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sábado, mayo 18, 2024

Fundamentos humanitarios en la sociedad pulaar de Mauritania y Senegal

SociedadFundamentos humanitarios en la sociedad pulaar de Mauritania y Senegal

Fundamentos humanitarios en la sociedad pulaar de Mauritania y Senegal Las imágenes de divisiones, conflictos y atrocidades se emplean profusamente para representar la situación de los derechos humanos en Africa, obviando las tradiciones seculares de respeto del ser humano y de sentimientos elevados de humanidad afianzadas en todos los parajes del continente. Cabría preguntarse si las carencias actuales en la materia no prueban la ineficacia, o al menos la incapacidad, de las normas positivas para cubrir ámbitos en los que, sencillamente, las tradiciones consuetudinarias han sido relegadas a un segundo plano. En este trabajo, el autor desmenuza las normas humanitarias en la sociedad pulaar de Mauritania y Senegal, un grupo con una praxis notable en materia de arbitraje y de conciliación. Por Ly Djibril

Las relaciones que mantenían los distintos grupos asentados a lo largo del río Senegal, cuna de la civilización de los haalpulaaren de Senegal y de Mauritania, no siempre han estado exentas de enfrentamientos y conflictos de todo tipo [1]. De hecho, los haalpulaaren cuentan con una fórmula, waak koda [2], que parece perfectamente acuñada e ilustra las belicosas relaciones que han mantenido con sus vecinos durante largos años. Esta máxima también circulaba en la época de la colonización.

A pesar de la desconfianza reinante entre los colectivos humanos unidos por una relación de vecindad, se abrieron dos vías, que llaman la atención del investigador, para prevenir los conflictos. Nos referimos al interés que estos grupos demostraban por las alianzas y a los procedimientos diplomáticos que sobre éstas se tejían.

Alianzas

Las alianzas se podían concertar en función de las expectativas políticas o militares, declaradas o implícitas. De hecho, las relaciones de fuerza que progresivamente se iban desarrollando reflejaban, a menudo, el peso demográfico político-militar de las ciudades y pueblos que nacían y desaparecían a lo largo de la historia en el valle del río. No obstante, cabe destacar que, en la mayoría de los casos, estas alianzas se forjaban mediante uniones familiares de grupos que, hasta entonces, podían haberse profesado animosidad. Las uniones que se establecían de este modo actuaban como parapeto entre las familias políticas y servían para acercar los grupos.

Debido al frágil equilibrio existente en la subregión, las alianzas de índole política y militar eran particularmente numerosas y significativas. En opinión de algunos historiadores, no se puede comprender la historia de Mauritania y de Senegal sin tener presente esta práctica. El guineano Bubacar Barry afirma, precisamente en este sentido, que las relaciones entre las dos entidades geográficas, así como su historia, han cobrado una dimensión especial merced a las alianzas que se han ido fraguando según la coyuntura [3].

En la época medieval, en otros lugares como Europa, las alianzas políticas y militares surtieron efectos, actuando, a menudo, como factor positivo para la solución pacífica de numerosos conflictos [4]. Si se trataba de alianzas matrimoniales, aunque se justificaran por la proximidad geográfica, contribuían asimismo al mantenimiento del clima de paz entre las familias que las circunstancias unían o reunían [5].

La historia del Fuuta (territorio donde los haalpulaaren son mayoritarios y que corresponde a la franja formada por las dos riberas del río Senegal, desde la frontera maliense hasta el límite occidental del río) abunda en testimonios, a cual más revelador. Las alianzas con los ulofs, los moros, los soninkés y, especialmente, los sereres ilustran elocuentemente los encuentros culturales que se producían en el interior de esta zona de África occidental. Estas instituciones, aunque no fueran una garantía de paz perdurable a toda prueba, favorecían actitudes más conciliadoras en tiempo de paz e incluso en tiempo de guerra. Piénsese en las alianzas militares de El-Hadj Omar durante su guerra santa. El historiador norteamerucano David Robinson señala al respecto que El-Hadj Omar, durante sus desplazamientos, «concertó alianzas matrimoniales por razones políticas» [6]. No obstante, Robinson emite algunas reservas con respecto a esta afirmación. Considera, en efecto, que los rumores que envuelven a las fuentes, o lo contradictorio de éstas, aconsejan prudencia en la interpretación de los efectos que estas alianzas tuvieron para las relaciones políticas entre el jeque y las provincias y los imperios que se hallaban bajo su autoridad. Se han encontrado otras formas de unión, entre las que cabe mencionar las uniones matrimoniales contraídas por los alumnos de las escuelas coránicas o sus maestros durante sus peregrinaciones estacionales [7].

