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martes, mayo 14, 2024

La construcción de la identidad israelí: génesis, problemáticas y contradicciones

Opinion/IdeasLa construcción de la identidad israelí: génesis, problemáticas y contradicciones

La construcción de la identidad israelí: génesis, problemáticas y contradicciones

En este trabajo se aborda el fenómeno de la construcción de la identidad israelí. Para el autor, hasta que no se resuelva la problemática de entender al judaísmo desvinculado de toda rigidez étnica y nacionalista, el enfoque y la relación del Estado de Israel, tanto interna como externamente, seguirá siendo conflictiva. Un estilo tradicional de nación quizás ya no sea el modelo a seguir en el actual y sofisticado conflicto israelí / palestino. Más aun cuando todavía Israel se encuentra en la búsqueda no ya de definir límites fronterizos fijos, sino en poner mojones en la fluctuante divisoria de identidades de sus mismos ciudadanos, entre el preciso israelí y el indefinido ser judío.

Por Andrés Criscaut

Quizás para entender la muerte sea necesario primero comprender cuándo comienza la vida. Por eso, en un momento en el cual se plantea desde la óptica de la globalización, y más precisamente desde la crisis argentina, la posibilidad de practicar cierto tipo de “eutanasia” sobre algunos países, centrarnos en cuándo y por qué comienza a formarse un Estado o una nación pueda aportar un elemento importante de comprensión.

El caso judío / israelí, visto como un proceso aún no concluido de formación nacional, tanto por sus relación con la diáspora judía como por albergar aún dentro de su territorio el reclamo de independencia palestino, plantea la particularidad de presentar un rico y vivo debate aún vigente en torno de su carácter e identidad. En una reciente entrevista el escritor israelí Amos Oz dijo: “En Israel la historia se vive como experiencia personal (ya que aún) no es una nación, es una ruidosa colección de discusiones a gritos. Somos seis millones de primeros ministros, seis millones de profetas, seis millones de Mesías, todo el mundo está gritando, nadie escucha.” (1)

La Nación ideada

El siglo XVIII marcó el fin del pensamiento religioso y el comienzo de un secularismo racionalista, momento en el cual el súbdito pasó a descubrirse como ciudadano, patriota y miembro de una nación. A partir de ese momento esta idea europea transformó al mundo en un laboratorio de múltiples experimentos orientados a un orden internacional centrado en el concepto del Estado-Nación, a la búsqueda de la legitimación de un territorio donde establecer un sistema legal propio y ejercer el control y el monopolio del poder sobre su población (2). Una verdadera carrera de comunidades en busca de un imaginario propio y digno de traducir en una estructura nacional. Como diría Mazzini, desde ese instante “la única manera de pertenecer a la Humanidad es pertenecer a una Nación específica”.

Sin embargo hay que entender las ideas y principios nacionales como un producto de factores (capitalismo de imprenta, movilización política, etc.) que operan en los dos o tres últimos siglos y que constituyen conjuntamente una revolución de la modernidad. Por eso el pensamiento nacionalista no es y no puede construirse como un discurso autónomo, es una creación ideológica ya que no hay nada inmanente, perenne o acumulativo en la nación.

Varias son las teorías que marcan los diferentes nacionalismos. Según Anthony D. Smith (3) la primera es la “teoría gastronómica”, en la cual la nación es una pieza de ingeniería social deliberada que recurre al ensamblado de elementos e ingredientes cohesionadores, de “cocineros” (una elite dominante) que agrupa ingredientes (estandarización de la historia, símbolos, mitos, lenguas, razas, tradiciones) y los combina para lograr el resultado esperado que es la Nación. La nación se transforma así en un “relato” que recitar, un “discurso” que interpretar y un “texto” que deconstruir, se trata más de diseminar representaciones simbólicas que de forjar instituciones. Existe una dimensión de artificialidad en este enfoque y de etnificación de las comunidades que abarca el redescubrimiento, la reinterpretación y la regeneración colectiva de la comunidad.

