7.8 C
Buenos Aires
lunes, mayo 20, 2024

¿Qué clase de guerra es ésta?

Política¿Qué clase de guerra es ésta?

¿Qué clase de guerra es ésta?

Como muchos otros acontecimientos de la historia reciente, la verdad sobre los sucesos en el campo de refugiados palestinos de Jenín se encuentra en una nebulosa. Los palestinos sostienen que la ofensiva israelí sobre esa ciudad cisjordana fueron una verdadera masacre; los israelíes niegan esa afirmación y aseguran que sólo se limitaron a limpiar el terreno de terroristas, aunque reconocen algunos “errores”. La comisión de las Naciones Unidas que debía investigar los hechos no pudo cumplir su misión por la negativa del gobierno de Sharon. En este artículo, la periodista israelí Amira Hass, una de las primeras en acceder al lugar tras el retiro de las tropas israelíes, da detalles estremecedores de su experiencia.

Por Amira Hass

Una mujer inspecciona los restos de su casa.

JENIN.- Apoyado en un bastón, el hombre estaba de pie sobre un inmenso montón de ruinas: un revoltijo de concreto aplastado, barras de hierro retorcidas, pedazos de colchones, cables eléctricos, fragmentos de azulejos, trozos de tubos para agua y un interruptor aislado. “Esta es mi casa -dijo- y mi hijo está adentro.” Su nombre es Abu Rashid; su hijo era Jamal, de 35 años, confinado a una silla de ruedas. El bulldozer comenzó a derribar la casa mientras los miembros de la familia estaban adentro. ¿Y en qué otro sitio iban a estar, si no fuera en su hogar, buscando -como todos los habitantes del campo de refugiados en Jenín- el sitio más seguro para refugiarse del fuego de los morteros y de los cohetes y de las ametralladoras, esperando un breve respiro?

Abu Rashid y los demás miembros de su familia corrieron hacia la puerta, salieron con sus manos en alto y trataron de gritarle al inmenso bulldozer, a cuyo operador no podían ver ni oír, que había gente adentro. Pero el bulldozer no interrumpió su estruendo, se retiró un poco y volvió al ataque, arrancó un trozo del hormigón del muro, hasta que éste se derrumbó sobre Jamal antes de que nadie pudiera salvarlo.

Alrededor de Abu Rashid había más gente subiendo y bajando por los túmulos de escombros, abriéndose camino entre los montones de cemento, agudos alambres de acero y fragmentos de metal, pilares de hormigón y techos derrumbados, fragmentos de lavatorios. No todos eran tan introvertidos como Abu Rashid, que hablaba más consigo mismo que con los que se detenían a escucharlo. Algunos trataban de rescatar algo de entre las ruinas: una prenda de ropa, un zapato, un saco de arroz. Por ahí cerca, una niña casi tropezó con un montón de bloques de hormigón resquebrajados, mostraba hacia el techo que estaba bajo sus pies, y lloraba, lloraba. Entre sus lamentos, logró decir que eso había sido el hogar de sus padres, y que no sabía quién estaba sepultado debajo, quién había logrado escapar, si había alguien vivo bajo las ruinas, quién los rescataría, o cuándo.

Entre los montones de ruinas, y entre algunas casas que aún quedaban parcialmente en pie, las murallas que no se habían derrumbado acribilladas por numerosos agujeros de balas de todos los calibres, se había creado una amplia extensión de terreno. En el sitio donde, hasta hace dos semanas, había habido varias casas, algunas de tres pisos de alto, uno o más bulldozers del ejército israelí habían pasado repetidamente sobre los montículos de hormigón, aplastándolo, moliéndolo hasta convertirlo en polvo, “haciendo una ‘autopista trans-Israel,'” como dijo A.S (Ariel Sharon). Su casa también había sido víctima de los colmillos del bulldozer. Alguien mostró una pequeña apertura en un montón de escombros. Viniendo de ella había escuchado gritos pidiendo auxilio hasta el domingo por la noche. El lunes por la mañana ya no se escuchaba ruido alguno. Otra persona apunta a lo que había sido una casa en la que vivían dos hermanas. Alguien dice que son inválidas. Aún no se sabe si están bajo las ruinas o si salieron a tiempo del campo.

Relativa tranquilidad

Hubo casas que estaban vacías cuando fueron demolidas. En algunos casos los soldados ordenaron a las personas que salieran inmediatamente, para que no fueran matadas. Un anciano, dice la gente, se negó a irse de su casa. “Hace cincuenta años, ustedes me expulsaron de Haifa. Ahora no tengo dónde ir”, dicen que les respondió. Los soldados levantaron físicamente al pertinaz anciano y lo sacaron. Y hubo casos en los que no se preocuparon de hacer una advertencia. Y llegaron los bulldozers. Sin hacer ningún anuncio por los megáfonos, sin ver si había alguien en el interior. Sucedió el domingo 14 de abril, a los miembros de la familia Abu Bakr, que vive en la delgada línea entre el campo de refugiados y la ciudad de Jenín.

Un toque de queda había sido impuesto tanto en la ciudad como en el campo; los soldados circulaban en tanques, en vehículos blindados y a pie, disparando de vez en cuando, lanzando granadas de concusión o haciendo estallar objetos sospechosos. Pero, en comparación con la semana anterior, había cierta tranquilidad: No se disparaba desde los helicópteros, no había tiroteos con el puñado de activistas palestinos armados. Pero de repente, a las cuatro de la tarde, los miembros de la familia Abu Bakr escucharon el sonido de un muro que estaba siendo aplastado. El padre de familia salió, agitó una bandera blanca y gritó a los soldados: “Estamos en la casa; dónde quieren que vayamos, ¿por qué están demoliendo nuestro hogar con nosotros adentro?” Le gritaron: “Y’alá, y’alá, métete adentro,” y pararon el bulldozer.

Esta estrecha línea donde está ubicada la casa, de unos metros de ancho, ha servido en los últimos días como puente de tránsito entre la ciudad y el campo de refugiados. Los residentes de la ciudad, muchos de los cuales provienen del campo de refugiados, trataban de evitar a los soldados y de llevar agua, alimentos y cigarrillos a sus parientes y amigos. En la casa de Abu Bakr llegaron a la conclusión que los soldados querían expandir el área que separa a la ciudad del campo para impedir el “contrabando” de uno u otro tipo. Al anochecer, posicionaron un vehículo blindado al lado de la casa y los soldados rastrearon el patio vecino. Luego, el blindado se fue. M. fue a hacer café. Alcanzó a poner una cucharada de azúcar en la cafetera de mango largo y cuello angosto y a echar poco a poco el agua hirviendo cuando alguien o algo pasó rápidamente por la ventana, rompió el cristal e incendió la cocina. ¿Una granada de concusión? ¿Una granada lacrimógena? ¿Pueden haber pensado los soldados afuera que alguien les estaba disparando cuando encendió la cocina a gas? M. da gracias a Dios de que sólo sus manos y su cara hayan sido quemados por las llamas que fueron inmediatamente extinguidas, que otros miembros de su familia no hayan sido heridos, y que la casa no haya sido destruida.

Mohammed al-Sba’a, de 70 años, no tuvo tanta suerte. El lunes 8 de abril, los bulldozers irrumpieron cerca de su casa en el barrio Hawashan, en el centro del campo. Salió para informar a los soldados que había gente adentro: él, su mujer, sus dos hijos, sus mujeres y siete niños. Le dispararon en el umbral de su hogar, le dieron en la cabeza y lo mataron, contó uno de sus hijos esta semana. Miembros de su familia lograron llevarlo al interior. Pero entonces les ordenaron que salieran: los hombres fueron arrestados, luego liberados y conducidos a la aldea Rumani, al noroeste de Jenín. Las mujeres fueron llevadas al edificio de la Media Luna Roja. El cadáver del padre permaneció en la casa. Cuando los hombres volvieron del arresto, no pudieron encontrar la casa.