Procedimientos diplomáticos

Los numerosos intercambios y contactos que los haalpulaaren habían mantenido con sus vecinos favorecieron el desarrollo de una praxis notable en materia de arbitraje y de conciliación. Cabe señalar, no obstante, si no la escasez, al menos la dispersión de los estudios relativos a estas instituciones. Esto limita, en alguna medida, el alcance de su análisis, pero no es motivo para negarles todo crédito. Los procedimientos diplomáticos han jalonado la historia de la humanidad, especialmente la de los litigios internacionales; son una referencia obligada en cualquier reflexión sobre la evolución de las relaciones sociales en este ámbito.

En África los juristas explican la inclinación por los procedimientos diplomáticos como la prolongación de actitudes psicológicas poco proclives a las técnicas consideradas como más procedimentalistas y formalistas. De ahí que el hecho de recurrir a métodos cuya particularidad consiste en sustraerse al aparato jurídico y a todos los inconvenientes que ello implica permita, en muchos casos, reducir la tensión entre dos protagonistas que defienden tesis opuestas. La negociación, el diálogo, la consulta a los sabios de los grupos enfrentados, parecen, a menudo, instituciones más acordes con sociedades en las que la moral y la costumbre desempeñan un papel determinante.

Al margen de los llamados procedimientos diplomáticos, el arbitraje ocupaba lugar de excepción. En las fuentes históricas escritas se cita con profusión. Piénsese en la función que cumplió en el contencioso fratricida que opuso a El-Hadj Omar Tall y Amadú III. Sin que sea preciso entrar en los detalles al respecto, recordemos simplemente que esta disputa surge porque el rey de Macina había acogido a un rey bambara animista, huido, que El-Hadj Omar y sus tropas trataban de convertir al Islam por la fuerza [8]. Ante la negativa del rey de Macina se desencadenó un conflicto. El-Hadj Omar envió una delegación ante el soberano de Macina para zanjar el litigio mediante un arbitraje, pero esta propuesta no parece haber contado con la aquiescencia del peul de Macina. De ahí que Omar Tall emprendiera la defensa de su tesis en forma de alegaciones, reproducidas en un opúsculo titulado “Esto fue lo que sucedió entre el jeque Omar y Admed, hijo de Admed”. Este procedimiento argumentativo sigue siendo citado ampliamente como ejemplo por los haalpulaaren.

La defensa de Omar Tall consistía en proceder por razonamiento analógico: por haber protegido a un no creyente, se consideró ipso facto al propio rey de Macina como una persona propensa a este tipo de prácticas. Por lo tanto, declarar una guerra santa contra alguien a quien, por analogía, se consideraba pagano no necesariamente era un acto condenable a los ojos de las tropas de Omar ni para la opinión pública.

Aunque las justificaciones aducidas no se puedan suscribir fácilmente, este procedimiento traduce, incluso hoy, las vacilaciones previas al desencadenamiento de las hostilidades. La extrema prudencia de la que se hizo gala parece haber sido premonitoria, ya que la campaña de Macina fue para las tropas de Omar una de las operaciones más difíciles y sangrientas.

El procedimiento de conciliación también se cuenta entre las tradiciones haalpulaaren. David Robinson, en su aproximación a la guerra santa de El-Hadj Omar, destaca el cometido de mediador que el jefe de la cofradía tiyaniya desempeñó en la solución de numerosos conflictos en la subregión sudano-subsahariana.

Recurrir a la fuerza se había convertido en una medida excepcional, incluso si fracasaban los llamados procedimientos diplomáticos. Este talante se ve refrendado por un dicho pulaar que proclama las virtudes del diálogo: “Para reinar es mejor recurrir a la diplomacia que a la fuerza”. Síntesis del pacifismo en la tradición pulaar, este proverbio, ampliamente citado, avala la pertinencia del debate y del diálogo frente a las incertidumbres del odio y de la violencia.

Normas del derecho de la guerra

Guerreando consigue el hombre poner a punto nuevas técnicas de combate; éstas, por su parte, por ser cada vez más destructivas, requieren la elaboración de nuevas normas humanitarias permanentemente adaptadas. Ante el silencio del derecho, las partes siempre pueden recurrir a las costumbres, en función de las actitudes y conductas que se produzcan en primer lugar.

Además, las afinidades y los parentescos lingüísticos eran otros parámetros indispensables en el modo de aplicar las normas humanitarias vigentes. Como veremos más adelante, esto constituye una referencia en la aplicación de las disposiciones pertinentes en caso de conflicto armado. Al parecer, este método se justifica, en algunos casos, por el hecho de que los haalpulaaren, especialmente en el siglo XVIII, acentuaron “el contraste entre la inteligencia, el honor y la honradez, que habría de caracterizarles como clase dominante, frente al comportamiento incivilizado de sus esclavos… [9].

El advenimiento del Islam en el Tekrur durante el siglo IX [10], así como su paulatina consolidación en la tradición y la cultura pulaar, van a favorecer la introducción en la práctica de la guerra de normas cuyo ámbito de aplicación es más amplio, ya que habían de ser cumplidas por todos los creyentes, sin discriminación. La propia yuxtaposición de normas cuasi positivas y consuetudinarias conllevaba las propuestas de sanción. Además, estimuló un nuevo tipo de conducta de combatientes que ya estaban acostumbrados a proteger a una categoría de personas y de bienes, así como a tratar, según un estatuto particular, a los prisioneros y cautivos de guerra [11].

Modo de conducir la guerra

Los medios de combate del sofa, el soldado pulaar, eran, en general, rudimentarios: azagayas, sables, flechas, fusiles, etc. La guerra se conducía y se gestionaba entonces en función de estos medios, pero también se la preparaba previamente durante toda la formación de los sofas que recibían una enseñanza de conformidad con la conducta que habían de observar durante las operaciones de combate o en la vida cotidiana [12]. Esta formación también se impartía en otras regiones de Senegal, según declara Yolande Diallo, quien escribe al respecto que había una verdadera ética de la guerra que se enseñaba a todo joven noble para su futuro ejercicio de las armas [13].

No obstante, cabe interrogarse sobre el fundamento de estas normas y tratar de clasificarlas atendiendo a las categorías existentes. Desde este punto de vista, aunque muy cercanas a las normas consuetudinarias, estas normas no pueden ser sistemáticamente consideradas como tales por dos razones fundamentales.

En primer lugar, las hostilidades se sucedían en esta región con tal frecuencia que las propias poblaciones habían determinado sus relaciones belicosas con una célebre fórmula: waaw kodaa [2]. De manera que las normas específicas aplicables durante los conflictos armados, y su eventual aplicabilidad, dependían esencialmente del tipo de relación que mantuvieran los vecinos. Dada la disparidad de relaciones entabladas a lo largo del río y en las zonas donde los haalpulaaren convivían con otros grupos, es difícil sacar conclusiones con respecto a su concordancia, claridad y repetición, aspectos éstos que habrían de permitirnos extraer la opinio juris y servir de pauta para clasificar los hechos y actos consuetudinarios.

Por último, la movilidad de las poblaciones, motivada por la búsqueda de nuevos espacios más acogedores o forzada por una relación de fuerza que impeliera al grupo débil a abandonar cierta zona, era, a menudo, un obstáculo para el desarrollo ordenado de normas de más preciso alcance.