Siguiendo a Benedict Anderson (4), en esta línea hay que analizar el nacionalismo como una doctrina intelectual incoherente más ligado al parentesco y a la religión, y no a corrientes como el liberalismo o el fascismo, en el sentido de la creación de una autoimagen de pertenencia proyectada hacia el adentro y el afuera de la comunidad. Benedict habla en este sentido del sionismo como el proyecto que replanteó la comunidad religiosa judía antigua en términos nacionales, y transformó la idea del devoto errante en un patriota israelí. “Si la nacionalidad tiene cierta aureola de fatalidad, sin embargo es una fatalidad integrada a la historia”.

La raza de la Nación ideal

Muy someramente podemos distinguir una primera etapa del nacionalismo disparada por la independencia norteamericana, más republicana o participativa y cercana al concepto cívico de vertiente anglosajona del ciudadano (5) como patriota, y otra más de la Europa continental que va desde 1870 a 1914 de un fuerte carácter nacionalista etnolingüístico. Este último funciona como una construcción ideológica y de ingeniería social que construye un campo de significados y símbolos asociados a la vida del ser nación, a la vez que provee un pedigree y un sentido casi mesiánico de la historia. La teoría nacionalista, sobre la cual se construiría el proyecto sionista en forma un poco tardía, es en definitiva una doctrina política sobre la naturaleza y el modo apropiado de construir el Estado, en la cual también se interpreta a la historia como memoria pública organizada.

En este sentido el sionismo hundió sus raíces en esta vertiente étnica, la cual si bien no constituye un estamento programático, apela a un sistema de representación prepolítica, o protonacionalista, que fácilmente define un sentido real de identidad grupal. Vincula a los miembros en un “nosotros” que los diferencia de “ellos”, pero que realmente no deja en claro cuál es el factor común aglutinante, salvo el no ser “ellos” (6).

Así, el nacionalismo sionista tuvo que recurrir a todo el abanico simbólico para lograr una identidad y una autoconciencia en términos etnolingüísticos de la idea de un “pueblo” judío como Nación que a partir de ese momento necesita de su Estado. Este arsenal, dotado de un alto grado de significación religiosa, afectiva y mesiánica, fue la natural condición necesaria para generar una idea-fuerza lo suficientemente atractiva que intente aglutinar lo disperso y generar la migración. Como señala Biku Parekh: “religiones comunales y no proselitistas como el judaísmo y el hinduismo generan un tipo de nacionalismo muy diferente de aquellas religiones universalistas y abiertas pero también más asertivas y misioneras como el cristianismo y el islamismo” (7).

En esta instancia, desde una perspectiva purista, como lo es toda teoría racial, se podría invocar que todo ashquenazí en definitiva sería un goim eslavo o tártaro convertido al judaísmo entre los siglos VI al X por influencia de las hordas khazars, haciendo del rubio o pelirrojo centroeuropeo algo muy alejado del verdadero judío “original” de probable tez oscura y de rasgos más bien sefaradíes, por no decir arabizados. Georges Friedmann (8) es categórico al aclarar que “los judíos jamás han constituido una comunidad nacional en el sentido habitual del término y, en su caso, hasta es difícil descubrir su identidad”, por eso “no habría sido necesario esperar a Herzl, al final del siglo XIX y al desarrollo de los movimientos sionitas, para reclamar la creación de un Estado judío, si en los judíos hubiera habido la conciencia de una nación (unificada)”. “No hay un hecho nacional judío, (sino) un hecho nacional israelí, y la unidad del pueblo judío es un concepto pragmático que para unos forma parte de una mística orientada por una visión mesiánica, y para otros de una política al servicio del fortalecimiento del Estado (israelí)”.

