Lluvia de verano
La “Lluvia de verano” deja caer sus proyectiles sobre la Franja de Gaza. Los objetivos: puentes, centros de enseñanza superior, centrales eléctricas, edificios públicos, playas… Demasiada destrucción indiscriminada, teniendo en cuenta que el operativo “Lluvia de verano” fue desencadenado para salvar una vida; la vida de un joven cabo de ejército israelí, secuestrado hace un par de semanas por un comando de Hamas.
Por Adrián Mac Liman
Liberad al soldado Shalit fue el lema y estribillo del establishment de Tel Aviv a la hora de planear la reocupación de Gaza. Pero, ¿hacía falta semejante despliegue de tropas y carros de combate para rescatar al militar capturado? ¿No disimula este operativo “humanitario” el deseo del Estado Mayor israelí de acabar, de una vez por todas, con los hasta ahora incontrolados (¿incontrolables?) disparos de misiles Qassam?
La odisea del soldado Shalit recuerda el primer secuestro llevado a cabo por la resistencia islámica hace más de una década, tras la creación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). En octubre de 1994, los militantes de Hamas capturaron al soldado Wachsman, un joven nacido en los Estados Unidos, que se convirtió en la primera víctima del mal llamado “proceso de paz” israelí-palestino. Wachsman fue localizado por los servicios de inteligencia hebreos a escasos metros de la comandancia de Tzahal en Cisjordania. Sus secuestradores lo mataron al detectar la presencia de los comandos especiales del ejército judío en las inmediaciones del escondite. Esther Wachsman, la madre del soldado secuestrado, denunció recientemente la hipocresía de los políticos de Tel Aviv: “Negociad con Hamas, al igual que negociasteis con la OLP y Hezbollah; basta de tanto sacrificio.”
Sin embargo, la clase política hace oídos sordos; la tesis oficial, defendida tanto por los “halcones” de Kadima como por sus congéneres socialdemócratas, se resume a la frase pronunciada por uno de los barones del laborismo, Efraín Sneh, ex administrador civil (gobernador militar) de los territorios palestinos: “Israel tiene que ser la mayor potencia militar entre Bakú y Casablanca”. En este contexto, la reocupación de Gaza se perfila como una muestra de poderío, de intransigencia, de soberbia.
La odisea del soldado Shalit pone en tela de juicio algunos tabúes de la sociedad israelí. Muchos de los ciudadanos del Estado judío cuestionan la política del gabinete Olmert, las decisiones adoptadas por un gobierno de coalición que se dedica a desmantelar las ya de por sí frágiles estructuras de un hipotético Estado palestino. Los medios de comunicación, fiel reflejo de una opinión pública crítica, censuran la torpeza de un primer ministro “cínico, frío e insensible”, de un Ejecutivo que “no está a la altura de los acontecimientos”. Mientras los radicales de Kadima tratan de estar en sintonía con los neoconservadores de Washington, el tándem laborista Peres-Peretz se convierte en mero rehén del estamento castrense, liderado por el general Shaúl Mofaz, un militar que ha perdido el rumbo.
Resulta sumamente difícil obligar a los pobladores de Israel a hacer un examen de conciencia en los momentos de crisis. Por otra parte, sería erróneo considerar que las reacciones de la sociedad traumatizada ilustran el verdadero estado de ánimo de un pueblo que desconoce el verdadero significado de la palabra “paz”. La mayoría de los israelíes confiesa que sueña con el estado de no beligerancia; la mayoría de los sociólogos advierte que la unidad y la cohesión del Estado judío depende del miedo generado por la amenaza colectiva.
La odisea del soldado Shalit constituye, pues, una especie de nexo de unión. Una especie de catalizador que proyecta el miedo a viejos y nuevos fantasmas: Ben Laden, Arafat, ANP, Hamas, Siria… Son estos vocablos que provocan escalofríos, amenazas que unen.
La fuente: el autor es escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París). Su artículo se publica por gentileza del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS).