7.4 C
Buenos Aires
martes, mayo 14, 2024

El sueño de Rebekah, relato de Olive Schreiner

CulturaEl sueño de Rebekah, relato de Olive Schreiner

El sueño de Rebekah, relato de Olive Schreiner Olive Schreiner es una escritora clave en la historia de las letras sudafricanas. Nacida en 1855, comenzó a escribir con un seudónimo masculino para sortear los prejuicios sociales de la época. Su obra “Historia de una granja africana” le dio un amplio reconocimiento internacional y está considerada la primera obra de ficción de su país. Abanderada de los los sectores más desfavorecidos de la sociedad, hizo campaña activa contra el colonialismo, la opresión de las mujeres y los negros y la guerra, lo que no impidió que los ingleses le quemaran la casa y la encerraran durante varios años en un campo de concentración. En este relato, Schreiner se revela, además, como una agudísima visionaria.

-Sabéis, muchachos -dijo de pronto, tras un silencio-, a veces tengo un sueño. Sueño que mientras vivimos aquí, en este viejo mundo, donde siempre hemos vivido, aparece de repente una nueva raza humana, terrible, extraña, llegada quién sabe de dónde, quizá de la estrella más cercana.

Se detuvo.

-Sueño que, de cuerpo y de alma, son como nosotros, pero que tienen terribles caras blancas, nuestra piel tiene color pero la de ellos es blanca como la nieve y sus cabellos son como gruesos hilos de oro sólido.

Ríen y hablan igual que nosotros. Las madres traen a sus hijos al mundo y los educan y cuidan mientras que hombres y mujeres tienen amigos y parientes a los que aman y, cuando mueren, igual que morimos nosotros, derraman amargas lágrimas frente a sus recientes tumbas. Cuando se los golpea, sus cuerpos sienten dolor y cuando se los insulta, se ofenden; viven y temen y odian y sueñan, y, tras la muerte, sus cuerpos se transforman en polvo, como lo hacen los nuestros. Son humanos; pero existen diferencias entre ellos y nosotros: saben cosas que nosotros no sabemos y pueden hacer lo que nosotros no podemos.

Nosotros, aquí en la tierra, estábamos tan orgullosos de nuestras pequeñas ciudades y nuestros pequeños inventos, de nuestros barcos y nuestros libros y de nuestros telescopios y nuestras leyes y de nuestras costumbres y nos considerábamos tan sabios y creíamos conocer la diferencia entre el bien y el mal, mas, súbitamente, cuando llegaron esos terribles extraños de caras blancas, todo cambió. En pocos días devastaron las ciudades que nos había llevado siglos construir y en su lugar levantaron palacios tan grandes que nuestras catedrales fueron a parar a sus sótanos. Habían aprendido a dominar las mareas e incluso los movimientos terrestres y a utilizarlos a su antojo. Allí donde nosotros cavábamos con dificultad agujeros en la tierra de unas pocas millas, ellos, con sus asombrosas máquinas, cortaban millas como si fueran queso. Poseían máquinas que llevaban corrientes de aire frío desde grandes alturas para refrescar las llanuras tropicales y podían mandar enormes corrientes de aire caliente para entibiar las cimas de las montañas. Enviaban corrientes de aire y agua cálidas a los polos para crear allí una eterna primavera y enfriaban el ecuador con el agua de los polos. Si querían hablar con alguien que se hallara a miles de millas de distancia, hablaban y se los escuchaba, no sabemos por qué medios; y para escribir no utilizaban las manos: se colocaban algo en el cerebro y los pensamientos se inscribían solos. Para viajar al otro extremo de la Tierra, no tenían que usar nuestros trencitos y barquitos: andaban por el aire y los picos de las más altas montañas entibiadas por las corrientes cálidas de las llanuras eran sus escalas de descanso. Poseían instrumentos tan delicados que podían ver correr la sangre en la pata de un jején no más grande que la cabeza de un alfiler; y otros tan potentes que podían observar un guijarro no mayor que un dedal en la superficie lunar, de la misma manera en que nosotros vemos los volcanes extintos con nuestros telescopios. Se burlaban de nuestra sucia costumbre de introducirnos sustancias patógenas en las venas para protegernos de las enfermedades y de echarnos venenos en el estómago para curar todas las partes del cuerpo. Habían descubierto el significado de vivir y de crecer; sabían lo que ocurría en el interior del cuerpo y, cuando algo no andaba bien, conocían la forma de buscar la causa y de solucionarlo. Nos llamaban primitivos. En sus laboratorios, preparaban comidas raras y deliciosas, partiendo sólo de gases y átomos primarios: comidas como las que nosotros sólo podemos obtener sacándolas de la tierra y el aire y combinándolas en los laboratorios vivientes que son las plantas y los animales. Conocían con precisión qué cantidad de cada sustancia que el cuerpo precisa contenía cada bocado que ingerían y cuál sería su efecto; no comían a ciegas lo que se les ofrecía, como solemos hacer nosotros. Para ellos, son horribles y sucias la carne sanguinolenta de la que nos alimentamos, las raíces que arrancamos de la tierra, la leche que tomamos de otros seres vivos, como para nosotros lo son las larvas y las vísceras que ingieren los bosquimanos. Y nuestra ropa, la piel de criaturas muertas con que abrigamos nuestras manos y pies, las pieles de chacales, osos y mofetas que nos ponemos sobre los hombros con las colas moviéndose y que nos hacen sentir tan importantes, las plumas de las aves y las aves muertas que combinamos con paja y nos colocamos sobre la cabeza, los mechones de pelo y lana de los lomos de los animales, los hilos sacados de gusanitos, la fibra podrida de plantas que transformamos en telas y que tan orgullosos llevamos a todos lados considerando salvajes a aquellos que no las llevan, todo eso les resultaba repugnante.