Este intento por standarizar el amplio concepto de “pueblo judío” también continuó orientando la política del estado israelí. Un ejemplo de esto lo brinda Anthony Smith en el mito del asedio de Masada como la reutilización y resignificación de una napa histórica y de etnogénesis del acerbo cultural israelí. El mito de Masada no tenía ningún significado para la tradición judía, ni siquiera era mencionado por los textos tradicionales, tan sólo figuraba como una breve mención en “La guerra de los judíos”, del historiador judeo-romano Josefo. Ni siquiera tenía demasiado peso en el imaginario sionista de principios de siglo XX. Este mito recién comenzó a tener un espesor propio y a ser necesario para la concientización nacional a partir de la década del ’20 (9), pasando a ser recién luego de 1948 un símbolo de la afirmación, asedio y autosacrificio de los israelíes ante las adversidades de la joven nación. Hoy día la iniciación del ejército israelí se forja en ese lugar mítico-histórico, haciendo aún del servicio militar un instrumento al servicio de la educación cívica y de la integración nacional.

La metamorfosis del judío en israelí

Este debate sobre la nación y el estado judíos, que aún persiste, ha generado una gran polémica desde los orígenes del sionismo, y ha sido uno de los principales instrumentos de formación del movimiento. Quizás para el sionismo una vez encausado este tema, el lema haya sido, al revés de la frase aplicada por Massimo d’Azeglio para la unificación italiana, “ya hicimos (imaginamos) al judío / israelí, ahora hay que hacer a Israel”. Una doble tarea formativa de poblar una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra pero sin la convicción y la certeza masiva de quiénes son el pueblo y cuál es la tierra. Transformar a los judíos de la Diáspora en una especie de luchadores de un particular movimiento de liberación nacional, pero bastante desconectado y alejado de su tierra. El ideal se cimentó también con la premisa categórica de que no había ningún futuro para los judíos de Europa, haciendo así una traducción política del antisemitismo y de la desconfianza judía hacia el mundo gentil cristiano.

Sin embargo las percepciones eran distintas. Hacia fines del siglo XIX en Europa Occidental la asimilación estaba llevando a la identidad judía a un proceso de desaparición, y de no existir el antisemitismo, y su reacción sionista, ésta habría desaparecido. Como plantea Hannah Arendt (10), puede interpretarse que la única consecuencia inmediata del moderno antisemitismo no fue el nazismo, sino el sionismo, cuya vertiente original de occidente constituyó un género de contraideología y de ‘respuesta’ al antisemitismo. El sionismo, en definitiva, surgió como protesta de esa disolución canalizando a partir del affair Dreyfus el creciente antisemitismo en la búsqueda de la solución al problema judío (11). Es interesante que incluso Weizmann, químico de formación, hablara en sus memorias de este tema en términos de “factores de solubilidad de judíos” así como del poder de solvente de un país (12).

Porque el debate gira en torno de la pregunta de hasta dónde es totalmente legítimo identificar los vínculos de las comunidades judías con la tierra ancestral de Israel; de descubrir una continuidad histórica entre el temprano nacionalismo judío y el actual sionismo cristalizado en Israel. Hasta la invención del nacionalismo judío a fines del siglo XIX no hubo la necesidad de tener un estado político judío, y menos aún territorial. Pese a identificarse como diferentes del resto, ni siquiera esto fue condición suficiente para buscar un ordenamiento político autónomo ni un sistema de relación diferencial para con las comunidades con las cuales interactuaban.

En este punto cabe mencionar la tesis de Sartre del antisemitismo como un invento moderno generado en el ámbito cristiano, que más allá de su “naturaleza” o de ser cierta reacción al separatismo o aislacionismo religioso judío como plantea Arendt, ayudó a generar las condiciones que permitieron la formación de una conciencia y especificidad judía identitaria.

