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jueves, mayo 16, 2024

El rostro de la expulsión

PolíticaEl rostro de la expulsión

El rostro de la expulsión

La expulsión de palestinos de sus tierras es una entidad evasiva. Sucede, pero desaparece constantemente. No sólo por las limitaciones de nuestra imaginación, sino porque sucede sin declaraciones expresas, si es posible sin papeles, sin dejar huellas. Lo que vemos formalmente no sucede. Pero luego un nuevo asentamiento israelí estará instaurado. El autor de este artículo, profesor de historia de la Universidad de Tel Aviv y miembro del grupo pacifista Convivencia Arabe-Judía, cuenta en este relato cuál es el verdadero rostro de este drama humano que pocas veces se gana un lugar en la prensa.

Por Gadi Algazi

¿Cómo es la expulsión? ¿Será como la imagen de “destruir-cargar-expulsar” que marcó en nuestra memoria el escritor S. Izhar? ¿Se parece a las pesadillas que heredamos de nuestros padres? ¿Será como el “ellos quieren echarnos al mar”, que nos repitieron nuestros maestros en la escuela, o como el “ellos nos echaron al desierto”, que leí más tarde en las memorias de los refugiados palestinos de 1948?

La imagen de la expulsión, ¿será como el rostro del soldado armado y rapado, de unos 20 años, parado ahora en frente nuestro en la árida tierra al sur de la altiplanicie de Hebrón, al lado del asentamiento de Sussia, que intenta echar a los palestinos del lugar hacia la localidad de Iatta en el territorio palestino autónomo?

Son las ocho y pico de la mañana. Nos despertamos temprano, alrededor de las seis, y bebemos te con yuyos. Nosotros: un puñado de militantes de “Ta’ayush – Convivencia Árabe-Judía”. Llegamos ayer, el 24 de setiembre, para permitirles a los lugareños regresar a sus tierras, de donde fueron expulsados repetidamente por el ejército. La última vez, en la noche entre el 16 y el 17 de setiembre, expulsaron a 118 personas, un día después de nuestra caravana solidaria en la que habíamos traído alimentos y agua potable. Ayer regresamos unos 80 activistas de izquierda de distintos colores. Abrimos el aljibe tapado con rocas por el ejército. Los más valientes se deslizaron con sogas adentro para limpiar con baldes y palas el interior. Unos pocos minutos de trabajo de un tractor alcanzaron para destruir lo poco que permite vida en este lugar. Vimos los restos de las carpas, las viñas arrasadas, las cuevas, que sirven de viviendas y de depósitos, tapadas por rocas.

De noche, algunos nos quedamos aquí, para impedir que el ejército retorne a expulsar a la gente del lugar. Pero la noche transcurrió tranquila, una tranquilidad profunda y engañosa: si elevas la cabeza para observar el estrellado cielo del desierto, puedes pensar que no hay nadie por aquí. Pero mira alrededor: un jeep de seguridad patrulla en el fondo, el asentamiento israelí de Sussia de un lado, el campamento militar del otro, y en las carreteras circundantes pasan transportadores de tanques, jeeps militares y tractores de los colonos: entre todos estos la gente local procura adherirse a lo que le queda. Y al lado del asentamiento esperan su turno las casas prefabricadas.

En horas de la mañana se fueron juntando los habitantes del lugar a nuestro alrededor. Esta es la imagen: familias enteras vestidas de negro aparecen en las lomas como surgiendo de ningun lugar, con pasos titubeantes, incrédulos: esta es su tierra, ¿podrán pisarla? He aquí la carpa que fue atropellada por el tractor, he aquí los olivos. ¿Y si cosechamos juntos al menos un árbol de olivo? Cierto, aún no es la temporada, no será mucho aceite ni tan bueno, pero quién sabe si a fines de octubre podremos cosechar nuestros árboles. La expulsión misma no la ví. Pero el regreso de los refugiados, el pequeño y endeble regreso lo ví con mis propios ojos y recordé lo que oí de mi madre: recuerda que nosotros tambien fuimos refugiados.

