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lunes, mayo 20, 2024

Medio Oriente en la encrucijada

PolíticaMedio Oriente en la encrucijada

Medio Oriente en la encrucijada

En tres artículos reunidos por El Corresponsal en una misma entrega, el autor analiza en profundidad el papel que desempeñan Palestina, Israel y Jordania, tres actores claves de la crisis que mantiene a toda la región en vilo.

Por Adrián Mac Liman

I – Palestina: la rutina de la violencia

flecha2.gif (78 bytes) Lo que fue flecha2.gif (78 bytes) Lo que vendrá

Cruzar los controles de seguridad instalados en la carretera que va de Jerusalén a Ramallah requiere una buena dosis de paciencia. Si bien la distancia que separa las dos urbes es de unos … 12 kilómetros, la espera obligada suele ser de unos 90 minutos.

Legisladores palestinos, diplomáticos occidentales y miembros de las ONG internacionales no tienen más remedio que armarse de paciencia; el ejército israelí impone las reglas de juego, unas reglas que cambian a diario.

Del otro lado de la frontera, en la zona controlada por la Autoridad Nacional Palestina, se han instalado el miedo, la rabia y la desesperación. Desde hace más de seis meses, los helicópteros lanzamisiles, tanques y unidades motorizadas de Tzáhal (las fuerzas armadas hebreas) atacan los llamados objetivos estratégicos situados en el territorio administrado por el gobierno de Yasser Arafat. Se trata, en principio, de meras operaciones de castigo, destinadas ante todo a responder a los “ataques” o las “provocaciones” de las milicias palestinas.

Hay quien estima, sin embargo, que la aparente rutina disimula un plan de intervención cuidadosamente preparado por los estrategos de Tel Aviv. ¿Guerra abierta o ensayo general? Poco importa; a la hora de la verdad, palestinos e israelíes se afrontan en este combate desigual, en el que atentados y asesinatos selectivos, provocaciones y contraprovocaciones se entremezclan ante la exasperación de los escasos testigos pragmáticos y el desconcierto de los politólogos incapaces de prever el posible desenlace de esta escalada de la violencia que ha eclipsado cualquier intento de negociación.

La sociedad palestina, que había acogido con profunda rabia la provocación del ex general Sharón durante su visita a la Explanada de las Mezquitas, cayó en la trampa ideada hace once meses por el estamento militar de Tel Aviv.

En efecto, hacia finales de la primavera de 2000, los estrategos hebreos vaticinaban la inminencia de una nueva Intifada. El peligro tardó sin embargo en materializarse; la Autoridad Palestina intentó por todos los medios de frenar un catastrófico desbordamiento, sabiendo positivamente que éste iba a desembocar en la pérdida de control registrada en las últimas semanas.

El gobierno de Arafat tenía sobrados motivos para actuar con cautela. Pese a las apariencias, el balance final de la era Barak arroja un saldo más negativo que el paréntesis inmovilista impuesto por el conservador Benjamín Netanyahu. Los datos hablan por sí solos: durante el anterior gobierno, los asentamientos experimentaron un espectacular desarrollo. En menos de dos años, se registró un incremento del 12% del número de los colonos. En diciembre de 2000, la población de los 145 asentamiento ascendía a 198.000 personas.

Paralelamente, los cierres de las fronteras, la congelación de los fondos destinados a la ANP y el embargo económico provocaron la asfixia de los territorios palestinos. Pese a ello, Barak intentó disimular, hasta el último momento, el deseo de suspender el diálogo con los palestinos. “El estilo castrense del ex primer ministro ha causado un enorme daño. Y no me refiero sólo a la población palestina, completamente desconcertada por las tácticas de Barak, sino también a los israelíes, que no lograron comprender su titubeo, por no decir, zigzagueo político. Al final, la estrategia de las ofensivas relámpago resultó contraproducente. Unos y otros acabaron desconfiando. Su retirada pacería imponerse…”, confiesa un catedrático palestino que, pese a los condicionamientos políticos, mantiene estrechas relaciones con el movimiento pacifista hebreo.

Hay que reconocer que hoy en día los partidarios del diálogo y la convivencia intercomunitarias representan una ínfima minoría de la población de los territorios autónomos. Después de seis meses de lucha, la calle palestina se ha radicalizado. Pocos creen en la viabilidad de la coexistencia pacífica: a la rabia se han ido sumando el odio, los sentimientos racistas, las manifestaciones xenófobas.