Al respecto Arendt habla de una “miopía política” por parte de los judíos europeos y de una interpretación del contexto histórico y social que los ubicaba como víctimas accidentales e inevitables de un antisemitismo eterno. Sin embargo, estos presupuestos sobre los que se basó el sionismo “niegan la cuota judía de responsabilidad que generó la existencia de estas mismas condiciones” (13). Para ella el sionismo implicó una toma de conciencia política por primera vez por parte de los judíos, una “vuelta a la realidad”, aunque planteó una solución radical desacertada que más que combatir contra el antisemitismo en su propio lugar, prefirió la solución del escape hacia otra tierra. Herzl, los judíos intelectuales secularizados occidentales, dejaron atrás esa historia del judaísmo presentada como una suerte de eventos fortuitos y providenciales guiados por una ley inamovible, y tomaron control por primera vez de su destino, así “la historia ya no será más un libro cerrado (…) ni la política será más un privilegio de los gentiles” (14). Sin embargo, en su teoría, el holocausto nazi generó entre los judíos la novedad de recuperar el deseo de la dignidad a cualquier precio, lo cual fue enmarcado nuevamente por el Estado de Israel dentro de un síndrome de Masada orientado a encontrar ese honor perdido en los campos de exterminio mediante una actitud suicida.

Las divisiones y debates dentro del mismo sionismo también estuvieron fuertemente marcadas. La frase “el año próximo en Jerusalén” sonaba y significaba de forma muy distinta en los oídos y las mentes de los judíos polacos o rusos que en la de los franceses o norteamericanos. La idea de la Tierra Prometida, más allá de la visión secular del sionismo inicial, era vista por muchos como algo más que un simple refugio. Fue el ala rusa del sionismo, quizás la más numérica y poderosa en ese momento (entre los líderes y pioneros tan sólo Herzl y Nordau no eran de esa zona), la que durante el Sexto Congreso Sionista marcó una drástica oposición a la propuesta británica de brindar un refugio para los judíos perseguidos en su protectorado de Uganda (actual Kenya). Y esto pese al reciente e impactante pogrom zarista de Kishinev que había sufrido esta misma comunidad (15). De esta manera los sectores del judaísmo oriental / ruso introdujeron una arista mesiánica y mística imborrable al movimiento.

Idealismo y practicidad

Pero uno de los principales obstáculos al sionismo se encontraba dentro del campo ideológico.

Las ideas revolucionarias de fines del siglo XIX y principios del XX fueron una de los principales contrincantes que quitaban adeptos del incipiente sionismo dentro de las comunidades judías proletarias y profesionales de Europa del este. Por tal motivo el sionismo fue tomando un tinte más atractivo de sincretismo entre el nacionalismo etnolingüístico y el socialismo, presentando la creación de un estado para los judíos como un hecho de redención tanto nacional como individual. Esta metamorfosis del judío errante en el ciudadano israelí planteaba no sólo un nuevo tipo de individuo judío, conectado con la tierra y con el futuro, sino también una idealización del pasado que implicaba la negación del modelo de vida que se llevaba hasta el momento en la diáspora. Como cuenta Isaac Deutscher en su libro Los judíos no judíos, esto se cristaliza en el desplazamiento del yiddish por el hebreo como un ejemplo de una “nueva mutación hebrea de la conciencia judía” (…) orientada a “formar una sólida y protectora corteza nacional” en un “Estado de los desplazados” que haga olvidar el odiado “parche amarillo” (16).

En Europa Oriental, con un marcado proletariado volcado al socialismo, la comunidad judía veía su futuro más ligado a lograr un profundo cambio social en los países de residencia, percibiendo de esta forma al sionismo como un invento burgués, occidental y afrancesado.

Sin embargo ya la primera generación de sionistas anteriores a 1880, la cual no estuvo cautivada por el llamado socialista, aspiraba a modificar la situación política del pueblo judío, pero a través de una sociedad nueva que redimiera y “normalizara” la situación judía en términos nacionales. Sólo luego de la segunda ola planificada de inmigrantes (aliá) de principios de siglo XX se comenzó a ver a los colonos como una vanguardia que estaba forjando una nueva, futura y ejemplar etapa histórica y revolucionaria centrada en el proletariado obrero judío; una doble revolución nacional de liberación y de lucha de clases.