Nos quedamos con ellos

Después de las ocho llegan los soldados. Son pocos, también nosotros. “Todos los que tienen cédulas de identidad naranjas (o sea palestinos, no ciudadanos de Israel), adelante, de vuelta a Iatta!!” Esta es una vuelta impuesta, expulsión de sus tierras hacia la localidad a la cual fueron expulsados hace unos dias. La expulsión no es un acto dramático sino una serie continuada de actos. Así se convierte en historia. “Oia! (voz usual para arrear rebaños) Cédula de identidad!”, ordena el soldado. Nos levantamos. No nos molesten en nuestra labor, nos dicen. Es una orden ilegal. No tienen respeto por los soldados del ejército de Israel. Levántense, le dicen a los que se mantienen sentados entre nosotros, tomando té en silencio. Ustedes no son sólo soldados, son también seres humanos. A levantarse, todos. Ahora nos toca: tendrán que llevarnos a nosotros también, nos quedamos con ellos. Son soldados israelíes: arrogantes y sensibles y les gusta hablar y discutir. No me hagas comparaciones. Entonces no hagas lo que haces. Nosotros haremos los que nos ordenaron hacer. Deportar a una población local es un crimen de guerra. ¿Cómo te atreves a hablar así?

Mohammed y Yasser nos miran y se callan. Nasser Nuajha, el niño brillante que siempre está en todo (en la expulsión anterior los soldados lo dejaron a diez kilómetros de acá y tuvo que volver solo y a pie) desaparece del lugar. Algunos de nosotros llamamos por los celulares, pasamos la voz, despertamos a gente amiga en Jerusalén y en Tel Aviv, les decimos lo que sucede ante nuestros ojos. Los soldados inician también consultas con sus radiocomunicadores. La discusión sigue. Los palestinos no participan. Y entonces los soldados se retiran. Siguen observando de lejos. Nos miramos los unos a los otros: ¿se acabó?

Es de tarde. Durante horas nos sentamos al sol, rodeados por jeeps en las lomas circundantes. Llegaron otros activistas; los jeeps empiezan a alejarse. El soldado de la mañana regresa a avisarme que ahora su misión es protegernos. “¿Por la mañana vinieron a deportar y ahora a protegernos?” El soldado se encoge de hombros. Los dos sabemos que no dice la verdad: no hay por qué protegernos de los palestinos habitantes del lugar; todo lo contrario: “Mientras ustedes estén aquí -nos dicen-, no nos expulsarán. Cuando se vayan, nos expulsarán de nuevo.” ¿Qué decir? No podremos quedarnos aquí para siempre. No somos colonos. Mientras tanto, en Jerusalén los representantes del Estado de Israel le informan a la Corte Suprema de Justicia que no hay ninguna intención de evacuar a la población y que podrán retornar a sus lugares a partir de mañana a las diez de la mañana. Pero, aquí, en la altiplanicie, las cosas tienen otro aspecto. El soldado se aproxima de nuevo: mira, no se muevan demasiado por la zona, me dice bajando la voz y poniendo cara grave. Tenemos información de que una unidad guerrillera del Hamas puede atacar en cualquier momento. Su voz lo traiciona: no parece estar tan preocupado. Lo miro a los ojos y le digo: sí, lo tomaremos en cuenta, gracias. El soldado tiene razón: su misión es realmente cuidarnos de que no nos mezclemos con los palestinos del lugar, que no cruzemos la muralla de separación y muerte tendida entre nosotros. Es tan simple frenar una orden ilegal. La orden al principio parece ser tan poderosa, definitiva. Unas horas después, cuando los voceros del ejército negarían que en algún momento fue dada tal orden, ésta parece tan endeble, casi irreal. Nosotros la vimos, la oimos con nuestros propios oídos.

