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miércoles, mayo 15, 2024

Los héroes vencidos de la guerra afgana

PolíticaLos héroes vencidos de la guerra afgana

Los héroes vencidos de la guerra afgana

En Rusia, los llaman simplemente los “afganos”. Son esos 650.000 hombres que, entre 1979 y 1989, hicieron la guerra “del otro lado del río”. Alcoholismo, problemas psíquicos y suicidios son comunes entre estos parias olvidados. El veterano Alexandre Golik dice que siente “piedad por esos chicos” norteamericanos que ahora se arriesgan a encontrarse frente a los combatientes afganos. Porque “es imposible cambiar cualquier cosa de la manera de ver la vida de aquella gente, su amor por la libertad… Los norteamericanos tendrán allá la misma dificultad que nosotros. Y les pasará lo mismo”.

Por Marie-Pierre Subtil

La otrora próspera Kabul, destruida por la guerra.

En los confines de los suburbios de Moscú, casi en el campo, un inmenso barrio de torres, en medio de terrenos baldíos. Cuando Butovo fue construido, hace una decena de años, algunos cuantos departamentos fueron asignados a ex combatientes de Afganistán. Alexandre Golik, el director de esta “cooperativa habitacional”, sonríe amargamente. “Es sorprendente que de repente, veinte años después, se acuerden de nosotros”.

Afganistán”era historia, había terminado para siempre”. Pero, “como un búmeran”, la historia vuelve a la cara de los 650.000 hombres que participaron, entre 1979 y 1989, en la intervención soviética en Afganistán. “Es como un espejo deformado -explica un militar-, la situación es la misma, pero los roles están invertidos”.

En Rusia, no se los llama los “veteranos” sino los “afganos”. Sus vidas dieron un giro el día en que partieron “al otro lado del río” -la frase que evita decir las cosas tal como fueron-. Lo que impacta, es su juventud: tienen entre treinta y cuarenta años. Alexandre Golik tiene treinta y ocho. Cuando da la mano, es la izquierda. Bajo su ropa de cuero, un guante negro sale de la manga derecha. A los dieciocho años, fue enviado con un regimiento encargado de vigilar un gasoducto, en territorio afgano. Un día, el gasoducto fue atacado. Una granada cayó sobre el vehículo blindado que lo transportaba. Le arrancó el brazo.

Como los otros, lo que lo marcó, a su llegada, fue la fuerza de la naturaleza. Primero, hizo calor, mucho calor. La sed, la ausencia de agua y vitaminas, las diferencias de temperatura, el relieve, las enfermedades -sobre todo, hepatitis-. “Es muy difícil hacer la guerra contra la naturaleza, en las montañas, el desierto; el combate contra la naturaleza es más duro que la guerra misma”. Pero los impactó también ese “pueblo noble, muy humano”, que vivía “en la época feudal”. “Desde que llegué, comprendí que no podría comprender nunca a esos musulmanes. Me encontré en el siglo XIV; según su calendario, estaba en 1362”, cuenta Alexe Ieremeievski, que estuvo de 1984 a 1986 como armero.

“No había nada para destruir -recuerda Alexandre Golik-, ¡vivían en una pobreza! Todo el tiempo me sorprendía. Todo es de arcilla, el suelo, las casas. No tenían nada. Una pequeña radio era un signo de riqueza. Recogían todo detrás nuestro, inclusive las latas de conserva vacías”. “Vistos desde el cielo, los pueblos son como nidos de pájaros colgados sobre las laderas de las montañas”, agrega Serguei Filiptchenkov.

En esa época, era piloto de helicóptero. Hoy, con cuarenta y un años, es uno de los 1200 héroes de la Unión Soviética todavía con vida. Y, si tiene “piedad por esos chicos” que se arriesgan a reencontrarse frente a los combatientes afganos, es porque “es imposible cambiar cualquier cosa de la manera de ver la vida de aquella gente, su amor por la libertad. Los norteamericanos tendrán allá la misma dificultad que nosotros -se lamenta el director de la ‘cooperativa habitacional’-, nosotros llevamos nuestra organización, nuestro modo de vida, nuestra cultura. Pero en ese país, todo es diferente. Para nosotros, son marcianos. No hay comprensión posible. Y a los norteamericanos les pasará lo mismo”.