De esta forma se brindaba la posibilidad de liberar al judío de ese papel que se le dejó representar como comerciante, prestamista, usurero y de naturaleza deicída. Esta imagen de improductivo y de “parásito” social se limpiaría en esta nueva sociedad al “ensuciarse” las manos con la labor agrícola comunitaria en la tierra prometida. Esta visión del judío como improductivo también fue compartida por la visión clásica marxista, como arquetipo del típico burgués. Estos, así como gran parte de los filósofos sociales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, también se ocuparon del problema judío como parte del debate de la “cuestión nacional”. Este interés residía principalmente en el carácter “extraterritorial” y de “apátrida” del pueblo judío, de su relación con las naciones anfitrionas y como ejemplo anómalo de la cuestión nacional.

Deutscher, judío y polaco, ejemplifica esta tensión entre la idea particular de un estado para los judíos, no del todo despojada de un trasfondo religioso, y el laicismo universal socialista del sueño soviético: “¿Quién estaba capacitado para predicar la sociedad internacional de los iguales como lo estaban los judíos, libres de todo nacionalismo y de toda ortodoxia judía y no judía? … (sin embargo) la decadencia de la Europa burguesa obligó al judío a abrazar la idea de un estado nacional”. En aquel semillero de nuevas experiencias políticas que afloraban en el viejo continente “una nueva conciencia cultural judía se estaba formando, y se lograba a través de una aguda ruptura con la conciencia religiosa (…). Todas estas idealizaciones eran para nosotros nada más que polvo metiéndose en nuestros ojos. Habíamos crecido en ese pasado judío. Teníamos once, y trece, y dieciséis siglos de historia judía viviendo al lado nuestro y bajo nuestros mismos techos; y queríamos escapar de ello y vivir en el siglo veinte”.

Este convencimiento de poblar esa zona bastante inhóspita, y no otra, pese a los diversos proyectos y propuestas que hubo, se inscribió dentro del concepto de una colonización poblacional distinta al tradicional sistema colonialista de explotación, ya que carecía de un centro de poder estatal destinado a sacar ganancia de la zona-colonia. Los colonos sionistas inicialmente establecieron un particular sistema comunitario asimétrico, apoyado por el capital privado de filántropos judíos, y que finalmente resultó de bajo nivel tecnológico y poco lucrativo.

Según el sociólogo Baruch Kimmerling ni los hombres de la primera ola inmigratoria ni los de la segunda fueron “responsables del desarrollo de la empresa sionista (…) ellos fueron la condición necesaria, pero no suficiente ya que sin la presencia de la potencia colonial inglesa, que brindó el contexto internacional y bajo cuya tutela se desarrolló una comunidad etno-nacional judía en total contraposición a la voluntad de los pobladores locales, el sionismo no hubiese tenido ninguna consistencia”. En Palestina la tierra era escasa, por eso él agrega: “La colonización sionista es la única que eligió su destino territorial no de acuerdo con parámetros de abundancia de tierras disponibles, valor, calidad, riqueza natural del territorio, accesibilidad política o la posibilidad de vivir en paz con sus habitantes, sino de acuerdo a una ideología que era una mezcla de religión, nacionalismo moderno, liberalismo y socialismo”. La persistencia de Eretz Israel, pese a los múltiples ofrecimientos que hubo como el llamado “Uganda” o el de al-Arish, en el Sinaí, demuestran el peso simbólico de esta zona en la construcción del imaginario sionista y la persistencia de la tradición.

