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lunes, mayo 6, 2024

Ochenta y ocho coranes en el Parlamento egipcio

Opinion/IdeasOchenta y ocho coranes en el Parlamento egipcio

Ochenta y ocho coranes en el Parlamento egipcio

Unas elecciones largas, más de dos meses. Históricas, las primeras tras la reforma constitucional que permitía la competición de más de un candidato por la presidencia. Conflictivas, con una decena de muertos, enfrentamientos, abusos policiales, colegios electorales cerrados. Frustrantes, porque esta vez tampoco han sido limpias. Inquietantes: porque a pesar de las resistencias del poder y la auto contención de los Hermanos Musulmanes, los resultados han mostrado la gran pujanza del islamismo como fuerza política, quedando la oposición laica drásticamente relegada. Así han sido las elecciones egipcias. Por todo el mundo, los titulares anunciaban lo que se ha convertido en un sorprendente lugar común: que a toda apertura democrática en el mundo árabe le corresponde un avance del Islam en el poder. Un avance casi nunca compartido por los grupos de oposición laicos.

Por Sarah BabikerDado el grado de relevancia internacional que merece todo aquello que ocurre en el mundo árabe, hasta el punto de que las potencias se permiten diseñarle estrategias de democratización, se convierte en un imperativo entender las dinámicas que en él se dan. Y la comprensión de estas dinámicas van mucho más allá del esquema dual que coloca en un extremo al régimen autoritario laico y en el otro al islamismo populista, dejando un estrecho espacio intermedio a todas las demás posibilidades, y reduciendo tanto una tendencia como la otra a un cliché unívoco. Si bien cada país de la región está sujeto a realidades muy distintas, cualquier observador con cierta amplitud de visión podrá detectar pautas repetidas en las dinámicas políticas de estos países. Entender el caso egipcio no es suficiente para entender lo que sucede en el mundo árabe, pero, dada su centralidad con respecto a éste, supone un ejercicio útil de interpretación. Para empezar, el presidente egipcio Hosni Mubarak con su Partido Nacional Democrático y los Hermanos Musulmanes no son los únicos actores en el escenario político egipcio. Un número de pequeños partidos laicos también se disputaban escaños en las elecciones. Inscribir su derrota en el eje laicismo – islam resulta reduccionista. Su fracaso podría deberse a fenómenos mucho más terrenos: todos estos partidos no son vírgenes. Todos tienen ya tras de sí una vida política viciada por su existencia en un escenario político insalubre: presos entre la coaptación o la desaparición, es ahora cuando parecen estar pagando el precio por los malabarismos pasados. Tal vez el fracaso de estos sea tan relevante como la victoria de los Hermanos Musulmanes. De hecho la gran carencia de los primeros parece ser la gran fortaleza de los segundos, la existencia de una base social en qué apoyarse. A menudo (y este problema no es exclusivo de los partidos laicos egipcios si no que supone un fenómeno recurrente en la generalidad del mundo árabe) se les asocia con redes clientelistas de elites, desapegadas de la realidad, del pueblo y sus necesidades, incapaces de producir credibilidad en torno a discursos a menudo percibidos como atemporales o importados. Sin embargo, la vida en la clandestinidad de la Hermandad le ha evitado contaminarse de ese espacio político siempre viciado donde el partido en el poder conseguía invariablemente más de dos tercios de los escaños, pudiendo conservar impoluta la memoria de sus líderes Hassan Al Banna y Sayid Qutb principalmente, y cultivar una leyenda de martirio que le garantizaba la cohesión interna y la simpatía de amplias capas sociales. Mientras que su status de movimiento tolerado desde los años 80 le ha permitido asentar estructuras y filtrarse en todos los ámbitos. Los Hermanos actúan tradicionalmente en dos frentes: la Da’wa (predicación), y la acción política. Excluidos del juego político durante tantos años (aún asociándose con otros partidos para presentar candidaturas durante los últimos 20 años), es en la Da’wa donde la hermandad se volcó creando un entramado social que atendería más directamente a las necesidades de un pueblo abandonado a unas políticas económicas liberalizadoras que en el mejor de los casos le dejaba desprovisto, y en el peor, en la miseria (el PNUD habla de más de un 20% de egipcios por debajo del umbral de la pobreza). Además, su doctrina va más allá de la comunidad, se dirige al individuo. La búsqueda de un individuo mejor, respetuoso de los preceptos religiosos pero también cultivado, moral, benefactor, seduce a grandes estratos sociales en búsqueda de un modelo, estudiantes, profesionales libres, intelectuales. Precisamente el modelo contrario de lo que los egipcios parecen ver en el hombre político, entreguista hacia Occidente (y en especial hacia Estados Unidos), hasta el punto de traicionar a la Umma, corrupto, cínico. La virginidad respecto al ejercicio del poder ha podido conservar intactos los mitos y los símbolos a ellos asociados. Esta reflexión puede conducirnos a recuperar a un joven movimiento que ha quedado, sorpresivamente, ninguneado en las elecciones: Kifaya. A Kifaya le pasaba lo mismo: un movimiento ajeno al poder. Sin embargo, el movimiento carecía de lo que suponen los otros principales capitales de la hermandad, una base social amplia, y una estructura organizada. El fenómeno de contestación que levantara efímeras esperanzas de una democratización en Egipto, que no pasara exclusivamente por un fortalecimiento del islamismo político, casi se ha extinguido. Tal vez, la modalidad fuese novedosa, pero muchas de las ideas eran antiguas o podían ser tachadas de importadas. El islamismo de los Hermanos, sin embargo, tiene algo de novedoso, y cuenta con un aliciente que no debe ser subestimado: un claro sello made in Egypt. De hecho, a casi 80 años de su creación, y pese a la resistencia de las generaciones más antiguas y conservadoras en cuanto se refiere a la fidelidad a los orígenes, una nueva generación de Hermanos Musulmanes se han embarcado en un ejercicio de Realpolitik: el fin sigue siendo la creación de un estado islámico, pero bajo el eslogan: “El Islam es la solución” se articulan un nuevo repertorio de estrategias. Entre éstas: autorestringir el número de candidaturas (como ya hiciera en el caso marroquí el Partido Justicia y Desarrollo), para sortear el síndrome argelino. O aceptar la participación en un gobierno en contradicción con los preceptos islámicos defendidos, aprovechando los 88 escaños, de un total de 444 elegibles por sufragio, que han ganado para intentar cambiar el sistema desde dentro. La legislatura que se abre será vital para Egipto, pero sobre todo para los Hermanos Musulmanes. Entre todos los interrogantes abiertos habrá dos que cobren especial relevancia: el clásico siempre que se habla de islamistas: ¿será la democracia solo una estrategia o un fin compatible con el proyecto islámico? Y el clásico siempre que un partido con amplio respaldo social toma por primera vez una posición de poder: ¿Se desgastarán los símbolos en el contacto con el poder, serán capaces de mantenerse a salvo de la corrupción y el clientelismo? La fuente: La autora es periodista. su trabajo se publica por gentileza de la Agencia de Información Solidaria.

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