La burka ya está pasada de moda
La pesadilla de las mujeres afganas no termina en la folklórica visión de la celda de sus burkas, ese velo que no es más que la capa visible de su vida degradada. Su existencia sin los derechos básicos y fundamentales se desarrolla en un país en ruinas, con una pertinaz sequía, empobrecido, sin infraestructuras, plagado de minas terrestres, con dificultades para encontrar vivienda y alimento, bajo los desastres de más de veinte años de guerra, con los hombres en combate y sin un sistema productivo, donde la clase culta o profesional ha huido o muerto.
Por Susana Corral
Si hubiéramos oído hablar de Afganistán hace poco más de un mes es casi seguro que la mayoría de las personas que tenemos acceso a la prensa y televisión asociaríamos este país con la imagen de mujeres cubiertas por la burka. La burka es ese objeto que Occidente ha elegido para ilustrar la opresión de las mujeres en Afganistán; una vestimenta que da mucho juego estético a quien vive fuera de él, sobre todo a los fotógrafos: pliegues al viento, colores intensos, grupos de bultos sentados entre las ruinas con sus bebes en brazos. Ese enorme velo que esconde a las mujeres de la cabeza a los pies es una cárcel transportable que pesa siete kilogramos, es la parte exterior de la mujer afgana, la capa visible de su vida degradada. La burka es solamente la envoltura de una existencia al margen de todo, excepto de la humillación.
Para una mujer afgana despojarse de la burka puede ser un deseo, pero tienen otros deseos que para una mujer que viva en España o en los Estados Unidos, por ejemplo, son actos tan cotidianos, tan naturales, que ni siquiera es consciente de que los realiza. Ir al colegio, hacer deporte, acudir al médico, taconear coquetamente al caminar, asomarse al balcón de casa, reír, ir al trabajo, maquillarse, ser fotografiada, salir sola de casa, mirar a un hombre a los ojos, o juntarse con sus amigas y amigos. Todo eso está prohibido para las mujeres afganas. Esa vida de ínfima categoría es vivida con la amenaza de los castigos para la infracción: jóvenes vigilantes que trabajan para el Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio patruyan las calles con látigos, palos y kalashnikovs en busca de una uña pintada, un tobillo al aire, una carcajada; dispuestos a denunciar a esas mujeres que, sin posibilidad alguna de defensa legal, soportan penas como lapidación, amputación, tortura, flagelación o ejecución pública.
Esta condición actual contrasta con el estilo de vida anterior a los talibanes. Durante la invasión soviética, con la mayoría de los hombres en combate, las mujeres tenían una vida activa y se incorporaron al trabajo y la educación masivamente, siendo ellas el setenta por ciento del profesorado, el cincuenta de los funcionarios públicos y el cuarenta de los médicos.
Pero la pesadilla no acaba ahí: su existencia sin los derechos básicos y fundamentales se desarrolla en un país en ruinas, con una pertinaz sequía, empobrecido, sin infraestructuras, plagado de minas terrestres, con dificultades para encontrar vivienda y alimento, bajo los desastres de más de veinte años de guerra, con los hombres en combate y sin un sistema productivo, donde la clase culta o profesional ha huido o muerto.
Actualmente hay miles de viudas que tienen como opción mendigar, prostituirse, enloquecer o suicidarse. Hay miles de mujeres que se alimentan y alimentan a sus hijos diariamente con pan y té; que ven cómo sus hijas deben quedarse encerradas en casa sin educación y sus hijos son secuestrados, ya sea física o mentalmente, para ir al combate.
En esta sociedad desestructurada y exangüe en la que existe como único espectáculo social acudir a los estadios de fútbol a contemplar actos de barbarie y tortura, habitan otras víctimas: los hombres. Los hombres en Afganistán tienen su propia burka que transportar y ésta cabe en un puño. Según el decreto talibán los hombres tienen prohibido afeitarse y han de dejarse una barba de tal largura que recogida quepa en un puño. Están también obligados a raparse la cabeza, llevar turbante, rezar las cinco oraciones de la jornada, cambiar de nombre si éste no es islámico y en caso de infracción sufren los mismos castigos crueles y degradantes que las mujeres. Al igual que éstas no pueden ver televisión, escuchar la radio, cantar, bailar, oír música, ir al cine o practicar el entretenimiento favorito de los afganos: hacer volar cometas. Así como las mujeres deben quedarse en casa, muchos de ellos son obligados a hacer la guerra.