La destrucción de docenas de casas con bulldozers comenzó el sábado 6 de abril, cuatro días después del comienzo del ataque del ejército israelí contra Jenín. Es imposible saber cuánta gente fue enterrada bajo las casas arruinadas. El horrible olor de los cadáveres -de los cuales se descubren nuevos todos los días- se mezcla con el hedor de la basura que no ha sido recogida, la basura que se ha quemado y el sorprendente perfume de geranios, rosas y de la menta que crece cerca y que la gente cultivaba en las estrechas franjas de tierra entre las casas abarrotadas. En el momento oportuno, la UNRWA y la Cruz Roja establecerán listas de los detenidos, los heridos y los desaparecidos. Pero ahora la misión más urgente es distribuir agua, alimentos y medicinas. El campo ha sido definido como una zona de desastre.

La demolición con bulldozers de las casas fue precedida por un fuego intenso y el bombardeo realizado por los tanques, desde el comienzo de la acción del ejército israelí durante la noche del martes 2 de abril. Los tanques rodearon el campo, tomaron posiciones sobre el monte al oeste del mismo, entraron estruendosamente a la calle principal. Dos días más tarde, comenzaron los disparos desde los helicópteros, relata la gente: fuego de cohetes y de metralletas. Se refugiaron bajo las escalinatas, en el piso bajo, en baños interiores, en almacenes cerca de los patios interiores; se aglomeraron en habitaciones pequeñas, tocándose unos a otros en la oscuridad, aterrorizados. Se tapaban los oídos y cerraban los ojos, abrazando a los niños pequeños, que lloraban.

Estadísticas de los daños

Cuanto terminaron los tiros -dicen- salieron y descubrieron sus casas quemadas, llamas y humo saliendo de ellas, acribilladas de agujeros, los pisos inseguros, puertas y ventanas arrancadas, los cristales destrozados, inmensos hoyos en las paredes del frente. También vendrá la hora de las estadísticas de los daños, y cuando suceda, los equipos de la ONU nos dirán cuántas casas fueron destruidas por los bulldozers, cuántas fueron dañadas por los tiros y si pueden ser reparadas o si será más seguro demolerlas por completo. Y cuántas familias estaban en su interior. Y cuántos individuos.

Umm Yasser rescató a un bebé de un año de la casa del vecino, que fue bombardeada. El padre del bebé, Rizk -nos informó ella-, salió arrastrándose con sus dos piernas heridas y con su espalda quemada por el fuego. “Salió de su casa con su brazo estirado, sangrando”, dijo. La casa estaba rodeada por soldados. Vino un doctor militar o un enfermero, le limpió las heridas, las vendó, y los soldados se lo llevaron al área del cementerio y lo dejaron allí. Vecinos que lo vieron, lo recogieron y llamaron a un doctor. Pudieron llevarlo a un hospital sólo una semana después de haber sido herido.

H. y su familia estaban en su casa cuando fue bombardeada. Corrieron a refugiarse en la vecina casa de su padre. H. piensa que fue el 8 de abril. La gente tiene problemas para recordar fechas exactas; todos los días del ataque se han convertido en un torbellino de temor y sangre y destrucción, sin noches o días. Y., su marido, fue herido por los disparos cuando salió a la puerta. Lo arrastraron a la casa de su padre. Allí le vendaron la pierna, rezaron porque todo saliera bien y lograron llevarlo a un hospital privado recién el domingo 14 de abril, evadiendo a los soldados que patrullaban a pie el callejón.

A.S. fue herido mientras realizaba una misión del ejército israelí: una patrulla de infantería lo sacó de su casa para que acompañara a los soldados, caminara delante de ellos y les abriera las puertas del vecindario. A.S. hizo lo que le dijeron, y mientras estaba junto a una de las puertas, apareció otra unidad de soldados. Tal vez pensaron que pertenecía a los mukawamín (insurgentes, activistas armados), porque ninguna otra persona se atrevía a deambular por las calles durante esos primeros días de la captura del campo por el ejército israelí. Le dispararon y lo hirieron. Estuvo cuatro días en la casa de vecinos, hasta que sus hermanos lograron llevarlo para que recibiera atención médica. Su hogar, en el segundo piso de la casa de la familia en la ladera del cerro, fue dañado por entre tres y cinco cohetes y por numerosas balas. Los soldados se ubicaron en una casa cercana más elevada y dispararon.

