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lunes, mayo 20, 2024

La ficción sionista

PolíticaLa ficción sionista

Semejante explosión de violencia no puede explicarse únicamente por el incidente que la desencadenó: la visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas. Si el edificio pacientemente construido desde los acuerdos de Oslo se ha desmoronado con tanta facilidad es porque la piedra angular que lo sostenía estaba podrida.

Por Selim Nassib

Me hallaba en Israel preparando un libro cuando todo saltó por los aires; vi cómo los palestinos e israelíes a los que trataba a diario y que normalmente vivían alejados de la política, se hundían de repente en una pesadilla. Me hundí con ellos. En pocos días, el paisaje cambió totalmente.

Los que vivían en una coexistencia difícil pero eventualmente posible, se han visto impelidos, por las malas o por las buenas, a unas solidaridades primitivas y mortíferas: los árabes a un lado, los judíos israelíes a otro, y, como único lenguaje común, los asesinatos de niños y el linchamiento de soldados. Un descalabro desolador.

Una simetría peligrosa y falsa

No estoy haciendo un paralelismo entre los “extremistas”, esa simetría que tanto gusta a Occidente no es de recibo en este caso; es peligrosa, y falsa.

No se puede negar la urgencia absoluta de impedir lo irremediable, la carnicería a gran escala; pero, dejando aparte las buenas intenciones, hay otra urgencia: comprender lo que ha pasado. Porque tal explosión de violencia no puede explicarse únicamente por el incidente que la desencadenó: la visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas. Si el edificio pacientemente construido desde los acuerdos de Oslo, es decir, desde hace siete años, se ha desmoronado con tanta facilidad es porque la piedra angular que lo sostenía estaba podrida.

Me hallaba en Israel-Palestina para escribir un libro sobre 1948 -el año de la creación de Israel y del desastre palestino-, una novela que contaría, desde los dos puntos de vista, el período que llevó a 1948. Pues en ese año se anudó algo que nunca se ha desatado, no sólo un acto material perteneciente al pasado (Palestina, vaciada de las tres cuartas partes de sus habitantes en beneficio de Israel), sino también algo perteneciente al ámbito de lo simbólico, de lo traumático, de lo inhibido, no sé exactamente qué, pero que no pasa y, por tanto, siempre pertenece al presente.

He aquí lo que yo intuía: antes de 1948, la sociedad palestina, instalada en su tierra desde hacía siglos, estaba persuadida de ser la realidad y observaba a los jóvenes que desembarcaban de Europa para fundar un Estado judío separado como una ficción casi risible, como una utopía irrealizable. Compraban tierras, hacían venir a inmigrantes; se luchaba contra ellos pero no tenían ninguna posibilidad de crear una sociedad totalmente judía en lugar de la sociedad árabe palestina. Era inconcebible.

Por su parte, los sionistas que vivían la utopía, simplemente no veían la realidad -es decir, a la gente- que tenían ante sí. Y contra lo esperado, gracias a su determinación y a un concurso de circunstancias excepcionales (“milagrosas”, dicen los judíos creyentes), ganó la ficción, y al ganar transformó la “realidad” palestina en ficción. Vosotros no existís, jamás habéis existido, no érais más que árabes indistintos que habíais plantado vuestras tiendas en lo que desde la eternidad era nuestra tierra. Ya podéis gritar, desplegar árboles genealógicos, títulos de propiedad, el nombre de vuestros pueblos arrasados, que no cambiará nada. Como máximo diremos que es vuestra visión de la historia, pero la versión de curso legal ante los ojos del mundo es otra, la nuestra, la del pequeño Estado de Israel superviviente del Holocausto y rodeado sin razón por un océano de hostilidad árabe.

En esa negación está, en mi opinión, el nudo del problema, ese algo que se produjo en 1948 y cuyo no reconocimiento se ha quedado atravesado en la garganta y hace que casi todo sea imposible. Pues todo aquel que cuenta incansablemente su historia sin ser jamás creído se vuelve loco, violento y odia.

Pero su terrible cólera, destruir Israel, lanzar al mar a los judíos (devolver esa nueva realidad a la ficción), únicamente se ha vuelto contra él, no ha hecho más que confirmar la versión de su enemigo. En el fondo, los palestinos han pasado medio siglo bregando insensatamente para lograr una única cosa: volver a la realidad, y no sólo geográficamente.

En ese camino han marcado hitos importantes. En primer lugar han pasado de una situación de inexistencia absoluta a otra de ser reconocidos con la boca pequeña. Los israelíes más lúcidos han admitido que Israel, Estado indiscutible, había ocupado, durante la guerra de los Seis Días, en 1967, unos territorios palestinos que había que devolver como contrapartida de la paz. Pero incluso un filósofo israelí tan lúcido como Yeshayahou Leibovitz no podía admitir que se le dijera que el modo de apropiarse de la tierra palestina no era muy diferente antes y después de 1967. Hablar de “eso”, según él, era cuestionar la existencia de Israel.