Estas normas, frecuentemente inspiradas en el pragmatismo y la experiencia en el combate, tenían un marcado contenido filosófico; se manifestaban en la conducta cotidiana sin necesidad de invocar norma jurídica alguna al respecto. Las consideraciones sobre el honor o la dignidad pueden tener un efecto disuasorio mayor que el conjunto de las normas, incluso positivas [14].

El positivismo del derecho sólo se puede afincar verdaderamente en un terreno sociológico favorable. Para convencerse, basta observar los múltiples atentados contra los derechos en numerosos países donde los referentes morales y culturales han sido desplazados. Y esto es válido tanto para África como para Europa, Estados Unidos o Asia.

Estas normas, que simbolizan una parcela de prederecho, se han ido afinando y adaptando progresivamente, según las circunstancias. Con el Islam, tendrán un contenido más próximo al derecho positivo. Se puede, a este respecto, enumerar algunas normas en torno de las cuales parece haber consenso:

1. En la tradición guerrera del ámbito pulaar se observa que los conflictos armados no se iniciaban, en general, hasta después de haber sido declarados. Evidentemente, el acto podía tener significados y manifestaciones diversas. De hecho, en los diferentes imperios y ciudades que se han ido formando a lo largo del río Senegal, se confiaba la misión de informar acerca de la existencia de conflictos a agentes de información cuya función era conocida y tolerada. Estos agentes, que a menudo pertenecían a la casta de los griots, informaban a su soberano acerca de la inminencia de la guerra; esto permitía a las tropas prepararse, resguardar a las personas que gozaban de una protección especial y las cosechas, y ocultar los datos que podían ser útiles al campo contrario. Estos informadores eran considerados, por lo tanto, como hábiles emisarios de paz, en quienes recaía parcialmente el desarrollo de las normas humanitarias [15].

2. Cuando se daban por entabladas las operaciones, las tropas entraban en combate. Esta actuación estaba regulada por consideraciones relativas al honor y a la dignidad. En la tradición pulaar, un combate en el que se vencía por sorpresa carecía de todo significado. Se consideraba que una lucha era equilibrada cuando los distintos adversarios habían tenido la posibilidad de medirse lealmente y de enfrentarse en buena lid -planteamiento que se enmarca en una dinámica corneliana: una victoria sin peligro es un triunfo sin gloria-. En general, se considera que, incluso cuando se enfrenta a la muerte, el condenado ha de comportarse con dignidad y valentía: «So neddo ina maaya, yoo maaydu et ndimaagu mum» [16].

3. Los combates nocturnos estaban prohibidos. En realidad, las difíciles condiciones nocturnas de visibilidad tendían a desproporcionar la relación existente entre las tropas enfrentadas. La sabiduría dicta, en este caso, que se hagan muecas al enemigo cuando con él se topa de noche. Éste es el sentido que se puede dar a la máxima siguiente: «Hai so jamma kawrudaa e gano maada, biin dum, duum fof ko e hare jeyaa». La prohibición de los combates nocturnos procede de una visión compartida por numerosas sociedades, a imagen de la India, como lo demuestra el que fuera presidente de la Corte Internacional de Justicia, el juez Nagendra Singh, cuando escribe que en la antigua India “los ataques nocturnos estaban prohibidos” [17].

4. No todos los individuos podían participar en los combates; las condiciones para el reclutamiento, por lo demás, eran especialmente limitadas. Los niños, los ancianos y las mujeres, en principio, no estaban autorizados a participar en los combates. Si se trataba concretamente de niños, no podían ser enrolados hasta que no se decidiera que habían alcanzado la edad de la pubertad, edad a la que podían desempeñar en el grupo todos los cometidos asignados a los adultos, incluso el de ir a la guerra. En general, esta regla se cumplía, ya que se cita como ejemplo en el caso del combate del Alamín del Fuuta, Abdel Kader, contra el príncipe ulof Amadi Ngoné, en nombre de la Jihad [18]. Es importante poner de relieve que el combatiente, además, había de estar sano de cuerpo y mente.