Su madre cuenta la historia en detalle, llevando a los visitantes de una pieza destruida a la otra. Y entonces nos lleva al jardín: le gustaba plantar cosas, le gustaba la vida, no la muerte, dice de su hijo. Sus otros hijos ofrecían a los visitantes frutos del jardín: nísperos deliciosamente ácidos, ciruelas jugosas y refrescantes. La mayor parte de los depósitos de agua del campo fueron alcanzados durante los primeros días de disparos. Los caños de agua fueron reventados por los bulldozers y los tanques del ejército israelí. El suministro de agua potable se cortó de inmediato. Por ello, cuando hay que economizar cada gota de agua, poder morder esos frutos constituye un lujo.

A Abu Riyad, de 51 años, también lo reclutaron, como a muchos otros, para misiones del ejército israelí. Durante cinco días acompañó a los soldados: Durante el día caminaba por delante de ellos, de puerta en puerta, golpeaba las puertas, mientras los soldados se escondían detrás de él, con sus rifles apuntando a la puerta y a él. Por la noche estaba con ellos en una casa que habían ocupado. Lo esposaban y dos soldados lo vigilaban, dijo. Al final de su misión, le dijeron que se quedara en cierta casa, solo. Alrededor se percibía el estruendo de los bulldozers y de los tanques. Uno de los tanques se lanzó contra la casa. Abu Riyad saltó hacia otra casa, siguió saltando de una casa destruida a otra, hasta que llegó a su hogar, que también estaba parcialmente en ruinas, alcanzado por tres cohetes. Había 13 personas en la casa cuando cayó el cohete.

Un soldado limpió el baño

S. declaró que había tenido suerte. La casa de su familia sólo fue ocupada durante una semana, como una docena de otras casas del campo que remonta la ladera del cerro y el acantilado. S. es viuda y vive con su hermano y su familia en el borde oeste del campo: cuatro adultos, 10 niños. La mayor parte de los residentes había abandonado el vecindario antes de la invasión del ejército israelí. Durante la primera y la segunda noche, los soldados ocuparon dos o tres casas adyacentes a la de la familia de S. Los miembros de la familia se refugiaron en la cocina, porque pensaban que era la pieza mejor protegida. De repente, en medio de la noche alguien entró pasando a través del muro, abriendo un inmenso agujero cerca del piso y penetrando justo encima de la cabeza de Rabiya, de ocho años. Los cristales de las ventanas estallaron y la habitación se llenó de polvo. Las 14 personas en la cocina comenzaron a gritar. Por el agujero en el muro escucharon a alguien gritando en árabe: “Todo el que abandone la casa morirá”. Miraron y vieron a un grupo de soldados en el estrecho callejón. Trataron de negociar con los soldados; tal vez podrían irse a la casa del vecino, a una habitación más segura, pero la única respuesta que recibieron fue: “Todo el que abandone la casa morirá”.

Un momento después, los soldados hicieron un agujero en la muralla que lleva a la escalinata y entraron. Los miembros de la familia se apiñaron en un rincón, mirando sorprendidos cómo entraban más y más soldados, con las caras pintadas de negro. Los miembros de la familia fueron colocados en otra pieza, llena de cristales quebrados y polvo. Los tuvieron ahí desde la tarde hasta el viernes temprano por la mañana. Los soldados, cuenta S., no les permitían salir de la habitación apenas alumbrada. Cuando rogaron para poder ir al baño, los soldados les trajeron un tarro de la cocina, El cuñado de S. fue arrestado, y se quedaron las tres mujeres y sus niños en una casa repleta de soldados extraños.

Al amanecer, S. abrió la puerta y descubrió que los soldados habían sido reemplazados. Usando gestos y lenguaje corporal les indicó que quería ir al baño, llevar a los niños al baño, buscar comida. Alguien que le pareció ser un oficial le dijo que fuera. Tuvo que pasar entre una gran cantidad de soldados acostados en el piso de su casa, caminando de puntillas entre ellos. La suciedad que encontró en el baño la asqueó. El soldado que estaba a su lado dejó caer la cabeza, y ella sacó como conclusión que se avergonzaba de lo que estaba viendo. Fue a una casa cercana, donde no había nadie, trajo agua, y limpió el baño.

