Odisea desde Cisjordania hasta Toledo
Por Azzam al-Araj
En mi ciudad de origen, Tulkarem, en Cisjordania, continúa funcionando el toque de queda. Cuando me arriesgo y voy a pie a la oficina, que está a un kilómetro y medio de casa, suelo llevar a mi hijo Mahmod, de ocho años, para demostrar a las fuerzas israelíes de la ciudad que no soy una amenaza. Pero él no siempre puede acompañarme. En junio viajé de Tulkarem a Toledo, donde pasé un mes con mis colegas de Medio Oriente, incluyendo israelíes, para hablar sobre el futuro de la sociedad civil y del gobierno de nuestra región.
No entraré en detalles sobre la matanza de palestinos; el opresivo toque de queda, la desnutrición de los niños en Palestina, las demoliciones de las casas cercanas a la nuestra o el trauma diario de mi esposa cuando cada miembro de la familia sale al trabajo o a clase y ella se queda en casa rezando para que todos regresemos sanos y salvos.
En vez de todo eso, les voy a relatar una historia sobre el poder de la esperanza como superación a la ocupación. En realidad se trata de un cuento mundano, si lo comparamos con todo lo que está sucediendo aquí, pero aun así no queda exento de cierta importancia.
Para poder asistir al Instituto Internacional de Toledo, dejé mi casa en Tulkarem el lunes 17 de junio a las 5.30 de la madrugada, con intención de tomar el vuelo del sábado 22 desde Amán, en Jordania hacia Madrid. Partí pronto para estar seguro de conseguir salir de la ciudad. El toque de queda impuesto por el ejército israelí había terminado a las 5 en punto de la mañana. Mis planes contaban con trasladarme primero a un pueblo donde permanecería con unos parientes para viajar con mayor facilidad hasta el puente Allenby, el paso fronterizo entre Israel y Jordania.
Cuando me iba, oí que el ejército había decidido regresar. Me encontraba dentro de un taxi cuando vi una línea de tanques preparados para disparar aproximándose al pueblo. El conductor me dijo que era una locura continuar, que debíamos regresar. Pero lo convencí de que volver resultaba aún más insensato, porque en la ciudad nos dispararían. Así que nos desviamos por un campo lejos de la carretera principal y seguimos los caminos de tierra hasta otra aldea palestina. Una vez más, nos pilló el toque de queda y tuvimos que pasar allí la noche.
A la mañana siguiente continué en el taxi tras decidir que nos dirigiríamos directamente al puente. Condujimos por las carreteras de la montaña para evitar los cierres, hasta que llegamos al paso fronterizo con Jordania el martes por la tarde. Para cruzar el puente necesitaba atravesar el control israelí, a un lado, y el jordano en el otro. Por desgracia, el ejército israelí había cerrado el puente a casi todo el mundo. Así que me despedí del taxista y pasé dos noches durmiendo a un lado de la carretera a la espera de la apertura del puente.
El jueves por la mañana se anunció que se permitía el paso a 250 personas. Una multitud cercana a los 2.000 individuos se apelotonaba a la espera, y acordamos entre todos que la prioridad se regiría por el número de noches en espera. No resulté seleccionado, pero cuando llegaron los autobuses para transportar a los elegidos se desató el caos y todo el mundo se lanzó a los vehículos. Mientras uno de ellos se alejaba, arrojé mi equipaje al compartimento inferior -una de las dos maletas logró aterrizar dentro- y salté al autobús en marcha mientras tomaba velocidad.
Logramos cruzar el puente. Ahora tocaba esperar en el lado jordano. Pasaron cuatro horas hasta que llegaron los soldados para anotar los nombres de los que deseábamos entrar. Transcurrieron otras cuantas horas más. El calor resultaba abrasador, pero no se nos permitía abandonar el autobús bajo ningún concepto.
Por fin regresaron los soldados jordanos para leer la lista de los que no atravesarían la frontera y por lo tanto deberían regresar.Yo fui uno de los nombrados. Pero me encontraba en la parte delantera del autocar, cerca de los soldados, y les supliqué que me dejasen pasar, explicándoles que tenía que asistir a una importantísima conferencia en España, les mostré mi documentación, mi visado español y mi billete de avión. El soldado dijo que no. Lo seguí fuera del autobús y continué rogando y discutiendo, esta vez con un oficial superior. «No voy a regresar», dije. «Si quiere puede arrestarme, pero no pienso volver». Al parecer, al oficial jordano le hizo gracia mi obstinación, por lo que finalmente consintió en dejarme pasar.
Llegué hasta Amán y me quedé en casa de unos parientes, y desde allí volé hasta el aeropuerto de Barajas, donde me recogieron unos representantes de la Universidad de Medio Oriente. Más tarde, mis colegas del Instituto me preguntaron: «¿Y por qué no regresaste a casa?», a lo que respondí que debía seguir adelante para luchar por nuestro futuro.
Y eso es lo que deseo hacer. Estoy dispuesto a emprender un nuevo camino con mis amigos israelíes y árabes, con quienes pasé un mes increíble en España. Deberíamos recorrer juntos esa senda hacia el futuro, hacia la paz y la prosperidad y hacia el reconocimiento mutuo de dos pueblos y dos Estados.
La fuente: Azzam al-Araj es secretario general de la Sociedad del Banco de Sangre de Tulkarem (Cisjordania) y acaba de participar en un curso de verano sobre Gobernabilidad, Política Pública y Sociedad Civil en la Universidad de Medio Oriente de Toledo. Este relato fue publicado previamente por el diario español El Mundo (www.elmundo.es).