La guerra fría de los cristianos por el control del Santo Sepulcro
La política en Medio Oriente está caracterizada por una maraña de interrelaciones y dependencias. Fuera del foco de la atención pública internacional, centrado ahora en los enfrentamientos crecientes entre israelíes y palestinos, las tres iglesias cristianas que controlan el Santo Sepulcro también libran una guerra de baja intensidad, sólo contenida por el statu quo derivado de la igualdad de fuerzas en el interior del edificio santo.
Por Luis Reyes Blanc
El Santo Sepulcro está justo en el otro extremo de la Vía Dolorosa, que no es una calle, sino un itinerario que discurre por varias calles, lo que supone recorrer la Ciudad Vieja de Jerusalén de parte a parte.
Unos minutos antes de las 7 (la hora de cierre) se ve llegar a unos jóvenes con platos de comida y bolsas de fruta que se pierden en las interioridades de la iglesia, y los policías árabes que han estado de vigilancia, sentados en un banco de piedra junto a la entrada, se desperezan, recogen sus cosas y salen. Aparece entonces un franciscano grueso como un tonel, un pope cojo y un sacerdote armenio de mirada aviesa, que supervisan desde dentro el cierre de las puertas por los policías.
Pero el viajero advierte cierto enrarecimiento en el ambiente. Los tres personales que comparten la tarea común no se miran a la cara, no se hablan, se ignoran, afectan indiferencia, aunque de vez en cuando traiciona su laconismo una mirada de reojo hacia los otros, cargada de hostilidad. ¿Y estos se van a quedar encerrados juntos toda la noche?
Llega en esas de la calle un hombre alto y fuerte, coge una escalera de mano que los policías han sacado de la iglesia antes de cerrar, la apoya contra las puertas y se sube a ella. Del bolsillo saca unas vetustas llaves de hierro y procede a accionar las cerraduras, que están situadas muy altas, inalcanzables para nadie que no tenga escalera. Cuando ha cerrado con siete llaves el Santo Sepulcro, se abre en la puerta una especie de gran mirilla, como un buzón de cartas, a través de la cual se entrevén las caras del franciscano, del pope y del armenio. Entonces el de afuera coge la escalera, que cabe justa por la abertura, y la mete dentro de la iglesia. La mirilla se cierra y el de las llaves se va por donde ha venido.
Los que han quedado adentro, los centinelas de noche, se encuentran encerrados, no podrán salir a buscar refuerzos ni franquearle la entrada a los suyos para dar un golpe de mano nocturno. Pero aun encerrados tienen cierto control sobre el exterior, porque si alguien quiere abrir las cerraduras no podrá hacerlo sin escalera, y la escalera está adentro, vigilada por el franciscano, el pope y el armenio. Así se entiende la política en Medio Oriente, una maraña de interrelaciones y dependencias.
La guerra a muerte entre las distintas iglesias cristianas por el control del Santo Sepulcro se verá supeditada una noche más por la tregua, por el statu quo de la igualdad de fuerzas en el interior del edificio.
El toque de gracia
Pero falta un detalle, el genuino toque mediooriental: el hombre que tiene las llaves, que ha cerrado y que abrirá mañana al amanecer, cuando le den la escalera por la mirrilla, es un Nuseibah, un miembro de una de las más antiguas familias árabes conquistadoras, venidas de La Meca con el califa Omar en el siglo VII…
¿Un musulmán viejo y de pura cepa es el guardián del Santo Sepulcro? Pero no podría ser de otra manera. El Califa, a la vista del irreconciliable antagonismo que había entre las diferentes iglesias cristianas, no se atrevió a confiarle las llaves del Santo Sepulcro a ninguna de ellas por temor a los disturbios, y adoptó la solución salomónica de encomendársela a una familia fervientemente musulmana. Y desde entonces, a lo largo de los siglos, los Nuseibah, sin caer en la soberbia por haber tenido ministros y primeros ministros en la familia, se pasan de padres a hijos la obligación de ir cada madrugada y cada anochecer a echar las llaves del más sagrado lugar de la cristiandad.
Estamos en guerra, latente, suspendida, pero guerra. Presenciar la ceremonia de las llaves lo ilustra mejor que cualquier historia de guerras de religión que pueda contar aquí. Visto esto uno entiende las actitudes, las miradas, o los cuentos de los sacerdotes de las distintas confesiones del Santo Sepulcro.