Durante esa noche, mientras la familia permanecía encerrada en una habitación, los soldados registraron la casa. Vaciaron cajones y estantes, dieron vuelta los muebles, destruyeron la televisión, cortaron la línea telefónica, se llevaron el teléfono e hicieron otro agujero en un muro que conduce a otro piso. Al lado del muro destruido hay una acuarela pintada por el hermano de su cuñado cuando tenía 15 años. Pintó un paisaje suizo: un lago, montañas cubiertas de nieve, árboles de hojas perennes, un ciervo, una casa de tejas rojas con humo que sale por la chimenea. A la orilla del lago pintó a dos hombres con bigotes vestidos como palestinos montados sobre un asno. La fecha: 10 de mayo de 1995. La firma: Ashraf Abu al-Haija.

Al-Haija fue matado durante uno de los primeros días del ataque del ejército israelí, alcanzado por un cohete. El martes de la semana pasada su cuerpo calcinado seguía en una de las habitaciones de la casa medio destruida. Al-Haija era activista de Hamás, que junto con miembros de otros grupos armados había jurado defender el campo hasta la muerte. J.Z., que tenía dos sobrinos que se encontraban entre los hombres armados que fueron matados, estima que no eran más de 70. “Pero todo el que les ayudaba se consideraba un resistente activo: los que avisaban desde lejos cuando los soldados se acercaban, los que los escondían, los que les hacían té.” Según él, ninguna puerta del campo se cerró ante ellos cuando escapaban de los soldados que los buscaban. La gente del campo -dijo- decidió no abandonarlos, no dejar que los combatientes quedaran librados a sí mismos. Esa fue la decisión de la mayoría, tomada individualmente por cada persona.

A pesar de su relación familiar y emocional con muchos de los hombres armados, admite que le es difícil describir exactamente cómo se desarrolló el combate en el que fueron matados y durante el que murieron los soldados israelíes. “De una reconstrucción que hicimos juntos, parece que el ejército atacó el campo con fuego de tanques y ametralladoras desde varias direcciones y trató de hacer penetrar sus fuerzas de infantería. Pero fracasaron debido a la resistencia de nuestros combatientes. Entonces comenzaron a atacar todas las casas del campo indiscriminadamente con helicópteros y tanques. Los soldados ocuparon las casas del borde del campo e indicaban en qué dirección disparar y dar en el blanco.” Poco a poco, los palestinos armados fueron obligados a retirarse al interior del campo, a sus últimas batallas.

J.Z. es un obrero de la construcción que construyó su propia casa, y las de sus amigos. Su casa fue destruida por impactos directos de varios cohetes. Ahora duerme en la casa de su joven amigo, A.M. Cuando la oscuridad cubre el campo, cuya electricidad ha estado cortada desde el 3 de abril, se ve la luz de las velas brillando sólo desde algunas de las ventanas. Existe la ilusión de que si hay una ventana en la que no se ve brillar una luz, no será alcanzada por los disparos. El fuego del ejército israelí continúa por intervalos, aunque ya no hay palestinos que disparen en la dirección de los soldados. De tiempo en tiempo el silencio es roto por el ruido de una explosión.

La ansiedad y la inseguridad dominan en una conversación típica de estos días, con la madre de A.N. y su tía. El lunes por la tarde la conversación con la visitante de Israel comenzó con la enumeración de aquellos que J.Z. sabe que han sido matados: siete de ellos eran hombres armados, muertos en combate. Había 10 civiles, entre ellos tres mujeres y por lo menos dos ancianos. Hay muchísima gente cuya suerte se desconoce.

La conversación salta a recuerdos de la instalación de la prisión en Ketsiot, en la que J. estuvo encarcelado durante la primera Intifada y que ha sido reabierta ahora para soldados. Un soldado, le contaron a A.M., había dejado su casquete en una casa que había registrado. Un fuerte tiroteo tenía lugar en el vecindario y en la casa en la que había olvidado su casquete. El soldado le dijo a un joven palestino que había sido “reclutado” que si le traía su casquete lo liberarían. Evitando las balas, el joven corrió a la casa, trajo el casquete y le permitieron que se fuera. J. cuenta otra historia que circula por el campo, sobre soldados que fueron atacados desde el interior de una casa que habían ocupado antes, de la que habían huido dejando atrás sus armas. Dicen en el campo que uno de ellos gritó: “¿Madre mía, qué clase de guerra es ésta?”

