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jueves, mayo 9, 2024

Hussein, Saddam

BiografíasHussein, Saddam

Las mil y una noches del patrón de Bagdad

Por Ricardo López Dusil

“Los iraquíes creen en Allah (Dios), en Mahoma (su profeta) y en mí”. En 1992, cuando Irak ya había sido devastado en la Guerra del Golfo y el embargo de la ONU estrangulaba la economía del país, Saddam Hussein explicaba así la devoción popular que lo mantenía en el poder. En Occidente, en cambio, se asegura que tal devoción es sólo una fábula, una mise en scène montada por el eficiente aparato de propaganda de Bagdad. Tal vez haya rastros de la verdad en ambas apreciaciones.

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Al-Mansur es un distrito elegante de Bagdad, a orillas del Tigris, donde se alinean varios de los mejores restaurantes de la capital iraquí. Cruzando una calle angosta y arbolada hay varios piletones atiborrados de peces con destino de manjar. Es tradición que quien invita la comida deje su mesa y cruce la calle para elegir la presa. Aunque todos los peces parecen iguales, se considera que una buena elección es tan importante como las habilidades del cocinero para que el plato sea una delicia.

En 1990, poco antes de la invasión de Kuwait y la consiguiente represalia occidental, durante una comida ofrecida por el entonces embajador argentino en Bagdad, Gerónimo Cortés Funes, el diplomático cedió a este cronista el privilegio de presidir el ritual, en el que el visitante, con la complicidad de un experto asistente, debió capturar con una lanza el animal de mayor porte: toda la mesa comería de él y la pesca de una presa pequeña hubiera sido una ofensa. El juego, por supuesto, está preparado para que uno siempre salga airoso. En nuestro caso se nos guió para arponear el ejemplar más robusto. Las felicitaciones de rigor fueron acompañadas por una frase inolvidable: “Es una presa magnífica, señor, y un hombre es tan grande como su enemigo”. Saddam Hussein, tal vez con menor torpeza que la que se le atribuye, quizá haya aceptado medirse con la mayor superpotencia sobreviviente de la Guerra Fría por esa causa. Sus sueños de grandeza requieren de enemigos acordes.

* * *

Nadie ignora que la Guerra del Golfo fue devastadora para Irak. Además de la estrepitosa derrota militar, el régimen fue sometido desde entonces a un embargo económico que elevó a índices alarmantes los padecimientos del pueblo iraquí. Actualmente los hospitales funcionan al 40% de su capacidad y el 30% de los niños (más de dos millones) sufre de desnutrición crónica. Mientras tanto, el país, tácitamente ocupado, se ahoga en la riqueza de un petróleo que no puede exportar.

Lo paradójico es que el riguroso embargo, lejos de debilitar el poder de Saddan, le ha permitido afirmar su liderazgo. Muchos iraquíes que experimentan el deterioro de sus condiciones de vida interpretan las sanciones como una afrenta al pueblo entero, lo que ha hecho del “patrón de Bagdad” la cara visible del descontento. Jerrold Post, un sicólogo especializado en trazar perfiles de líderes políticos para la Casa Blanca, sostiene que “en el mundo árabe, tener la valentía para pelear contra un enemigo superior puede implicar la derrota militar pero al mismo tiempo garantiza la victoria política”.

Cuando Saddam corteja el abismo de un ataque occidental, cuando exaspera a la comunidad internacional con sus desplantes, no ignora que está exponiendo a su pueblo a nuevos sufrimientos, pero él sabrá cómo sacarle partido. Excepto que, finalmente, alguien quiera darle caza, una misión operativamente sencilla pero probablemente de altísimo costo.

Un viejo axioma árabe evidencia el juego de lealtades de esa cultura: “Dos hermanos pueden pelearse sin piedad, pero se unirán para enfrentar a un primo y los tres juntos olvidarán sus rencillas para combatir al vecino.”

Mito y realidad

En la biografía de Saddam Hussein se entrecruzan las más fantásticas aventuras y virtudes con las acciones más abyectas. Sin embargo, hay unas cuantas certezas.

Saddam Hussein al-Maid al-Tikriti nació el 28 de abril de 1937 en Al-Ajwa, un pueblo de campesinos en las cercanías de Tikrit, asentamiento recostado sobre el Tigris, a 160 kilómetros de Bagdad. Esa zona, el valle que circunda la confluencia del Eufrates y el Tigris, fue el Paraíso hace millones de años y la histórica Mesopotamia en la que hace 6000 años floreció la cultura sumeria. Allí por primera vez se cultivó la tierra, se creó el calendario, se estableció la costumbre de poner flores en las tumbas, se escribió la más refinada literatura. Allí, en la mítica Babilonia, reinó Hammurabi, cuyo conjunto de leyes introdujo la protección del individuo común contra los poderosos. En ese lugar Nabucodonosor II construyó para su esposa Amytas los jardines colgantes, una de las Siete Maravillas del Mundo.

Pero de ese esplendor no hay rastros en la misérrima y polvorienta región de Tikrit donde nació, en una casa de adobe, Saddam Hussein. La historia oficial indica que el gobernante es descendiente de Nabucodonosor II y también del imán Alí, un linaje insuperable que muchos historiadores occidentales sostienen que fue fabricado a medida de sus ambiciones.