5. La perfidia (jamfo) también estaba prohibida, por ser contraria a las virtudes del honor y de la valentía. Podía ser considerado como perfidia el ataque por sorpresa o el que se llevara a cabo incumpliendo lo previamente acordado por las tropas contendientes.

6. El combatiente que se diera a la fuga era considerado como fuera de combate en virtud del proverbio: “Se considera como fuera de combate a la persona que, cuando es perseguida decide echarse cuerpo a tierra”. Cualquier violación de esta norma conllevaba la responsabilidad de su autor, que había de cumplir las penas impuestas por sus superiores jerárquicos, durante o tras las hostilidades, según la gravedad de la falta.

7. El combatiente que se rinde no puede ser atacado, a no ser que oponga resistencia a los soldados encargados de arrestarlo. Si no hace ademán de oponerse, se considera que es un acto desproporcionado atacarlo.

Personas y bienes protegidos

Varias categorías de personas y bienes se beneficiaban de una protección especial. En esta cuestión la tradición pulaar discurre por caminos bastante trillados. No obstante, aunque se acepten las normas que sustentan esta protección, dictadas en su mayoría por la sensatez, sus fundamentos psicológicos y culturales pueden diferir.

1. La protección de la que se beneficiaban las mujeres, por ejemplo, procedía de consideraciones específicas. Cabe destacar, no obstante, que tal protección se podía invocar sólo si la mujer no estaba directamente implicada en las operaciones de combate. Curiosamente, esta medida estaba fundada en creencias supersticiosas. Los combatientes pensaban que si atacaban primeramente a una mujer se trataba, sencillamente, de un signo premonitorio de su derrota. Por lo tanto, no era su estatuto de progenitora el que garantizaba la protección que, por lo demás, seguía muy anclada en la mentalidad de los combatientes [20].

2. Los ancianos también estaban protegidos en caso de conflicto armado. Depositarios de la historia de los grupos, árbitros de los conflictos sociales, en general, cumplían una función sumamente importante para el equilibrio de las sociedades tradicionales africanas. El llorado Amadú Hampaté Bâ acuñó la célebre fórmula según la cual «en África, cuando muere un anciano es como si ardiera una biblioteca».

3. Los niños, símbolos de inocencia y garantías de futuro, también se beneficiaban de una protección especial durante las operaciones militares. En principio, no se les podía combatir. Cuando participaban en las operaciones y eran detenidos, se beneficiaban de un estatuto más clemente que el asignado a los adultos, habida cuenta de su estado físico.

Más en general, la educación de los combatientes en el respeto de los niños no se circunscribía a las operaciones militares. En numerosos pueblos pulaares, se recomendaba a los padres y a los educadores que enseñaran a los niños el respeto del bien y el amor a la paz. En este sentido, los haalpulaaren recurren a una fórmula que resume la importancia de este proceder. En estos ambientes se coincide en afirmar que: “Hay que acostumbrarse, en la medida de lo posible, a la paz. Quien se acostumbre a la paz no puede amar la violencia”. Esta idea hace resaltar las virtudes de la educación para la paz. Hoy en día, para que este mensaje cale más hondo, es importante que incorpore referentes culturales fácilmente identificables por sus destinatarios.

Prisioneros de guerra y otros cautivos

Los criterios para determinar el estatuto de prisionero o de cautivo de guerra no siempre eran homogéneos; su aplicación variaba en función de las relaciones de fuerza que prevalecieran entre los distintos grupos vecinos que se enfrentaban en los conflictos armados. La índole jerarquizada y tradicionalista de la sociedad pulaar es un factor añadido por lo que atañe a la apreciación del estatuto de prisionero de guerra o de cautivo. En el sistema tradicional pulaar se distingue entre los nobles, toroodbe, y, por oposición, las demás castas. Esta estratificación suponía la calificación del prisionero según dos categorías. De ahí que a los combatientes de la casta toroodbe, que hubiesen abrazado la religión musulmana, no se les soliera calificar o tratar como prisioneros de guerra, o, simplemente, como esclavos. Es más, no se consentía el mero sometimiento de estas personas por la fuerza.