La fuente: Amira Hass es una destacada periodista israelí que trabaja para el periódico Haaretz (80.000 ejemplares, Tel-Aviv). Primer diario publicado en hebreo durante el mandato británico, en 1919, “El país” es el periódico de referencia de los políticos e intelectuales israelíes. Austero e independiente, su falta de complacencia le valió perder lectores, sobre todo en 1982, durante la guerra del Líbano, y en 1987, al comienzo de la primera Intifada. Siempre propiedad de la familia Schocken, que lo adquirió en 1935, Haaretz construyó su reputación con el análisis. A pesar de su costado voluntariamente “cuadrado”, el periódico se abrió a las nuevas tecnologías al proponer todos los martes un suplemento multimedia. Haaretz (www.haaretz.co.il) está en Internet desde fines de 1996. Se limita a reproducir los artículos aparecidos en su edición de papel, pero se distingue por la publicación periódica de varios de sus artículos traducidos en inglés, en colaboración con el International Herald Tribune. La versión inglesa es gratuita. El acceso a las páginas en hebreo es pago. El periódico tiene un sitio espejo en los Estados Unidos (www.haaretzdaily.com), lo que facilita el acceso a las páginas. Este artículo fue publicado el 20/4/2002.

Más

Sangre por petróleo

Miles de personas mueren por año de hambre por no poder producir sus alimentos debido a la contaminación del suelo, o por enfermedades al ingerir agua con altos índices de metano, o a manos de los militares nigerianos que defienden los intereses de la empresa Shell, cuya ganancia se ha incrementado a niveles récord en su historia durante 2005, en gran parte por culpa de la explotación del petróleo de Nigeria, y por los delicados cuidados ambientales que la compañía debería respetar durante la extracción del crudo y que omite con la complicidad del gobierno central. Escribe Maximiliano Sbarbi Osuna.

Los mercenarios sueltos en Irak

Los problemas de privatizar la guerra y la seguridad. Uno de cada diez occidentales armados en Irak es un mercenario que cobra hasta mil dólares por día por custodiar a funcionarios o hacer la guerra sucia. Ya murieron 90, pero son bajas que no se cuentan. Hay 35 empresas operando en el país, casi sin control. Los custodios suelen ser mercenarios de varios países, ex comandos que cobran altísimos sueldos y que nadie controla. Escribe Eduardo Febbro.

Irak ahora debe importar petróleo y no tiene dinero para pagarlo

La tercera potencia petrolera del mundo sufre escasez de combustible, en parte por la actividad insurgente y en parte por la corrupción, dos milagros de la ocupación norteamericana. Mientras tanto, crece el contrabando ilegal. Escribe Pratap Chatterjee.

Estados Unidos recomendó la nevirapina a África sabiendo de sus efectos mortales

El tratamiento, indicado para prevenir la transmisión del HIV de madre a hijo, había sido desaconsejado en el 2002, pero el Instituto Nacional de Salud optó por no informar de ello a fin de evitar que las preocupaciones impidieran el empleo de la droga como la solución más barata para la crisis sanitaria que enfrenta el continente.

Carta abierta de Sergio Yahni, el reservista que se niega a servir en el ejército israelí

Por negarse a servir en el ejército israelí, Sergio Yahni, un ciudadano israelí emigrado desde la Argentina en 1979, cumple 28 días de prisión. Yahni, de 35 años, es periodista y un destacado militante en favor de la paz. Recientemente fue convocado para prestar servicio como reservista en las Fuerzas de Defensa Israelíes. Como se negó terminantemente a aceptar la orden, el Ministerio de Defensa israelí lo condenó a 28 días de arresto, que cumple en una prisión militar. En esta edición, la carta completa que Yahni le envió al ministro de Defensa de Israel.

La seguridad en venta

Estados Unidos habrá gastado al final de 2006 más de 810.000 millones por las guerras de Afganistán e Irak y sus consecuencias. Estos costes se transforman en elevados beneficios para numerosas empresas que prestan servicios militares, de banca o de planificación urbana. Lo que los norteamericanos envían de ayuda a los afganos regresa directamente a los bolsillos de sus empresas estadounidenses. Escribe Jorge Planelló.