo judío que bregaron por la construcción de una nacionalidad judía fuera de los marcos autoritarios y burocráticos del estado-nación basado en el particularismo étnico. Cuando la alternativa al sionismo exclusivista emanaba del seno de la propia familia, el anatema de “auto-odio” reemplazaba a la actual muletilla de “antisemita”.

Los nuevos prejuiciados de honrada conciencia

Que en el llamado mundo occidental todavía hay grupos y prácticas antisemitas es innegable, pero para combatirlos efectivamente es indispensable examinar la relación entre su retórica y su accionar, y a la vez distinguirlos del discurso antisionista o antiisraelí que no incita a la violencia contra los judíos. Las primeras expresiones del llamado nuevo antisemitismo emanaron de grupos árabes que llamaban a destruir al estado de los judíos. La negación del derecho a la existencia de la “entidad sionista” no era una mera táctica de lucha contra el “colonialismo de Israel”, sino que además estaba acompañada por motivos antijudíos tradicionales como las pseudoteorías conspirativas de la dominación mundial.

Esa retórica estuvo en boga hasta fines de la década de 1980, cuando el ala principal del nacionalismo palestino, la OLP, reconoció a Israel y abandonó el sueño de la Gran Palestina. Pero desde entonces fue adoptada por los grupos religiosos integristas, como el Hamás y el Jihad Islámico. La difusión del imaginario antisemita orientado a la lucha contra Israel encuentra eco en una manipulación similar practicada por los centros de poder del mundo occidental, en la que cambian los términos de la ecuación: el mundo árabe pasa a ser sinónimo de fundamentalismo o sospechoso de terrorismo.

No resulta casual que los respectivos apoyos a ambos prejuicios respondan a la distribución opuesta de las poblaciones judía y árabe a ambos lados del Océano Atlántico: Europa no cuenta con un equivalente al lobby judío en los Estados Unidos, pero sí con millones de musulmanes sobre quienes la conquista de Irak y el conflicto palestino-israelí influyen en algún grado. De aquí el peligro que conllevan las generalizaciones culpabilizantes (judíos=ocupación israelí, musulmanes=fundamentalismo violento).

Afirmaciones como la de que “los judíos son la raíz del mal” (dicha recientemente por el músico griego Mikis Theodorakis) son claramente antisemitas, pero se trata de la parte más arcaica del discurso antijudío, es decir una apelación a un motivo antisemita recurrente pero antiguo como la doctrina de la Iglesia Católica preconciliar. El componente nuevo del antisemitismo esgrimido por Theodorakis es el uso de ese motivo antijudío tradicional para condenar el papel de Israel en el conflicto con los palestinos.

Sin embargo, el exponente paradigmático y más extremo -y por lo tanto más peligroso- del nuevo antisemitismo son los atentados contra comunidades judías del mundo perpetrados por grupos islamistas fundamentalistas, como los perpetrados por el Hizballah en Buenos Aires (en 1992 y en 1994) y el recientemente ocurrido en Estambul, atribuido a Al-Qaeda. Frente a ellos, las denuncias por parte del gobierno de Israel contra el terrorismo internacional y la supuesta reaparición del odio antisemita en el continente donde surgieron los peores enemigos del pueblo judío constituyen una cortina de humo y niebla que impide ver la real dimensión del problema.

Y esa dimensión sólo puede aprehenderse mediante un mapa cognitivo que ubique al Estado de Israel como una parte del mundo judío y del sistema-mundo, y no como el centro omnipresente del primero y mediante el ocultamiento del segundo a través de la dicotomía “o ellos o nosotros”.

Bibliografía consultada: Giovanni Arrighi, El largo siglo XX. Dinero y poder en los orígenes de nuestra época, Madrid, 1999. Shimshon Bichler y Jonathan Nitzan, De las ganancias de la guerra a los dividendos de la paz. La economía política global de Israel (hebreo), Jerusalem, 2001. Jonathan Frankel, “La ´´Diaspora´´ et la fragmentation de la pensée politique juive a l’époque moderne”, Raisons politiques, n° 7, aout-octobre 2002, p. 79-102. Saul Friedlander, Memory, History and the Extermination of the Jews of Europe, Bloomington and Indianapolis, 1993. Fred Halliday, Islam & the Myth of Confrontation. Religion and Politics in the Middle East, London-New York, 1999. Eric Hobsbawm, Sobre la Historia, Barcelona, 1998. Fredric Jameson, El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998, Buenos Aires, 1999. Ezra Mendelsohn, On Modern Jewish Politics, New York, 1993. Raymond Williams, Marxismo y literatura, Barcelona, 1980.

La fuente: Sergio Rotbart es un sociólogo israelí, de origen argentino. Fue secretario de redacción del periódico Nueva Sion (1986-1989). Desde 1990 vive en el kibutz Nir Itzjak. Este trabajo ha sido publicado en Hagshamá, publicación de la Organización Sionista Mundial dirigida a la juventud.

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