Muchos son los pobladores de los territorios que culpan a Israel, Estados Unidos y Occidente del actual estado de cosas. A ello se suma un sentimiento de impotencia ante una administración acusada de corrupción y/o de debilidad. Sin hablar del espectacular incremento de los índices de pobreza y de la tasa de desempleo, de las pérdidas económicas, estimadas en unos 3.500 millones de dólares, o la ausencia de fondos necesarios para mantener a flote la embrionaria economía palestina. Y menos aún, de las perspectivas de edificar un país, de crear un Estado.

También aflora el rencor contra las fallidas promesas de los gobernantes árabes, quienes se habían comprometido, en la cumbre celebrada a finales de 2000 en El Cairo, a apoyar la lucha del pueblo palestino. “La Liga Árabe no cumple. De todos modos, cabría preguntarse cuáles son sus designios. ¿Qué esperan de nosotros: que nos limitemos a plantar cara a Israel o que nos dediquemos a edificar las estructuras nacionales?”, preguntaba recientemente el vocero de uno de los movimientos progresistas que rechaza la violencia.

En este ambiente de total desasosiego, los líderes de la Autoridad Nacional Palestina contemplan la posibilidad de crear, a su vez, siguiendo el ejemplo de Israel, un gabinete de concentración nacional capaz de aglutinar a todas las fuerzas políticas, desde la oficial Al-Fatah y la resistencia islámica hasta las agrupaciones pertenecientes al Frente de Rechazo. Un gabinete de guerra, destinado a velar por la simple supervivencia de los “ideales de Oslo”.

II – Israel: en busca de la seguridad

El concepto de seguridad se ha convertido a lo largo de la historia del Estado de Israel en una obsesión para sus autoridades. Desde la primera Intifada, a principios de los ochenta, paz y seguridad han tenido significados contrapuestos para los israelíes.

A finales de 1967, cuando el líder laborista David Ben Gurion visitó por vez primera la recientemente conquistada Franja de Gaza, lanzó la siguiente advertencia: “Hay que salir de aquí cuanto antes. Esta es una auténtica bomba de relojería”. Sin embargo, en mayo de 1968, las autoridades militares hebreas autorizaban la creación de asentamientos en los territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días. La ordenanza militar llevaba estampada la firma del entonces titular de Defensa, Shimon Peres.

Durante décadas, la clase política de Tel Aviv vivió obsesionada con las palabras del mítico Ben Gurion. ¿Abandonar los territorios? Sí, pero ¿cuál sería la contrapartida exigible, las garantías negociables? Mientras los laboristas parecían propensos a aceptar la fórmula “territorios a cambio de la paz”, los conservadores apostaban por el “gran Israel”, por una política expansionista, por un país edificado más allá de los confines de Transjordania. Pero su sueño se vino abajo en 1973, durante la guerra de Yom Kípur.

La ya de por sí atomizada sociedad israelí resultaba a su vez dividida entre el deseo de preservar los territorios y/o negociar su devolución a cambio de acuerdos de paz con los vecinos árabes. Uno de los argumentos clave esgrimidos “ad nauseam” por los partidarios del expansionismo territorial era la exigencia de garantizar la seguridad de los pobladores de la exigua franja costera, blanco de un sinfín de ataques perpetrados en la década de los 60 por los comandos guerrilleros infiltrados a través de la permeable frontera jordana.

Por su parte, los detractores de la idea del “gran Israel” barajaban dos opciones: la devolución de los territorios de Gaza y Cisjordania a los países vecinos -Egipto y Jordania- o el establecimiento de una Confederación israelo-palestina, es decir, de un Estado-tapón capaz de amortiguar los hipotéticos golpes dirigidos por el mundo árabe contra el Estado judío.

En ambos casos, el lema y estribillo de Tel Aviv era la Seguridad. Una seguridad con mayúscula, que se había convertido en exigencia “sine qua non” de los habitantes de la región septentrional de Galilea, de los pobladores del estrechísimo pasillo de Netanya, de todos aquellos que no dudaban en supeditar las concesiones políticas de toda índole a la integridad física de los israelíes, a la integridad territorial de Israel.