Sin embargo, cuando partieron fue diferente. Les habían dicho que iban a ayudar al pueblo afgano, por pedido del régimen. Andrei Lagounov llegó entre los primeros, a comienzos de enero de 1980, como recluta, a los diecinueve años. “Nos recibieron con flores, los chicos nos hacían fiestas. No teníamos la impresión de estar en guerra. Se combatía con los afganos, contra otro grupo de afganos -recuerda-; luego, al cabo de algunos meses, nuestra columna fue objeto de ataques”.

“Es un pueblo muy hospitalario, muy amigable. Estaban dispuestos a compartir todo lo que tenían con nosotros, aunque no tenían gran cosa -asegura el sargento Alexandre Katchanov-, pero también me escupieron en la cara y ése, ése fue un verdadero dolor. Nuestro Estado nos había dicho que iba a ayudar al pueblo y ¡se me escupía en la cara! Probablemente ellos no nos necesitaban”. ¿Una pregunta que se hicieron? “Sólo después.”

El “después” fue una pesadilla. El ex médico militar Serguei Tamarov cuenta que durante tres años no pudo escuchar el ruido de un helicóptero sin ir a buscar su fusil. Andrei Lagounov, que dirige una asociación de veteranos, cambia de canal cuando, por casualidad, mientras mira televisión, aparece una película que transcurre en Afganistán. “Un hombre no puede olvidar los que fue aquello”, dice. Y cuando se le pregunta si perdió muchos camaradas, ese hombre corpulento de aire inquebrantable baja la cabeza, se saca los lentes y enjuga una lágrima mientras susurra un débil “sí”.

Alcoholismo, suicidios, enfermedades psiquiátricas hicieron y siguen haciendo estragos entre los ex combatientes de Afganistán. “¡Pero nunca se los envió allá!”, oyeron decir durante años. “Fue necesario que pasara tiempo para que la sociedad comprendiera que fue la Unión Soviética la que intervino, y no solamente un pequeño grupo de hombres”, explica uno de los veteranos. En la primera mitad de los años noventa, muchos entraron en grupos mafiosos, explica Serguei Filiptchenkov, héroe de la Unión Soviética. Las asociaciones de veteranos se volvieron oficinas comerciales, gracias a las ventajas fiscales de las que se beneficiaron. Implicados en asuntos ilícitos, muchos de ellos terminaron en prisión.

Luego, esos grupos se calmaron. Las asociaciones de veteranos encontraron una manera de recuperarse: se abrieron a los adolescentes, a los que les inculcan “la educación patriótica”, tan cara a Vladimir Putin. Pero, aunque algunos estén hoy en las más altas esferas del poder, los veteranos, considerados como violentos, hacen siempre el papel de parias.

Pobres diablos, hirsutos, a menudo con muletas de madera, erran por las estaciones moscovitas, con una bolsa en la manos: los afganos, que viven de vender las botellas que juntan en la calle.

Muchos de los que han logrado reinsertarse trabajan en seguridad, sobre todo en colegios. “Los norteamericanos tienen su síndrome de Vietnam; nosotros tenemos el síndrome de Afganistán, la diferencia es que nadie se ocupa de nosotros”, afirma Andrei Lagounov. Alexandre Golik, el que no tiene más el brazo izquierdo, no lo contradice: su pensión por invalidez alcanza los 640 rublos por mes (aproximadamente 22 dólares).

La perspectiva de ver a sus ex enemigos -por obra de los mujahidines- en el terreno de la derrota provoca piedad o irritación. Dos palabras aparecen sin cesar: esos norteamericanos son decididamente “glupis” (tontos) o “durakis” (brutos). “En 1980, boicotearon los Juegos Olímpicos de Moscú porque la Unión Soviética estaba en Afganistán. Y hoy, ¿quieren que todo el mundo los aplauda?”, vitupera Alexei Ieremeievski, el ex reparador de fusiles.