Los métodos coercitivos empleados por la potencia francesa provocaron la ira del almamín del Fuuta, Abdel Kaber, durante las operaciones de la administración francesa en la trata de negros. En mayo de 1789, escribía al gobernador francés: “Le advertimos que mataremos y masacraremos a todo aquél que llegue a nuestra tierra para practicar la trata” [21].

Esta voluntad de hacer distinciones entre los prisioneros parece haber sido compartida en numerosos casos. En este sentido, un coetáneo de El-Hadj Omar le reprochó duramente el incumplimiento de esta norma por parte de sus tropas: el ejército del jeque había mantenido prisionera a la esposa del príncipe de Macina, Seku Amadú. Los hechos que se imputaban al jeque debieron de parecer lo suficientemente graves como para justificar el tono de la carta de El Bekaye Kounta: “He oído decir que tus hombres le han infligido el trato reservado a las esclavas y que han justificado su conducta pretendiendo que se trata de una pagana. ¿Hay alguien entre todos los peuls, y no digamos Seku Amadú, que sea pagano?” [22].

La norma de dos categorías obligaba, por consiguiente, a que las fuerzas armadas en conflicto dispensaran a algunos prisioneros un régimen especial de favor, durante todo su cautiverio. Los demás combatientes eran tratados, fundamentalmente, en función del rango que ocuparan en el ejército. Por lo tanto, el trato que había de recibir se determinaba caso por caso.

El cumplimiento de esta norma implicaba, en última instancia, distintos procedimientos para liberar a los prisioneros. Mientras que los nobles y los musulmanes eran liberados tras un intercambio o unilateralmente, los demás, en general, permanecían como cautivos de guerra; pasaban a engrosar el botín de guerra y tenían el estatuto de sirvientes en las cortes reales, donde, a pesar de todo, habían de recibir un trato humano. De hecho, el Islam erige en norma esencial el respeto debido a la persona que, momentánea o definitivamente, se encuentre en posición de vulnerabilidad o de sumisión; esta norma se extiende, como es obvio, a los prisioneros de guerra. En efecto, la azora 4, aleya 36, reza: «¡Servid a Dios y no le asociéis nada! ¡Sed buenos con vuestros padres, parientes, huérfanos, pobres, vecinos -parientes y no parientes- el compañero de viaje, el viajero y vuestros esclavos![…]». Esta es la razón por la cual podía parecer razonable que se liberara a los prisioneros tras un canje o tras el pago de un rescate.

Conclusión

A la luz de las observaciones que anteceden, se desprenden dos elementos de reflexión: en primer lugar, la índole accidental del recurso a la fuerza; la voluntad de proteger al ser humano en cualquier circunstancia y, por consiguiente, la imperiosa necesidad, para el grupo, de mejorar sus propias normas; la segunda observación se fundamenta en la sencillez del «corpus» aplicable durante los conflictos armados; inspiradas en la costumbre, en la sensatez, subordinadas a las prácticas de reciprocidad, estas normas respondían, esencialmente, a cuestiones concretas que, debidas a los sufrimientos causados por la guerra, afectaban al equilibrio del grupo.

Dado el resurgimiento de los conflictos armados internos en África, la enseñanza de las tradiciones humanitarias, inspirada en las experiencias africanas, ayudaría a centrar los discursos en la necesidad de potenciar la cultura y la práctica conducentes a un mayor respeto de los derechos de la persona humana.