Con el paso del tiempo y ante la incapacidad de los políticos de encontrar soluciones viables, los territorios acabaron convirtiéndose no sólo en una inagotable cantera de mano de obra barata para las empresas hebreas, sino también en el primer mercado para las exportaciones israelíes. Un estado de cosas muy propicio para perpetuar el “statu quo”, confiando en el inmovilismo de la débil, la casi inexistente sociedad civil palestina.

Pero en 1982, coincidiendo con la guerra del Líbano, los notables de Cisjordania desencadenaron la primera oleada de protesta contra la ocupación militar, un movimiento al que los anales históricos de Tel Aviv aluden recurriendo al eufemismo de “los acontecimientos de 1982”.

Sin embargo, el mayor acontecimiento de aquel año fue, sin duda alguna, la creación de los primeros movimientos pacifistas. La prolongada ocupación del “país de los cedros” generó, en efecto, una reacción de rechazo en el seno de la población hebrea, abriendo la brecha entre partidarios y detractores de la paz.

A finales de la década de los 80, los vocablos “paz” y “seguridad” parecían haberse convertido en conceptos diametralmente opuestos.

De este modo, en diciembre de 1987, al estallar la primera Intifada, las autoridades de Tel Aviv optaron por sacrificar la paz con los palestinos en aras de la sacrosanta seguridad del Estado. En diciembre de 1993, Yitzhak Rabin supeditó la puesta en marcha de la primera fase de los Acuerdos de Oslo a la Seguridad de Israel. En 1996, el conservador Netanyahu cambió la filosofía de los acuerdos, introduciendo el concepto de “paz a cambio de seguridad”. En 1999, el laborista Ehud Barak trató, sin éxito, de modificar la corriente. Por ende, en febrero de 2001, la población hebrea, preocupada por el cariz de la nueva Intifada palestina, decidió recurrir a Ariel Sharón, única opción posible ante la desaparición paulatina del sentimiento de seguridad.

Culpables

Inquieta ante el desmoronamiento de los viejos mitos, la sociedad israelí trató de buscar un culpable. Lo encontró en la persona de Yasser Arafat, promotor y artífice, según la inmensa mayoría de los ciudadanos, de la oleada de violencia que se ha ido apoderando de las dos comunidades. Hoy en día, los israelíes no dudan en atribuir su innegable malestar a los ex socios palestinos, a la cúpula de la ANP. Pocas son las voces autocríticas; pocos los partidarios de un análisis profundo y sincero de las posibles responsabilidades compartidas. Pocos son los que reconocen que la vida política israelí se ha militarizado, que el gabinete presidido por Ariel Sharón cuenta con media docena de ex generales, que ese estado de cosas ha de cambiar por el bien de la democracia.

De hecho, para la mayoría de los israelíes, la seguridad, la indispensable e imposible seguridad, sigue siendo el objetivo prioritario. Hay quien olvida, sin embargo, que el sentimiento de seguridad se alcanza al… no tener enemigos.

III – Jordania: entre dos volcanes

El pasado 30 de marzo, los servicios de seguridad jordanos prohibieron terminantemente la celebración de actos de apoyo a la causa palestina. La medida coincidía con el “Día de la Tierra”, fecha en la cual los habitantes palestinos de Israel y Cisjordania conmemoran los trágicos acontecimientos de 1976, cuando la policía israelí mató a siete personas que se manifestaban contra la política de expropiaciones de tierra árabe llevada a cabo por las autoridades de Tel Aviv. “Jordania es un país tranquilo; la perspectiva de acciones violentas, de un posible contagio, no nos acaba de convencer”, afirma un antiguo miembro del gabinete jordano en una conversación privada.

En efecto, el reino hashemita está situado entre dos volcanes: por un lado, se halla el foco de tensión llamado Irak; un conflicto alimentado por el constante zigzagueo de la política exterior de Washington. En la otra extremidad del país se encuentran los territorios palestinos, con los que Jordania mantiene una estrecha relación, caracterizada por el complejo de amor-odio. No hay que extrañarse; más de la mitad de los 4,9 millones de habitantes de Jordania es de origen palestino. Esta masa se subdivide en tres categorías: los que optaron por la ciudadanía jordana, los que utilizan pasaportes del reino hashemita sin haber adquirido la nacionalidad y, por ende, los refugiados de 1948 que, después de medio siglo, permanecen en los campamentos instalados por las Naciones Unidas.

