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miércoles, mayo 8, 2024

Y ahora, ¿qué va a hacer la Alianza del Norte en nuestro nombre?

PolíticaY ahora, ¿qué va a hacer la Alianza del Norte en nuestro nombre?

¿Y ahora, qué va a hacer la Alianza del Norte en nuestro nombre?

Con las tropas de la Alianza del Norte adueñándose rápidamente de Afganistán, varias alternativas no previstas comienzan a ser realidad: ¿no era que esas milicias, con un prontuario criminal conocido internacionalmente, no tomarían el control de la capital afgana?, ¿no era que las Naciones Unidas organizarían un gobierno verdaderamente representativo para sustituir a los talibanes?, ¿qué pasó con el señor Ben Laden? Mientras tanto, la Alianza avanza, con su bagaje intacto de matanzas, pillaje y violaciones. Se ha idealizado tanto a estos delincuentes, se ha estado tan infatuados con ellos, se los ha apoyado tan ciegamente, se los ha retratado tan deferentemente en la televisión, que ahora somos inmunes a su historia. Y, tal vez, a ellos les pasa lo mismo.

Por Robert Fisk

Entrada de las tropas de la Alianza del Norte en Kabul.

La Alianza del Norte, con su prontuario criminal conocido internacionalmente, fue el aliado escogido por los Estados Unidos como su infantería en la guerra contra Afganistán. Queda por ver cuántos crímenes cometerán ahora.

No iba a ser así. La simpática, amistosa, Alianza del Norte, nuestros propios infantes en Afganistán, están en Kabul. Había prometido -¿no es cierto?- no entrar en la capital afgana. Se suponía que iba a capturar, a lo sumo, Mazar-i-Sharif, y tal vez Herat, para demostrar la debilidad de los talibanes, para mostrar a Occidente que sus objetivos de guerra -la destrucción de los talibanes y con ellos del movimiento Al Qaeda de Osama ben Laden- eran inevitables.

El cadáver del anciano en el centro de Kabul, ejecutado por nuestros héroes de la Alianza, no debía aparecer en la televisión. Hace sólo dos días, el “centro de comunicación” Washington-Londres-Islamabad de Alastair Campbell, debía contrarrestar la propaganda talibán veinticuatro horas al día. Ahora, Mr. Campbell tiene que establecer su equipo de propagandistas en Kabul para combatir las mentiras de nuestros propios infantes de la Alianza del Norte.

¿No fue el secretario de Estado norteamericano quien aseguró al general Musharraf de Pakistán que se mantendría bajo control a la Alianza, que se permitiría al enviado de las Naciones Unidas, Lakhdar Ibrahimi, que organizara un gobierno verdaderamente representativo en Kabul para reemplazar a los talibanes?

El general Musharraf había prometido su apoyo a los Estados Unidos -arriesgando su nación y su propia vida- a cambio de promesas norteamericanas de que Afganistán sería gobernado por una coalición verdaderamente representativa. Las bases aéreas de Pakistán, su apoyo a la “guerra contra el terrorismo”, dependían de la promesa de Washington de que la Alianza del Norte no tomaría Kabul para imponer su propia ley sobre Afganistán.

Las fotos de la entrada triunfal en Kabul fueron casi idénticas con los videos de abril de 1992, cuando fueron derrotados los pro-rusos y comunistas. Vimos el mismo júbilo de la población no-pashtún. Y, dos días más tarde, Hekmatyar Gulbeddin comenzó a bombardear la ciudad. La división en grupos étnicos sumergió a la capital afgana en la guerra civil. Se suponía que la Alianza esperaría fuera de la ciudad mientras Estados Unidos trataba de construir una coalición viable. Pero actualmente, Afganistán -sin los talibanes- es un país sin gobierno.

