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jueves, mayo 16, 2024

Escuela y símbolos religiosos

SociedadEscuela y símbolos religiosos

Escuela y símbolos religiosos La polémica sobre el uso del velo musulmán entre alumnos de escuelas públicas que agita a toda Francia trasciende lo local, dado que remite a los valores universales con los que se pretende formar a los adolescentes.

Por Wole Soyinka

El conflicto que surgió en Francia en torno de los pañuelos musulmanes es el de la exhibición de símbolos religiosos en instituciones educativas públicas. En primer lugar, debo confesar que envidio a aquéllos para quienes tales opciones son simples y admiten posiciones dogmáticas.

Es tentador simplificar el debate recurriendo a las características de la pertenencia a un club: una escuela pública tiene determinadas reglas y, si alguien quiere incorporarse a la misma o utilizar sus servicios, entonces debe atenerse a esas reglas o buscar otro lugar.

El mundo en que vivimos, sin embargo, experimentó muchos cambios en las últimas décadas, y las reglas de los clubes —tales como la admisión por raza o por sexo— ya no son sagradas. Por otra parte, el genio salió de la botella, y los monstruos de la intolerancia, la sospecha y la polarización recorren las calles. En la mayor parte de los casos, el diálogo queda relegado a una relación de terror e intimidación; es algo que apenas se tolera, y que suele ridiculizarse.

Soy consciente del hecho de que en la actualidad el diálogo tiene lugar en ese clima, de modo que tal vez sería útil que empezara haciendo una referencia a mi respuesta personal cuando en mi país, Nigeria, se dio a conocer una disposición diametralmente opuesta. No fue hace poco, sino hace unos veinte años, mucho antes de la introducción de la Sharia —la ley islámica— en una serie de estados del país.

Luego de varias décadas de independencia de Nigeria, durante las cuales el tema del uniforme en las escuelas públicas nunca fue un problema social, quedé asombrado cuando un ministro de Educación dispuso que debía permitirse a los alumnos de los colegios secundarios vestirse según lo indicara su fe religiosa. Lo que experimenté fue una profunda sensación de rechazo ante la inserción de tal división entre los jóvenes en un período de su vida en que deberían evitárseles las imbecilidades separatistas del llamado mundo adulto.

No pueden descartarse los efectos de la crianza en mi respuesta, de modo que también quiero presentar un panorama de mi formación. Las escuelas a las que asistí —tanto la primaria como la secundaria— observaban la tradición del uniforme escolar.

La escuela primaria era un colegio misionero anglicano cuyo uniforme —camisa caqui, pantalones cortos y pies descalzos— no podía relacionarse con religión alguna, desde el tradicional culto orisa de los yorubas hasta el zoroastrismo. Mi escuela secundaria era un internado. Los domingos se celebraba misa cristiana en la capilla, mientras que los viernes los musulmanes se reunían para orar. Los adventistas del Séptimo Día tenían un permiso especial e iban a la ciudad, donde asistían a su propia versión del culto cristiano. Hasta la devoción dominical cristiana respetaba las diferencias. Los católicos romanos, así como los pentecostales, seguían su propia liturgia. En resumen, si bien podía decirse que la escuela —un colegio estatal— tenía una orientación anglicana, la libertad de culto de cada alumno no sólo estaba garantizada, sino que formaba parte de la rutina escolar.

La afirmación del ministro de que los uniformes que usaban los alumnos de varios colegios secundarios eran “cristianos” sonó tan extraña que incluso muchos otros musulmanes manifestaron escepticismo respecto de sus motivos. Esos motivos se reflejan hoy en las profundas divisiones sociales que se fueron exacerbando con el tiempo y ahora se expresan en enfrentamientos religiosos de creciente brutalidad.

Creo que la pregunta básica es: ¿qué le debe la sociedad adulta a su generación más joven en un mundo que está tan desgarrado por las diferencias? Luego de observar distintos ejemplos en la práctica, mi modelo de formación me parece infinitamente preferible a la mayor parte de los otros. Supone que, al tiempo que la libertad religiosa debe seguir siendo sagrada, incluso en las escuelas, a largo plazo la sociedad se beneficia de la ausencia de manifestaciones religiosas abiertas en los lugares dedicados a la educación pública.