Si bien no todos son tan radicales, una certeza es unánimemente compartida: en caso de intervención terrestre, los norteamericanos no lo harán mejor que ellos. “Caerán en la misma trampa que nosotros -dicen-. Arrasar Afganistán es posible, vencer es imposible. Será un desastre, como para nosotros”. Ciertamente, existe una diferencia entre los dos casos. “En los Estados Unidos, la vida humana cuesta muy cara; entre nosotros, no vale nada -se indigna Alexandre Golik, el inválido-, entonces aquí se enviaron más hombres que medios técnicos”. Y continúa: “Destruir, pueden hacerlo, pero reconciliar a la gente del país, no podrán, siempre habrá una parte de la población en la oposición”.

A sus ojos, los norteamericanos son los únicos responsables de esta vuelta de la historia. “Se creían los mejores, es lo que los ha perdido”, juzga Andrei Lagounov. Ellos mismos crearon a los talibanes, los dejaron desarrollarse, ahora ellos tienen que arreglarselas, ahora, nosotros ya tenemos Chechenia. Tal es el sentimiento general entre los veteranos. “Adoptaron un cachorro de tigre. El cachorro creció y se volvió feroz -afirma el ex médico militar-. No quiero eso nunca más, esos jóvenes muchachos, quemados, que lloraban mirándome a los ojos, suplicándome que no les cortara la pierna. No lo quiero más”. (El conflicto dejó 14.453 muertos, 53.753 heridos y 10.751 inválidos, según las cifras oficiales; muchos más, según los veteranos).

Como los otros, el ex médico militar es muy consciente de los riesgos que corre Vladimir Putin, al respaldar a la coalición conducida por los Estados Unidos. Y, sobre todo, al autorizar a los norteamericanos a utilizar las bases de Asia Central, las suyas, mientras estén en el terreno. “Ellos quieren actuar, pero con nuestras manos. Van a utilizar esas bases durante varios meses, y ¿quién va a decirles que se vayan?”, se pregunta el médico. Una variante vuelve más a menudo: “Los norteamericanos van a ocupar estas bases durante algunos meses, luego van a partir sin que el conflicto esté resuelto. Rusia estará entonces obligado a intervenir. ¿Qué reacciones en cadena va provocar la intervención norteamericana?”

Las críticas no se hacen más que con palabras veladas. Nunca el presidente es abiertamente cuestionado. “No conozco la situación política como él, espero que la decisión que ha tomado sea la única posible”, se contenta con decir Serguei Filiptchenkov, el héroe. Esta decisión es, sobre todo, un síntoma de decadencia: el imperio por el que ellos lucharon está bien muerto. “El sentimiento general es que antes se tenía un Estado poderoso y que hoy no se tiene la misma influencia sobre los Estados de Asia Central”, afirma Alexandre Golik. Cuando custodiaba el gasoducto afgano, en 1983, el director de la “cooperativa habitacional” de los veteranos de Butovo se preguntaba qué hacía allá. “Más años pasan, más crece ese sentimiento”. Nunca, en cerca de veinte años, tuvo tantos motivos como hoy para preguntarse por qué había perdido su brazo.

Un día, hace una decena de años, turistas norteamericanos empujaron la puerta del número 14 de la calle Vladimirskaia, una calle anónima en los suburbios de Moscú. Ellos también eran veteranos. Pero de Vietnam. Sin duda, les había costado conseguir esta dirección, la de un museo dedicado a los ex combatientes de Afganistán del barrio. “Estaban sorprendidos que hubiéramos hecho esto sin dinero, sólo con nuestra voluntad -cuenta el director, Igor Ierine- y nos dijeron: ‘nosotros tenemos el dinero, pero no la voluntad'”. El establecimiento no es grande, pero muestra un verdadero trabajo pedagógico y una preocupación de presentar honestamente el conflicto.

“Cuando se creó este museo, en 1987, se pensaba que sería la última guerra -dice Ierine-, pero igualmente se quiso mostrar que esto podía suceder y que cualquiera podía morir”. Sobre los muros, veintiocho cuadros están colgados. En los veintisiete primeros, se suceden fotos de jóvenes, en blanco y negro. Los veintisiete del barrio muertos en Afganistán. En el veintiocho, los veteranos de Vietnam, como todos los visitantes, vieron su propia imagen. En el último cuadro no hay una foto, sino un espejo.

La fuente: Diario Le Monde (Francia).

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