Para justificar esta política restrictiva y destructiva sin estructura social, política, económica ni cultural, los talibanes recurren al Corán, cuando en realidad muchos de sus decretos no se ajustan al espíritu islámico sino que provienen del código de honor tradicional de los pashtun y en otros casos de una búsqueda de una sociedad antinatural en que vivan separados hombres y mujeres, sin derecho a la individualidad ni al libre albedrío.
Un ejemplo de que las disposiciones talibanas no se ajustan al espíritu islámico es el negocio del opio. El cultivo de esta planta del que sale el ochenta por ciento de la heroína que se consume en Occidente es el principal soporte de la economía de guerra talibán. Para mantener esta sustanciosa fuente de ingresos han dado su aprobación islámica a los campesinos para que cultiven opio pese a que el Corán prohíbe expresamente producir y tomar sustancias tóxicas. Para los talibanes el cultivo es permisible porque lo consumen los no creyentes.
No hay que olvidar que estos estudiantes guerreros no han nacido de la nada, de generación espontánea. Así que nuevamente nos encontramos con víctimas: los propio talibanes. Es importante recordar que estos hombres son ex estudiantes coránicos transformados en poderoso ejército gracias a la ayuda exterior. Hombres que han vivido su infancia y adolescencia en campos de refugiados exclusivamente para hombres, huyendo de los combates, lejos de sus familias, muchos de ellos huérfanos de guerra, sin conocer nunca lo que es un hogar y adoctrinados en un Islam rigorista e intransigente. Jóvenes financiados por EE.UU. y la ex URSS principalmente, únicamente interesados en construir oleoductos. Son también víctimas de las fronteras artificiales que ignoran a los pueblos, del consumo desaforado de Occidente que exige más y más petróleo, de una guerra con la URSS que dejó un legado de pericia, luchadores, campos de entrenamiento, equipamiento militar y una sensación de confianza en sí mismos por haber logrado el fin de la guerra; seguido de la frustración tras el silencio y la indiferencia de la comunidad internacional cuando la guerra entre facciones se intensificaba y fueron abandonados a su suerte.
Afganistán, país que fue de narradores y poetas, es ahora una nación con un millón y medio de muertos en guerra y tres millones de refugiados en los últimos veinte años, con una esperanza de vida en torno de los cuarenta y cinco años y un setenta y cinco de la población sin alfabetizar. Es el país de los magnates del opio, del oscurantismo religioso, del integrismo prendido en la pobreza, de la crueldad con los hombres y mujeres y también, y es ésta una de las claves de todos los conflictos, uno de los lugares con las mayores reservas de gas y petróleo sin explotar. Es desde hace unos días un lugar con más de siete millones de personas huyendo hacia su zona cero, hacia las montañas, donde les espera una ración de terror en forma de bombas y destrucción, alternando con otra de humillación en forma de bolsas con alas, no biodegradables, donde quien quede para recogerlas y tenga el coraje de acercarse a ellas a pesar de las minas, encontrará cucharas de plástico y comida de astronauta con las instrucciones en inglés.
Estando los hombres ocupados en sus guerras queda confiar en las mujeres. Mientras ellos acarrean su Kalashnikov quizá ellas escondan entre los pliegues de la burka libros con los que educar a sus hijos clandestinamente. A pesar de tener forma humana las mujeres no son seres de piedra destruibles como los budas de Bamiyán; son personas que aún con el estómago vacío tienen el coraje de luchar para que la próxima generación no sea una generación de analfabetos en guerra. En manos de las mujeres queda la resistencia que se opone a una existencia absurda y desafía a la barbarie.
Queda la esperanza de que un día estas mujeres se puedan despojar de la burka para coger a sus hijos e hijas y llevarles a la escuela y que lo que veamos en la televisión sean cometas volando por el cielo de Afganistán.
La fuente: la autora es una intelectual española, periodista invitada de El Corresponsal.