Es importante destacar que en rigor a partir del siglo XVI los judíos casi no se movieron de sus lugares hasta el último cuarto del siglo XIX. Sólo entonces se integraron al gran movimiento migratorio europeo, que envió a millones de alemanes, italianos, irlandeses, ingleses y polacos a las colonias de ultramar. Fue precisamente en este particular contexto internacional cuando el nacionalismo sionista pudo pasar de la teoría a la práctica, aunque en rigor la abrumadora mayoría de los judíos europeos no respondió al llamado del sionismo. Esta convicción ideológica recién tuvo éxito luego del desvío de la emigración judía hacia Palestina como consecuencia del cierre de la inmigración a los Estados Unidos en los años ´20 y de la matanza nazi en Europa.

El debate aún persiste tomando nuevas características e incluyendo nuevos actores. Actualmente el principio fundacional del eterno antisemitismo ha sido en cierta forma reemplazado por la amenaza de la misma asimilación. La israelización también representa un serio peligro en y para la propia Tierra Prometida. Según las facciones ortodoxas y fundamentalistas, Israel se ha vuelto un lugar de no creyentes, diseñada y regida desde sus primeros pioneros sionistas ateos, en la cual es imprescindible preservar y salvar la “autenticidad” del judaísmo, de realizar una profilaxis del “pueblo judío”, como diría Friedmann. De ahí la frase del Lévi Eshkol ante los judíos argelinos que optaron por emigrar a Francia: “la principal lucha de los judíos, de hoy en adelante, no es por la igualdad, ya la hemos conseguido, sino por el derecho a ser diferentes”.

Esta disyuntiva que plantea una supuesta “centralidad de Israel” como núcleo rector oficial de todos los judíos, así como una “doble lealtad o doble ciudadanía” de los judíos hacia este país y su país anfitrión, Friedmann la entiende como un estímulo que reaviva la posibilidad de un nuevo antisemitismo. Esto prolonga el particularismo artificial de una condición judía que alienta la reivindicación de ser “diferente” como medio de salvar a la “judaicidad”, pero cayendo en la evaporación del ser judío, fuera lo que fuere, en el ser israelí y preservando la tan temida “otredad” de los judíos en la Diáspora.

El tema de la unicidad, posesión y “sacralización” (17) del holocausto nazi como un elemento exclusivamente judío y de formación de identidad, especialmente como instrumento político luego de la toma de los territorios ocupados por Israel en la guerra de 1967, también ha generado una espesa atmósfera de debate (18). En este aspecto es interesante ver cómo la comunidad judía norteamericana interpreta su judaísmo pero siempre como un aspecto integral de su “norteamericanidad”: “Nos consideramos no tanto una nación como una comunidad religiosa, por lo tanto no consideramos ningún aspecto del retorno a Palestina ni la restauración de ninguna de las leyes sobre el estado judío”, retrucarían ya en 1876 los rabinos reformadores norteamericanos ante la para ellos “Sionmanía” naciente de esta especie de Julio Verne judío de Herzl (19). Sin ir más lejos, actualmente el Departamento de Estado no considera el concepto de “pueblo judío” como un principio de derecho internacional. Sin embargo es interesante ver la proyección mítico-religiosa que realiza el judío norteamericano sobre Israel como un reservorio de tradición y observancia, y cómo ésta gravita en la vida y sociedad israelí. Según resalta Friedmann, “la generosidad del contribuyente norteamericano se agotaría si Israel se volviera una estado laico” (20).

Porque quizás hasta que no se resuelva esta problemática, la de entender al judaísmo dentro de un parámetro más universal y amplio de justicia (21) y desvinculado de toda rigidez étnica y nacionalista (en el peor sentido chovinista y segregacionista del término), el enfoque y la relación del Estado de Israel, tanto interna como externamente, seguirá siendo conflictiva. Un estilo tradicional de nación quizás ya no sea el modelo a seguir en el actual y sofisticado conflicto israelí / palestino. Más aun cuando todavía Israel se encuentra en la búsqueda no ya de definir límites fronterizos fijos, sino en poner mojones en la fluctuante divisoria de identidades de sus mismos ciudadanos, entre el preciso israelí y el indefinido ser judío.