Pero no sólo sabían más que nosotros sobre ropas, alimentos y casas; poseían cosas bellas y asombrosas con las que nosotros ni siquiera habíamos soñado: instrumentos musicales más extraordinarios y dulces que los nuestros, así como nuestros órganos y violines son mejores que los gorra?gorras de bosquimanos y hotentotes. Escuchar la música de esos instrumentos era sentir que todas las estrellas cantaban al unísono, inundando la tierra y el cielo.

Sus cuadros se movían y hablaban.

De igual manera, como sus conocimientos eran distintos de los nuestros, sus leyes y sus costumbres diferían de las nuestras. Lo que nosotros creíamos correcto para ellos constituía un error. Se mofaban de nuestras creencias y nos llamaban primitivos, ignorantes y supersticiosos. Se reían de que les echáramos agua a nuestros bebés en la frente para salvarlos y se burlaban cuando alguno de nosotros afirmaba que el pan y el vino se convertían en sangre y en carne sólo porque un hombre pronunciara unas palabras, del mismo modo en que nosotros nos reímos de los brujos negros cuando murmuran sobre sus huesos y amuletos. No les producía pena que fuéramos ignorantes: hacían befa de nuestros libros y de nuestros cuadros y de todo lo que edificábamos y realizábamos. Pensaban que nuestro cuerpo era más feo que el suyo, aunque nosotros nos considerábamos igualmente bellos. No subían en un avión con nosotros ni respiraban el mismo aire: nos llamaban ‘Razas Inferiores’.

Acaso lo éramos. Pero afirmaban que el mundo que había sido nuestro, en el cual habíamos tratado de crecer y aprender y hacer las cosas un poco más bellas, no era un sitio para nosotros a menos que los sirviéramos y les fuéramos útiles. Destruyeron nuestros pequeños países y nuestros pequeños gobiernos y nuestras pequeñas leyes: se apropiaron de toda la tierra. Dijeron: ‘Trabajad para nosotros, sólo servís para eso; os dejaremos seguir viviendo si nos sois útiles’.

De vez en cuando alguno de ellos procuraba enseñarnos y ayudarnos a saber lo que ellos sabían; pero cuando uno lo hacía, los otros gritaban: ‘Tonterías; los estás sacando de su sitio; se trata de una Raza Inferior’. Se preguntaban por qué vivíamos en el mundo y para qué habíamos sido creados”.

-¿Y nosotros? ¿Qué hacíamos entonces? -preguntó Charles, suavemente, echándose un poco hacia adelante al ver que ella permanecía inmóvil.

-¡Tendríamos que haberlos arrojado de cabeza al mar! ¡Si yo hubiera estado allí, les habría enseñado quiénes somos! -exclamó Frank. ¿Qué tenían que venir a hacer aquí, donde nosotros estábamos antes? ¡Era nuestro mundo!

Rebekah permaneció inmóvil un momento.

-No podíamos luchar contra ellos -dijo muy despacio-; podíamos morir, pero no luchar contra ellos. A veces, miles de nosotros nos juntábamos. Decíamos: “Mejor morir con las armas en la mano que yacer como perros y ser pateados hasta la tumba”. Y nos reuníamos con nuestras pequeñas pistolas y cañones, de los cuales habíamos estado tan orgullosos, y avanzábamos por miles; pero no podíamos luchar contra ellos. Desde muy alto, veían y derramaban sobre nosotros ráfagas de aire envenenado, así que moríamos a cientos y a miles, como mueren las langostas cuando se las rocía con veneno, sin que sepan de dónde procede. A veces lanzaban sobre nosotros chorros de metal líquido y caíamos como caen las mazorcas de maíz durante la cosecha. No podíamos oponerles resistencia: sólo podíamos morir. Y, a veces, si por alguna extraña casualidad lográbamos arrancarle la vida a uno o dos de sus hombres, nos llamaban asesinos; mientras que nuestros muertos yacían por miles.

Pero a algunos de nosotros nos ocurrió algo mucho más atroz. No intentamos luchar y no morimos repentinamente; nos esperaba un destino mucho más terrible.

Como ellos nos menospreciaban, ¡empezamos a menospreciarnos a nosotros mismos!