Decir la verdad

Pero precisamente de “eso” era de lo que se trataba: decir la verdad, reconocer lo que había pasado, no para cuestionar Israel -es materialmente imposible-, sino para lograr que los palestinos dejaran de volverse locos.

El estrechamiento de manos Arafat-Rabin, en 1993, fue el ícono de lo tantos años esperado. Pero la imagen resultó ser (parcialmente) engañosa: no se trataba tanto de reconocer la verdad de 1948 como de otorgar a los palestinos que vivían en los “territorios” un estatus que permite a Israel desembarazarse de unas ciudades palestinas ingobernables.

Pero ese gesto histórico de Rabín se separó de la coyuntura, permaneció como una brecha formidable en lo no-dicho. Un hecho revelador: en ese período emergieron los “nuevos historiadores” israelíes que no sólo contaron la realidad de 1948, sino que terminaron por imponer esa verdad en los libros de texto de suerte que cualquier niño israelí aprende hoy en el colegio lo que sus padres y sus abuelos hicieron de verdad a los palestinos.

Y, sin embargo, siempre falta algo, ese algo. Tras la euforia de Oslo, los palestinos constataron que su vida era más difícil (por ejemplo, la libertad de circular), que los israelíes no respetan los acuerdos firmados (por ejemplo, las fechas de evacuación de Cisjordania) y, sobre todo, que la máquina de apropiación de sus tierras no había dejado de funcionar ni un solo día, nieve o caigan chuzos de punta, esté quien esté en el poder en Israel, la derecha o la izquierda.

Incluso lo que se les daba, jamás se les daba como un derecho, sino como una “concesión” generosa a cambio de otra concesión. Y cuando llegaba el día de dárselo, si es que llegaba, siempre se hacía con un respingo -cuando Rabín estrechó la mano también tuvo este gesto irreprimible de vacilación-. Y todo porque los israelíes siguen viviendo con su ficción, ésa es su tierra, tienen sobre ella un derecho histórico legítimo, y lo que “ceden” a los indígenas es como un regalo para lograr la paz.

Este foso imposible de cerrar entre las dos partes ha llevado, evidentemente, a la explosión de odio y violencia. Barak ha conminado entonces a Arafat a que logre inmediatamente la calma porque si no… ¿qué? ¿La guerra? Pero ¿qué guerra? ¿Cuántos muertos para acabar con tamaña cólera y obligar a los niños a no tirar piedras?

Israel descubre de repente la terrible dialéctica del fuerte y el débil. Su superioridad militar es tal que no puede ser utilizada masivamente. Su ficción “humanista” no soportaría una carnicería contra una población casi desarmada ante las cámaras del mundo entero. La bomba atómica no es de ninguna utilidad frente a un enemigo armado con espadas de madera.

Igualmente inquietante para Israel es la rebelión de los árabes israelíes, esos “palestinos de 1948” que se quedaron y a los que se creía prácticamente domesticados. Se han manifestado para solidarizarse con sus hermanos de los territorios; les han disparado como a ellos. La decena de muertos que han sufrido ha hecho vacilar otra ficción (a no ser que sea la misma): tras 52 años de vida común, esos “ciudadanos israelíes” dotados en principio de los mismos derechos que sus compatriotas judíos (entre ellos el de manifestarse) siguen siendo árabes para su gobierno.

Todo el proceso de paz descansaba en la idea de que era posible crear un Estado-muñón palestino separado. Pero con los árabes israelíes que viven en Jaffa, Haifa o Nazaret no hay ninguna posibilidad de establecer una frontera. No sé cuánto tiempo llevará, ni siquiera si es posible, pero estoy convencido de que no habrá paz posible si no hay un abandono formal de la ficción sionista.

Las cosas cambiarán únicamente, quizá, el día que un dirigente israelí se levante para reconocer públicamente lo que se hizo a los palestinos en 1948, para inclinarse ante ellos y pedirles perdón “ogmat nefesh” (desde el fondo del alma) no sólo por la pérdida de su tierra y de su país, sino sobre todo por la negación moral que desde hace medio siglo les ha transformado en fantasmas alelados y violentos. Parece imposible, sobre todo ahora. Pero la alternativa es una guerra horrible, sin objetivo y sin fin.

El Ejército israelí ha reconocido finalmente que mató al niño en brazos de su padre, pero también era por su culpa: no debía estar allí. En resumen, ésta es toda la historia: los palestinos no debían, sencillamente, haber estado allí, hubiera sido mejor.

La fuente: el autor es un escritor árabe. Su artículo ha sido publicado previamente por el diario español El Paìs (www.elpais.es).

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