Porque una vez más en palabras de Arendt (22), quien ve lo político como construcción específicamente humana: “es esa artificialidad (del Estado de Israel) la que precisamente otorga al proyecto judío en Palestina esa dimensión humana”. El desafío está allí, y la respuesta no está en ninguna variante “natural”, fortuita o predestinada, sino en la misma voluntad creativa de las mentes de los hombres.

Notas: (1) Clarín – Suplemento Cultura y Nación — El hebreo como instrumento musical. – 10 agosto 2002. (2) Bhikhu Parekh, lo define al Estado Moderno como una asociación compulsiva en el triple sentido de que cada individuo pertenece a algún Estado, que ninguno puede salir o entrar sin su permiso y que cada uno dentro de sus fronteras está sujeto a su juridicción a menos que se le conceda una excepción. A diferencia de contrapartes anteriores, el Estado moderno territorialaza y totaliza las relaciones y actividades humanas y les da una completa y nueva dimensión. ( En "El Etnocentrismo del discurso Nacionalista" en La Invención de la Nación, A. Fernández Bravo (comp.), Buenos Aires, Manantial, 2000). (3) Anthony D. Smith, "¿Gastronomía o geología? El rol del nacionalismo en la reconstrucción de las Naciones" en La Invención de la Nación, Buenos Aires, Manantial, 2000. (4) Benedict Anderson, Comunidades Imaginadas, FCE, 1993. (5) El estado, desde el punto de vista nacionalista, posee y brinda una identidad y pertenencia familiar, espiritual y hasta casi religiosa que permea al mismo ser del ciudadano. La interpretación no nacionalista plantea una estructura abierta al cambio y a una estructura compartida tan sólo en el ámbito público como comunidad legal. De ahí el tema de la "asimilación" del judío en occidente, con el concepto de "se un judío dentro de tu casa y un hombre afuera de ella" como sintetizaba el pensamiento iluminista-asimilacionista, ejemplificada en la frase napoleónica "dejad que los judíos busquen su Jerusalén en Francia". (6) Cfr. Eric Hobsbawm, Naciones y Nacionalismo desde 1780, Crítica, 1990. (7) Biku Parekh, ‘El etnocentrismo del discurso nacionalista’, en La Invención de la Nación. pág. 113. (8) Georges Friedmann, ¿El fin del pueblo judío?, Buenos Aires, FCU, 1988. (9) Aparece en 1927 con el poema de Yitzhak Lamdan. (11) Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Buenos Aires, Taurus, 1999. (12) Chaim Weizmann, A la verdad por el Error, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1949. pág. 129. (13) Arendt, Hannah, "Zionism Reconsidered" en The Jew as Pariah, Grove Press. New York 1978. (14) Arendt, Hannah, "We refugees" en The Jew as Pariah, Grove Press. New York 1978. (15) Howard M. Sachar, A Histoy of Israel, Knopf, Nueva York1996 y Chaim Weizmann, A la verdad por el Error, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1949. (16) Peter Novick, The Holocaust in American Life, Nueva York, 1999. (17) Finkelstein, Norman G., La Industria del Holocausto, Siglo Veintiuno de Argentina Editores, 2002. (18) Sachar, pág. 53. (19) Friedmann, pág. 204. (20) Es interesante ver como Friedmann entiende al judío como alguien que considera, desde un punto de vista secular, una tragedia asumida o aceptada, influida por la significación del holocausto en la historia universal, e íntimamente ligado a un concepto casi metafísico, pero también universal y no exclusivo de un pueblo, nación o comunidad. (21) Arendt, Hannah, "Peace or Armistice in the Near East?" en The Jew as Pariah, Grove Press. New York 1978. pág. 206 y 207.

Fuente: El autor es un periodista argentino graduado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). El presente texto fue presentado durante las III Jornadas de Medio Oriente realizadas los días 9 y 10 de noviembre en el Departamento de Medio Oriente de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Puede contactárselo en andrescriscaut@yahoo.com.

 

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