Crónica desde África: Mozambique “It Happens”
En este país donde todo sucede, los recuerdos de la guerra de independencia de 1975 y la guerra por el poder que vino después han dejado su huella: edificios abandonados, campos sembrados de minas, rastros de la destrucción. Y aunque faltan médicos, felizmente hay algo que sobra: escuelas.
Por Tito Fernández Cubillos
La carretera que une Maputo con Ihanmbane es una gran cicatriz que va separando la foresta espesa de la sabana, los campos productores de frutas de los cocoteros altos que me hacen pensar en las películas del Vietnam que vi en la tele durante mi adolescencia. Y algo de eso tiene. Se trata de la carretera número uno, que une la capital con el resto del país, que se desenvuelve hacia el Norte entre pueblitos de una calle y centros comerciales en evidente abandono. La carretera no es tan mala, pero a ratos falta camino para tanto agujero. Mis memorias del camino a Cocholgüe me parecen una supercarretera al lado de estos caminos. Recuerdo del “Domador de gorilas y el viaje imposible”, de Roberto Arlt, especialmente a la altura de los riñones.
La marcha es lenta, entre pedazos que están reparando (disculpe las molestias, trabajamos para usted) y uno que otro bus en “panne” (repletos de hombres, mujeres, bolos y animales que pacientemente esperan el cambio de una rueda o el arreglo de un motor). El camino va dejando ver los recuerdos de la guerra de independencia de 1975 y la guerra por el poder que vino después hasta 1992. Los milicos de la guerrilla contra los milicos institucionales; el resultado: edificios abandonados, uno que otro campo minado por descubrir y las huellas de una destrucción que no ha desaparecido de la retina de la gente.
A cada detención, ya sea para esperar el turno de utilizar la carretera en reparaciones, para estirar las piernas o simplemente para echar una cortita reconstituyente, una horda de vendedores se dejaba caer sobre nosotros ofreciéndonos cuanto cachivache imaginable. Son 500 kilómetros de viaje en más de 8 horas de auto, unas once en los buses, si uno tiene suerte. En cada lugar la gente saluda y nos mira entre curiosa y sorprendida. El paisaje está lleno de anuncios de telefonía móvil, torres de teléfonos celulares y las paihotas (chozas típicas) que pueden ser redondas o cuadradas según las zonas. Todo como en las películas de Daktari, aunque sin ningún león turnio y con el porcentaje más bajo del mundo de médicos por población.
La carretera está llena de gente que camina con bultos sobre sus cabezas, de hombres que trabajan arreglando el camino o de niños que van a la escuela. De hecho, en la región de Xai-Xai nos encontramos con una escuela cada cinco kilómetros, y la verdad que en la carretera lo que más vimos fueron niños descalzos contentos rumbo a la escuela.
Llegamos a destino luego de un día de viaje. Entusiasmados con la ciudad de Maxixe, nos entregamos a visitar el mercado y tratar de hacer compras. El gesto humano del mercado tradicional, donde las cosas valen según la relación entre las personas, nos hace olvidar el dolor de traste de tantas horas sentados y nos devuelven el alma al cuerpo entre tantos productos de la tierra, peces secos, plásticos chinos, gomas coreanas y música a más no poder. Cada vez que me presento y digo que soy chileno, me hablan de Salvador Allende, de Salas, de Zamorano o de que saben que Chile limita con la Argentina. Todo gracias al párroco argentino.
La ciudad de Maxixe está cerquita del mar: Es una ciudad caótica y con residuos coloniales portugueses. Aquí hay poco de todo, hasta Internet, que funciona cuando se pueden conectar las líneas telefónicas con la capital y si Dios no quiere otra cosa. Es una ciudad, se nota por el comercio, por los negocios, los restaurantes turísticos y la cantidad de gente que deambula por sus calles. Todo funciona a “santa inspiración y gracia del divino cohete”. Un desastre bien organizado y a veces hasta casi funcional.
No hay tiempo, todo puede ser en un rato más, mañana o en un mes, si es que no en un año. Aquí todo acontece, sucede, “It happens”, como dicen los gringos. Incluso en la noche, cuando antes de dormirme en mi casuchita de hojas de cocoteros me doy cuenta de que justo sobre mí se ve clarita la Cruz del Sur, y pareciera que no estoy tan lejos de Chile, de sus desastres y de esas formidables carreteras de pocos hoyos entre Santiago y… a dónde uno vaya.
La fuente: El Saber (Chile).