La cercanía de los dos focos de tensión preocupa sobremanera a politólogos y estrategos. En efecto, los intereses nacionales de Jordania no concuerdan forzosamente con los de sus aliados occidentales. En el caso de Irak, por ejemplo, las autoridades de Ammán se sienten obligadas a compaginar su apoyo a la diplomacia occidental con los antecedentes históricos -el último monarca iraquí pertenecía a la tribu de los hashemitas- y los intereses económicos: los intercambios comerciales con Bagdad, el principal proveedor de “oro negro” del reino, representan el 70% de las actividades económicas de Jordania. De allí el deseo del joven rey Abdallah II de lograr la suspensión de las sanciones económicas impuestas por Naciones Unidas al régimen de Saddam Hussein y su activo involucramiento en la búsqueda de una solución negociada del conflicto entre Irak y Kuwait.

De hecho, ambos gobiernos apuestan por la mediación jordana, una mediación que debería desembocar en el final de la vieja pugna entre el emirato creado artificialmente a comienzos del siglo pasado por funcionarios del Ministerio de Colonias británico y los sucesivos gobiernos iraquíes, que se negaron a reconocer la soberanía de ese territorio, arrancado al milenario califato de Bagdad.

En el caso de Palestina o, mejor dicho, de los territorios administrados entre los años 1950 y 1967 por la corona hashemita y ocupados por Israel durante la Guerra de los Seis Días, las autoridades de Ammán procuran mantener un exquisito equilibrio. Hay quien habla incluso de auténtico malabarismo político, ya que Jordania ha logrado complacer por turno cuando no concomitantemente a los vecinos israelíes, los habitantes de Cisjordania y la plana mayor de la OLP.

Durante más de dos décadas, Jordania e Israel han mantenido una cooperación estrecha en materia hidráulica y tecnológica, pese a la inexistencia de relaciones diplomáticas o comerciales. A los habitantes de Cisjordania se les brindó la oportunidad de integrarse en las embrionarias estructuras empresariales del reino, cuya economía depende, en gran medida, del dinamismo de los financieros y hombres de negocios de origen palestino, artífices del desarrollo industrial del país. Finalmente, a los refugiados de 1948 y 1967 se les ofreció la posibilidad de convertirse en ciudadanos del reino hashemita, derecho al que se acogió más de la mitad de la población de los campamentos.

Radicalismo y crisis

Pero a la hora de la verdad, Jordania se halló involucrada, contra su voluntad, en el torbellino regional. Los primeros síntomas de incremento del radicalismo islámico, que afecta a la mayoría de los Estados de la región, coincidieron con la crisis y la Guerra del Golfo y la repatriación forzosa, hacia mediados del año 1991, de más de 300.000 jordanos-palestinos residentes en Kuwait.

Después del “boom” generado por los capitales procedentes del Golfo, la economía empezó a registrar signos de estancamiento, cuando no de auténtica desaceleración. “Los ingresos per cápita de la población han acusado una disminución del 50% en comparación con los niveles que tenían en 1990. Es un dato preocupante. Haría falta una mayor presencia internacional para preservar nuestra estabilidad, para convertir a Jordania en un modelo para sus vecinos”, asegura un veterano político jordano, involucrado en la elaboración de los primeros planes de desarrollo industrial.

La economía jordana, dependiente durante décadas del capital británico y norteamericano, trata de aprovechar al máximo el acuerdo de asociación con la Unión Europea (UE) -iniciativa Euro-Mediterránea- para internacionalizarse. Los esfuerzos desplegados hasta la fecha por las autoridades de Ammán han redundado en un incremento del capital europeo. Aun así, los altos cargos del gobierno lamentan la excesivamente tímida actuación de la Unión Europea en Medio Oriente, tanto a nivel político como económico. No son los únicos.

La fuente: Adrián Mac Liman es un periodista y corresponsal de guerra español de extensa trayectoria, autor de los libros Palestina: el volcán, Crónicas palestinas y Vía Dolorosa. Este trabajo fue editado previamente por el colega madrileño Diario 16 (www.diario16.es) en una serie de tres artículos aparecidos entre el 9 y el 11 de abril.

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