Hay coincidencias, en cambio, en cuanto a la atormentada niñez del que años más tarde sería el hombre fuerte de su país. Su padre, Hussein al-Maid, era un campesino analfabeto, que sólo entendía de ovejas y de sandías, que vendía en la capital, luego de un penoso traslado en canoas. Se cree que Al-Maid abandonó a la madre de Saddam, Subha al-Tulfah, cuando éste tenía dos meses, pero la biografía divulgada por el gobierno asegura que el hombre no se fue del hogar sino que murió poco antes de que Saddam naciera.

La madre de Saddam (cuyo nombre significa “el que se enfrenta”) fue desposada, tal como se estilaba entonces, por el hermano del “finado” Hussein, pero ante los ojos de la comunidad Saddam era un hijo ilegítimo y, como tal, una vergüenza. Su padrastro lo maltrataba. Saddam mismo recordó ante la prensa norteamericana, cuando todavía era visto con buenos ojos por el gobierno de Washington, que invariablemente era despertado con insultos. A los 10 años huyó de su casa (harto de su padrastro, según algunos; ávido por recibir educación, según otros) y se instaló en la casa de su adorado tío materno, Khairallah al-Tulfah, un ex militar que ejercía como maestro y militaba en el Partido Socialista Baa’th. Con él aprendió las primeras letras, soñó con la unidad árabe y se encandiló con la figura de Stalin.

Durante su adolescencia, todo el Medio Oriente bullía con el impulso anticolonialista. Saddam se convirtió en activista estudiantil e intentó ingresar en la escuela militar (única posibilidad de ascenso social para los hijos de campesinos). Pero fue rechazado. Su tío lo estimuló a ingresar en las filas del Baa’th.

Cuando tenía 21 años, a Saddam le imputaron el asesinato de un militante comunista que respaldaba al entonces presidente Abdul Karim Qassem, el general que acababa de derrocar al rey Faisal II. De ese incidente también hay versiones contradictorias: que el crimen fue instigado por su tío, con quien el dirigente comunista disputaba una banca de concejal, y que los servicios de seguridad, al no poder dar con el homicida, le cargaron el asesinato en su cuenta. Sólo él conoce la verdad.

Al dejar la cárcel alimentó su reputación de hombre duro. Durante un mitin en el que se debatía qué estrategia seguir frente al régimen de Qassem, Saddam, que era un don nadie sediento de protagonismo, propuso, sencillamente, asesinarlo. “Hubo muchos mercaderes y pocos héroes en la historia árabe. No recordamos el nombre de un solo mercader, pero aún tenemos presentes los nombres de todos nuestros héroes”, sostuvo el temerario joven, al que finalmente se le confió participar del complot.

De aquella acción suicida en la calle Rachid (una ancha avenida de Bagdad con cientos de palmeras datileras en su bulevar) nació una suerte de leyenda. El comando ejecutor estaba integrado por cuatro hombres, armados con ametralladoras (tenían una Weston, una Westerling y dos Thompson, las preferidas de Al Capone), y a Sadaam se le confió cubrir la retirada con un arma de puño. El operativo, organizado con más valor que ideas, fue un fracaso. Pero Saddam (como haría luego en incontables ocasiones) lo convirtió en un éxito personal. Herido en una pierna, logró llegar a un refugio donde obligó a uno de sus camaradas, a operarlo artesanalmente con una navaja y dos tijeras. Luego, disfrazado de beduino, huyó a Siria y luego a Egipto, donde se recibió de abogado.

Diez años más tarde, un golpe militar derrocó a Qassem y Saddam pudo regresar a Bagdad, donde le esperaría un lugar en el comité central del Baa’th y la conducción de los interrogatorios que el régimen ejecutaba en el infame “Palacio del Fin”, la antigua residencia real, convertida en cámara de torturas. Movido no sólo por sus odios sino por una refinada inteligencia carente de escrupulos, se dedicó a limpiar el terreno de disidentes. En 1976, sin haber cursado jamás la carrera militar, logró que se lo designara general y tres años más tarde asumiría la presidencia en reemplazo de su primo Ahmed Hassa al-Bakr, al que se declaró incapacitado para gobernar “por razones de salud”.

Lo que siguió es historia conocida: 8 años de guerra con Irán, el infame exterminio de parte del pueblo kurdo con gas mostaza, la invasión a Kuwait, el juego de pulsar la cuerda con Occidente. Saddam Hussein quería un lugar en la historia. Nadie, aunque lo lamente, puede negar que lo ha logrado.

En abril de 2003 tropas anglonorteamericanas que invadieron Irak lo expulsaron del poder. Durante 8 meses, su destino fue incierto, hasta que el 14 de diciembre de 2003 fue capturado en un precario pozo de choza de Tikrit, su aldea natal. El 5 de noviembre de 2006 fue condenado a morir en la horca tras ser declarado culpable de crímenes contra la humanidad en el juicio por la muerte de unos 150 chiíes como represalia después de un intento de asesinato contra su persona. La ejecución, en la horca, se efectuó en un lugar secreto de Bagdad el 30 de diciembre de 2006.

La fuente: el autor es el director periodístico de El Corresponsal.

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