Notas: 1. A.B. Diop, Société toucouleur et migration, Universidad de Dakar, IFAN, 1965, p. 15. 2. La idea podría ser traducida así: hay que saber defenderse para poder reivindicar el derecho a ser dueño del lugar en el que uno ha instalado su casa. 3. Bubacar Barry, Le royaume de Walo. Le Sénégal avant la conquête, París, Karthala, 1985, p. 421. 4. En este sentido, C.A. Colliard, Institutions des relations internationales, 8ª edición, París, Dalloz, 1985, pp. 23 y siguientes. 5. Véase, en especial, M. Dupire, Organisation sociale des Peuls, París, Plon, 1970, p. 262 y passim. 6. David Robinson, La guerre sainte d’El-Hadj Omar. Le Soudan occidental au milieu du XIXe siècle, París, Karthala, 1988, p. 320. El autor menciona, por ejemplo, el matrimonio con Mariatu, enviada desde Nigeria en señal de reconciliación, p. 140. 7. En este sentido, B. Barry, op.cit. (nota 3), p. 83; véase igualmente el abad D. Boilat, Esquisses sénégalaises, París, Karthala, 1984, pp. 398 y siguientes. 8. Para los detalles de este asunto, véase D. Robinson, op.cit. (nota 6), pp. 267 y siguientes. 9. D. Robinson, op. cit. (nota 6), p. 83. 10. En este sentido, véase P. Alexandre, Les africains. Initiation à une longue histoire et à de vieilles civilisations, de l’aube de l’humanité au début de la colonisation, París, Lidis, 1981, p. 267. 10. Con respecto a la enseñanza de las leyes de la guerra a las tropas de Omarl, véase D. Robinson, op.cit. (nota 6), p. 117. 11. Yolande Diallo, «Droit humanitaire et droit traditionnel africain», RICR, n° 686, febrero 1976, pp. 69-75. 12. Un autor francés del siglo XIX afirmaba al respecto que los haalpulaaren se sienten orgullosos “de haberse adelantado [a los europeos] en la carrera de la razón, la justicia y la humanidad”: Keledor, Histoire africaine, citado par B. Barry, op.cit. (nota 3), p. 195. 13. Entrevistas con Oumar Ba, sociólogo mauritano de renombre. 14. De hecho, en algunas circunstancias, este pensamiento es llevado a límites extremos. Tal es el caso del príncipe pulaar del siglo XVIII, llamado Samba Geleajo Jeegi, que había puesto fin a sus días al confiar a su amada el secreto de su relativa invulnerabilidad durante los distintos combates en los que había resultado victorioso, a sabiendas de que su esposa iba a utilizar esta información para matarlo. En sus postreros instantes justificó su gesto declarando que, si no revelaba su secreto, sería tildado de miedoso. De ahí que para él «wataa wad maaya, hattaa kam wadde. Hadatami wadde tan ko wataa wad koyaa», cuya traducción sería: «No dejaré de hacerlo por temor a la muerte, mas sólo si me produce vergüenza». Véase, sobre la fascinante historia de Samba Gellajo Jeegi, O. Kane, «La tragique histoire de Samba Gellajo Jeegi qui régna sans avoir été sacré», Afrique Histoire, n° 7, 1993, p. 60. 15. Nagendra Singh, «Armed conflicts and humanitarian laws of ancient India», in C. Swinarski (éd.), Études et essais sur le droit international humanitaire et sur les principes de la Croix-Rouge, en l’honneur de Jean Pictet, Genève/La Haye, Comité international de la Croix-Rouge/Martinus Nijhoff, 1984, p. 535. 16. Véase el Abad D. Boilat, op.cit. (nota 7), p. 398. 17. Entrevistas con Oumar Ba. 18. Citada por B. Barry, op. cit. (nota 3), pp. 194 y siguientes. 19. Citada por D. Robinson, op.cit. (nota 6), pp. 286 y siguientes. 20. El Corán, Edición preparada por Julio Cortés, Editora Nacional, Madrid, 1980.

La fuente: Ly Djibril es doctor de Estado y profesor de derecho público en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Económicas de Nuakchott, Mauritania, donde actualmente es profesor de derecho internacional público. El autor es igualmente consultor de la delegación zonal del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para el Magreb. Este artículo ha sido publicado por la Revista Internacional de la Cruz Roja N° 148 (http://www.icrc.org).

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