“Una vez hubo un incendio y salimos corriendo de la iglesia, claro. Pues cuando volvimos los griegos nos habían robado una capilla, no había forma de echarlos de allí”, explica un franciscano a un grupo de beatas mexicanas…
Las distintas iglesias se han repartido el Calvario con una raya meridiana que divide la capilla en dos, la parte de acá, donde clavaron a Cristo en el madero, mía, la parte de allá, donde se levantó la cruz, de ellos, y es como el paralelo 38, si uno invade la zona del otro se arma otra vez la guerra de Corea.
Se ven en el cubículo de la tumba de Cristo, tan pequeño que no caben centinelas de las tres iglesias, católica, griega y armenia, por lo que se turnan de acuerdo con un estricto horario, y se ven en las capillas que tienen en propiedad exclusiva, dispuestos a morir achicharrados antes que dejarse engañar otra vez por los astutos griegos.
La hostilidad flota en el aire de la iglesia, se refleja en la forma en que los distintos sacerdotes hacen cantar a sus grupos de peregrinos para que no se oiga a los demás, o en la anarquía arquitectónica que reina en la iglesia, donde cada cual hace obras en lo suyo cuando y como quiere, sin que haya existido nunca un plan racional de restauración, lo que hace del más sagrado templo de la cristiandad una especie de monstruo de Frankestein, lleno de costurones al aire y añadidos desproporcionados.
Viejas cuentas pendientes
Cuando el siglo pasado los griegos hicieron una reforma tras un incendio, en la que instalaron el horrible templete que alberga el sepulcro, aprovecharon la ocasión para hacer desaparecer las tumbas medievales de Godofredo de Bouillon, jefe de la Primera Cruzada, y de su hermano Balduino, primer soberano titular del Reino Latino de Jerusalén. Al fin y al cabo los cruzados no sólo masacraron a musulmanes y judíos, sino también a cristianos griegos orientales.
Las cuentas pendientes, como se ve, son viejas, y las nuevas pueden establecerse por nimiedades, una disputa sobre calendarios litúrgicos puede causar cientos de muertos.
En la capilla del Angel, que sirve de vestíbulo a la cámara del Sepulcro, hay una abertura en la pared. Por ahí meten la mano los ortodoxos para encender un cirio, el Fuego Nuevo, en Sábado Santo. Pero su Semana Santa no coincide con la católica, y los franciscanos intentan boicotear la ceremonia. En 1833 el choque fue tan violento que hubo cuatrocientos muertos en el Santo Sepulcro.
En el pasado la situación era aún más complicada que ahora, porque había más Iglesias copropietarias del Santo Sepulcro. Hasta la Iglesia Etíope poseía una capilla, de la Columna del Improperio, donde se dice que ataron a Jesús para darle los azotes. Pero en la época otomana muchas Iglesias no pudieron pagar los impuestos establecidos por los turcos y se produjo una concentración en las tres ahora propietarias, la Católica Romana, la Ortodoxa Griega y la Ortodoxa Armenia. Las tres controlan el Sepulcro, las dos primeras el Calvario, y la última la capilla de la Invención de la Cruz, un aljibe subterráneo donde Santa Helena encontró la Vera Cruz (en realidad encontró tres cruces, porque también estaban las de los ladrones, pero si el rigor arqueológico de Santa Helena puede cuestionarse, hay que reconocer que era una mujer con recursos: cogió a un muerto o moribundo, según las versiones, y lo colocó sobre las tres cruces; al acostarlo sobre la Vera Cruz, se levantó vivo y en buena salud).
La fuente: El autor es licenciado en derecho y periodista. Durante su extensa trayectoria en la revista Tiempo y en los diarios Madrid, Informaciones y El País ha sido enviado especial en numerosos conflictos, particularmente en Medio Oriente y Africa. El texto que editamos aquí es un fragmento de su último libro, Viaje a Palestina (Ediciones B), que recibió el premio Grandes Viajeros 1999. Además, Reyes Blanc es autor de Movimientos de liberación en Africa (1973), IRA, 60 años de guerrilla (1976), Españoles en la Segunda Guerra Mundial (1976) y De Jerusalem a Moscú (1991).