¿Qué demonios está sucediendo? ¿Y, en realidad, qué pasó con el señor Ben Laden? ¿Lo estamos empujando hacia las montañas -suponiendo que no se encuentre allí todavía- o estamos conduciéndolo a las áreas tribales de la provincia noroeste, fronteriza con Pakistán? Porque sin una ciudad, los talibanes volverán a su lugar de origen, las madrassas (escuelas coránicas) a lo largo de la frontera paquistaní, que crearon el espíritu puritano, oscurantista, que inspiró a los gobernantes de Afganistán de los últimos cinco años.

La Alianza del Norte avanza, mientras tanto, con todo su bagaje intacto de matanzas, pillaje y violaciones. Hemos idealizado tanto a esos pistoleros, estado tan infatuados con ellos, los hemos apoyado tan ciegamente, los hemos retratado tan deferentemente en la televisión, que ahora somos inmunes a su historia. Y, tal vez, a ellos les pasa lo mismo.

El general Rashid Dostum, nuestro nuevo héroe, ahora que ha vuelto a capturar Mazar-i-Sharif, tiene la costumbre de castigar a sus soldados atándolos a las orugas de tanques y conducir estos por el patio de sus barracones para convertirlos en picadillo. ¿Verdad que no se le hubiera ocurrido al oír los informes alborozados sobre la victoria del general Dostum, el lunes por la noche?

Tampoco se le hubiera ocurrido, al escuchar las noticias de Afganistán, que la Alianza del Norte realizó más de un 80 por ciento de las exportaciones de drogas del país, después de que los talibanes prohibieran el cultivo de la droga. Tengo algo como un recuerdo fantasmagórico de haber escrito antes la misma historia, no sobre los talibanes sino sobre el ELK en Kosovo, un ejército guerrillero financiado parcialmente por la droga y que, una vez cumplidas sus aspiraciones políticas con la ocupación por la OTAN de la provincia serbia, se convirtió en “terrorista” (la memorable descripción de nuestro antiguo secretario de Asuntos Exteriores) dentro de Macedonia. Cierto, la rueda de la fortuna de la OTAN se mueve de manera misteriosa, pero no es difícil comprender cómo nuestros aliados -más elogiados que controlados- siguen su propia agenda.

¿Por qué, me pregunto, tenemos siempre esta relación ambigua, peligrosa, con nuestros aliados? Durante décadas aceptamos la creencia popular de que los especiales “B” constituían un brazo de seguridad vital de las autoridades de Irlanda del Norte, porque “conocían el terreno” -igual que, me lo temo, nos basamos en la Alianza del Norte porque “conoce el país”-.

Los israelíes se basaron en sus matones de la milicia falangista porque los cristianos maronitas odiaban a los palestinos. Los nazis aprobaron a sus asesinos croatas ustachas en 1941, porque los ustachas odiaban a los serbios.

¿Es la razón, me pregunto, por la que la Alianza del Norte es amiga nuestra? ¿No porque sea un aliado leal, sino porque odia a los talibanes? ¿No porque se oponga a la pobreza y a la miseria y a la destrucción de Afganistán bajo un régimen islámico, sino porque dice que odia a Osama ben Laden?

Hay hombres valerosos en la Alianza, es verdad. Su dirigente asesinado, Ahmed Shah Massoud, era un hombre honorable. No es difícil convertir a nuestros aliados en héroes.

Pero sigue siendo un hecho que de 1992 a 1996, la Alianza del Norte fue un símbolo de matanzas, violaciones sistemáticas y pillaje. Por ese motivo saludamos la llegada de los talibanes a Kabul -e incluyo al Departamento de Estado norteamericano-. La Alianza del Norte abandonó la ciudad en 1996, dejando atrás 50.000 muertos. Ahora sus miembros son nuestros infantes. Mejor que el señor Ben Laden, por cierto. Pero -¡en nombre de Dios!- ¿tienen que hacerlo en nombre nuestro?

La fuente: The Independent, Londres, 14 de noviembre, 2001. La traducción al español, para Rebelión (www.rebelion.org), pertenece a Germán Leyens.

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