Pero lo que vimos no es obviamente el verdadero rostro de la expulsión, si tiene rostro. Fue un pequeño intento de expulsión, que derivó en una discusión y terminó en una retirada momentánea (al día siguiente regresarían los soldados). La verdadera expulsión sucedió en nuestra ausencia. Una semana antes, cuando un jeep y un tractor llegaron al caserío de las familias, pisotearon y destruyeron. No vimos aquella expulsión. Los soldados que tenemos enfrente, de la unidad de paracaidistas, de 19 a 21 años, que tanto les importa demostrar que se portan bien, ¿son los mismos que ejecutaron la expulsión anterior? ¿Cómo sonaron entonces sus voces? “¿Aquí habían carpas?”, pregunta un soldado al pasar entre las ruinas. “¿Quién las destruyó?” Lo miro. ¿Dónde estuvo hace ocho días, en la noche entre el domingo y el lunes? “¿De verdad no sabes quién lo hizo?” Su rostro no dice nada. Como el rostro de mis estudiantes cuando regresan del servicio de reserva.

¿Cuál es el rostro de la expulsión? Tiene muchos nombres. Las fuentes militares y ustedes, los periódicos, se empeñan en llamarla “evacuación”. Nosotros la llamamos transfer. El pequeño transfer, gradual, oculto, casi banal, sin camiones y órdenes expresas: el transfer negado, del que “fuentes militares” responsabilizarían a la iniciativa del capitán, el jefe de división atribuiría a órdenes superiores y en el comando central prometerían iniciar una investigación, para averiguar quién diola órden. Y mientras sucede, repetidamente, un día tras otro, lejos de los titulares. No merece una noticia, se oculta tras los detalles de las negociaciones y la lista de incidentes y de heridos: personas son destituidas de sus tierras, pierden sus pobres propiedades y bajo amenazas de fusil son expulsadas, enviadas hacia las lomas de la zona autónoma, a Iatta: que se hagan humo, dijo el soldado por la mañana. La gente sentada tomaba té.

La expulsión es una entidad evasiva. Sucede, pero desaparece constantemente. No sólo por las limitaciones de nuestra imaginación, sino porque sucede sin declaraciones expresas, si es posible sin papeles, sin dejar huellas. La expulsión del 16 de setiembre sucedió de noche. Los soldados y el tractor llegaron, atropellaron las carpas y ordenaron a la gente a evacuar el lugar. Una semana despues el ejército dirá que no está claro quién diola orden. Hoy nos paramos frente a los soldados que ordenaban a la gente evacuar. En el diario de mañana el ejército desmentirá que intentó consumar la expulsión en los mismos momentos en que la Corte Suprema estudiaba el asunto. Lo que sucedió frente a nuestros ojos jamás sucedió. Y así continuará la expulsión: sucede y desaparece. Al día siguiente la Corte Suprema extenderá una orden que les permite a los habitantes de Sussia regresar a sus tierras a partir de las diez de la mañana. Las autoridades avisan que no tienen intención de evacuarlos. Los palestinos realmente regresarán al día siguiente, a las diez. Un periodista alcanzará a visitarlos ya de regreso. Pero a las dos de la tarde volverán los soldados y le dirán a la población que el lugar fue declarado “zona militar clausurada” hasta el 26 de diciembre. El decreto militar violaba la decisión de la Corte Suprema de Justicia y contradecía las declaraciones de los voceros del Estado del día anterior. Pero ya estamos en vísperas de Yom Kipur, el Día del Perdón: no podemos hacer nada, las redacciones de los diarios están cerradas, la radio y la televisión dejaron de transmitir, los voceros del ejército no responden, todas los juzgados están cerrados. Tras el solemne día, cuando la prensa demuestre cierto interés, el vocero del ejército tendrá una nueva versión: no hubo tal decreto militar. Frente a la insistencia de algunos periodistas cambiará la versión: sólo fue un decreto técnico, por unos días. Resumiendo: todo lo que vimos, no sucedió. El transfer avanza, el nuevo asentamiento israelí será establecido y la expulsión nunca fue.

La fuente: Este artículo fue publicado en el suplemento literario del diario israelí Haaretz, el 5 de octubre. El autor, Gadi Algazi, es un historiador de la Universidad de Tel Aviv, experto en historia medieval, y forma parte del movimiento Ta’ayush (Convivencia) Árabe-Judía. La intervención de este grupo pacifista israelí, constituido por judíos y árabes, logró impedir, por el momento, que se consume la expulsión de sus tierras de un grupo de familias palestinas.

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