Si arrancas un árbol violentamente y lo arrojas por tierra con todas las raíces expuestas al aire ?las raíces por las cuales ha bebido la vida durante tantos años?, puede que las hojas se mantengan verdes y la savia corra por los tallos por un tiempo; pero poco a poco, las hojas se marchitan y el árbol muere. Incluso si intentas transplantarlo y lo siembras en un trozo de tierra, si no esparces las raíces en la nueva tierra y la apisonas con cuidado sobre ellas, regándolas en abundancia durante un tiempo, el árbol muere.

Y, entonces, cuando nos arrebataron nuestras antiguas leyes y costumbres, cuando nos dijeron que lo que creíamos correcto era erróneo y que todos nuestros conocimientos eran tonterías y cuando nos obligaron a creerles; cuando no hicieron nada por enseñarnos su sabiduría y su libertad, sentimos desprecio por nosotros mismos y así morimos.

No morimos de pronto: nos fuimos marchitando paulatinamente, como se marchitan las hojas de un árbol desarraigado y se ponen cada vez más amarillas, caen y el viento las lleva de aquí para allá, hasta que se desvanecen. Y así morimos por millones Y las extrañas gentes blancas dijeron: “Veis, es una raza inferior: ¡desaparecen ante nosotros!”.

-¿Y nosotros, todos nosotros morimos así? -preguntó Charles, inclinándose aún más hacia delante, con la mirada fija en el rostro sombrío de su madre.

-No todos -dijo ella, después de un silencio. Algunos de nosotros, quizás no siempre los más valientes ni los más bellos, pero sí los más sabios, dijeron: “¡No nos enfrentaremos a sus armas sólo para morir! Ni tampoco nos desvaneceremos. Este mundo también es nuestro. Nosotros también somos hombres. No moriremos. ¡Nos aferraremos a la nueva vida y viviremos!”.

Y no nos desalentamos; y no nos despreciamos a nosotros mismos. Aprendimos todo lo que los atroces extraños de rostro blanco tenían que enseñar y trabajamos para ellos. Trabajamos… y trabajamos… y trabajamos… y esperamos… y esperamos… y esperamos….

-¿Y entonces, qué pasó entonces? -preguntaron los dos niños a coro, al ver que ella se detenía.

Ella permaneció quieta por un instante:

-No sé -dijo. El sueño termina aquí.

La fuente: el relato reproducido está tomado de la la antología “Las voces del arco iris. Textos femeninos y feministas al sur del Sahara” (Tanya, México, 2002), de Verónica Pereyra y Luis María Mora, autores también de “De las sombras a la luz” (Mundo Negro, Madrid, 1998) y “Mujeres y solidaridad. Estrategias de supervivencia en Africa subsahariana” (La Catarata, Madrid, 1999). Luis Mora acaba de editar, además, “Asia-Africa. Relaciones económicas y modelos de desarrollo” (Monograma, Palma de Mallorca). Para más datos sobre Olive Schreiner, consultar en http://www.elcorresponsal.com/content/biografias/index.php?req_bio_id=479

Más

“El Éxodo no existió”, afirma el arqueólogo Israel Finkelstein

Sus investigaciones han revolucionado la disciplina de la arqueología bíblica cuando afirmó que la saga histórica relatada en los cinco libros que conforman el Pentateuco de los cristianos y la Torá de los judíos no responde a ninguna revelación divina. Dijo que, por el contrario, esa gesta es un brillante producto de la imaginación humana y que muchos de sus episodios nunca existieron. Escribe Luisa Corradini.

Italia devuelve a Etiopía un tesoro de 1700 años

Es un obelisco de la ciudad santa de Axum que Mussolini hizo llevar a Roma en 1937, cuando sus tropas saquearon Etiopía. La decisión puede ser el punto de partida para devolver a muchos países sus legados culturales. Los museos europeos están repletos de objetos que pueden ser considerados "botines culturales", pero los gobiernos se muestran reacios a desprenderse de ellos desde hace largo tiempo.

Un arqueólogo revisa el mito de David y Salomón

El rey David era el jefe de una banda de pillaje y su hijo Salomón reinó sobre una Jerusalén polvorienta de pocos miles de almas, según el arqueólogo Israel Finkelstein, que ha revisado uno de los más grandes mitos de la historia occidental enfrentándolo a las pruebas científicas.

Diálogos entre un católico, un judío y un musulmán

Con una actitud que prioriza el testimonio al apunte doctrinario, el presbítero Guillermo Marcó, el rabino Daniel Goldman y el dirigente islámico Omar Abboud reflexionan sobre las posibilidades del encuentro con el otro, el respeto por las diferencias y cómo encontrar respuestas a la pobreza, el hambre y la desigualdad social en el libro de reciente aparición "Todos bajo un mismo cielo", de Ricardo López Dusil.

Comer y beber en la Palestina de los tiempos de Jesús

Tal vez no haya rasgo más característico y vital en la cultura de los pueblos que el relacionado con la alimentación; el autor de este trabajo ha indagado en textos bíblicos y otras fuentes para reconstruir un aspecto casi desconocido de la vida cotidiana en los comienzos del Cristianismo. Este artículo es la síntesis y adaptación, hechos por el autor, de uno de los capítulos del libro "Los sabores de la historia", de inminente aparición.