Me estoy refiriendo a principios, no a detalles. Tal vez algún tipo de aumento de la religiosidad en el código de indumentaria escolar no resulte molesto, mientras que otros son muy violentos. Me inclino por una política que genere el máximo sentido posible de individualidad en la generación más joven. Dado que se respetan las diferencias en lo referente a los días destinados a los deberes espirituales de cada uno, no veo por qué a los jóvenes les puede hacer mal cumplir luego con otros deberes, relacionados esta vez con la expresión de una identidad común, y eso comprende el uniforme escolar.

El otro es un igual

Si hacemos a un lado la religión por un momento, agregaría que sostengo lo mismo respecto de las escuelas en las que a los alumnos se les permite una completa libertad en cuanto a indumentaria. Eso redunda en que los chicos de familias ricas pueden asistir al colegio con ropa de marcas prestigiosas, formar grupos con conciencia elitista y diferenciarse de los hijos de campesinos, que a duras penas logran vestirse con ropa procedente de la beneficencia o comprada en negocios modestos.

Una lectura simplista de los derechos de los niños a la expresión individual es la causa de que los desfiles de modas hayan ocupado los espacios de aprendizaje de los jóvenes, situación que prevalece en países como los Estados Unidos. Mi objeción a ello reside en el reconocimiento de que la escuela moderna es el equivalente de la cultura etaria de las sociedades tradicionales. En éstas, los ritos de iniciación para pasar una etapa de la vida social a la siguiente se determinan con reglas que eliminan el exhibicionismo y comprenden un estricto código de vestimenta. El objetivo es crear una solidaridad grupal que sólo se caracteriza por la edad y la capacidad de aprendizaje, lo que permite al alumno asimilar no sólo una educación formal, sino también el sentido de su responsabilidad en el seno de la comunidad. Esa estrategia se basa en una deliberada nivelación.

Se trata del único lugar en la vida de un niño en que éste puede ver al otro como un igual. En una situación que comprende una pluralidad de religiones, la existencia de un código común de vestimenta me parece un medio de arbitraje secular, una función que está atravesada por una enorme divergencia del uniforme.

Volvamos por un momento a nuestra propia experiencia nigeriana. La decisión de ese ministro de Educación que decretó una política “duoforme” -como yo la bauticé en ese entonces-en lugar del uniforme, constituyó un alejamiento de una profunda virtud educativa en lo relativo a la formación de la personalidad de nuestra juventud. Ese elemento es la piedra fundamental de la adquisición del concepto de individualidad, un concepto que no obstaculiza la celebración de la religión de los alumnos en sus casas, en lugares de oración fuera de la escuela y en fechas religiosas.

Son de seis a ocho horas diarias, cinco o seis veces por semana, en compañía de un grupo indiferenciado de su misma edad, período que está intercalado con grandes espacios de vacaciones en el curso del año. No me parece que eso sea un sacrificio demasiado penoso para los padres, y quiero destacar que no son los niños quienes realizan ese “sacrificio”, sino los padres, los adultos que están tan obsesionados con volver a vivir su vida, con toda su cuota de inseguridades y prejuicios, a través de sus hijos. El sacrificio, o el peligro, existe sólo en la mente de los padres, dado que ningún niño pierde su formación espiritual tan sólo mediante la eliminación o el agregado de un trozo de género en la cabeza durante unas horas por día.

Por otra parte, los niños pueden crear su propio mundo, y hay que alentarlos a que lo hagan. Cuando regresan a su casa vuelven a ingresar a otro mundo, y pueden armonizar ambos, y también otros, sin ningún tipo de angustia. En realidad, eso constituye parte de su proceso educativo y enriquece su existencia. Aprender implica un proceso de adaptación.

Adopto esta posición en el contexto de una situación en la que las instituciones educativas privadas, entre ellas las escuelas de misioneros, están permitidas. Esas escuelas tienen la libertad de fijar sus propias pautas de indumentaria, pero el Estado debería analizar mejor sus programas de estudios, por razones que son muy obvias.

Dado que considero que debe evitarse a los jóvenes toda percepción de diferencias de clase que se manifiesten por medio de un despliegue de riqueza en la escuela, es lógico que también piense que debería desalentarse la exhibición más solapada de las diferencias religiosas. “Yo soy más rico que tú” es una actitud que desaprobamos de inmediato cuando la detectamos en los jóvenes. La responsabilidad institucional no debería ser menor en lo que respecta a atenuar todos los símbolos que, sobre todo en la actualidad, transmiten a una juventud impresionable el mensaje: “Yo soy más santo que tú”.

La fuente: el autor es un escritor nigeria, premio Nobel de Literatura. El artículo ha sido publicado previamente por el diario argentino Clarín, con traducción de Cecilia Beltramo.

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