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lunes, mayo 6, 2024

“Cuando uno sabe que ya está muerto, puede retomar la vida normal”

Política"Cuando uno sabe que ya está muerto, puede retomar la vida normal"

TESTIMONIO DE UN ARGENTINO EN LA GUERRA CONTRA IRAK

“Cuando uno sabe que ya está muerto, puede retomar la vida normal”

Hace 12 años, Ahmed Baradei y su hijo Al-Musanna fueron los únicos argentinos que permanecieron en Irak durante toda la Guerra del Golfo. Ahora, que la pesadilla vuelve a repetirse, el padre, dirigente del partido Baa’th, sigue viviendo en Bagdad y Musanna, desde Buenos Aires, cuenta a la prensa, por primera vez, su experiencia en aquel infierno.

Por Ricardo López Dusil

Mussana Baradei.

Hace 12 años vivió lo que sería la experiencia más traumática de su vida. Tenía 24 años y ese día, el 17 de enero de 1991, había terminado de comer junto a su padre y se fue a acostar. No creía, en verdad, que los rumores de un ataque inminente fueran ciertos, de manera que nada le impidió dormirse. No fueron las explosiones sino su padre el que lo sacó de su placidez: “Musanna, están bombardeando”, le dijo el padre, algo que para entonces era perfectamente obvio. En segundos todo se transformó. El cielo azul profundo de Bagdad empezó a mutar en un inmenso telón surcado por estelas luminosas y al ruido de las explosiones se le superpusieron las de las sirenas. Bagdad quedó a oscuras, envuelta en una atmósfera fantasmal.

Al-Musanna Baradei y su padre son los únicos argentinos que permanecieron en Irak durante toda la Guerra del Golfo. Doce años después, y cuando la pesadilla de aquella experiencia vuelve a repetirse, acepta contar a la prensa, por primera vez, aquellas horas interminables, el miedo, la sensación de perderlo todo, la certidumbre de que la vida estaba jugada, el desamparo y la resignación.

Al-Musanna (El Benefactor, en árabe, ahora de 36 años) y Abdel Kader Baradei (El siervo de Dios, de 40) cuentan estas cosas desde un departamento de Barrio Norte, a 10.000 kilómetros de Irak. Pero no están tranquilos: los aprestos de una guerra avanzan y allá, en Bagdad, permanece su padre, Ahmed Amadeo Baradei, también argentino y uno de los pioneros de la rama siria del partido Baa’th y luego activista de la filial iraquí, sostén del gobierno de Saddam Hussein.

La historia de los Baradei es singular y está signada por viajes interminables. Parecería que las espasmódicas convulsiones del Medio Oriente los siguieran, no importa dónde fueran. Por momentos, la trama es novelesca, pero real. Ahmed Amadeo nació hace 72 años en la Argentina, en el seno de una familia de inmigrantes sirios, pero en el país no habría de permanece más que dos años: los padres, que no terminaban de adaptarse a las costumbres locales, habían decidido regresar a Damasco, donde Ahmed pasaría su infancia y adolescencia, etapa en la que comienza a interesarse en la política. A los 17 años se enrola en el recientemente creado Partido Arabe Socialista Baa´th, que años más tarde llevaría al poder a Hafez al-Assad. Baradei, para entonces, pertenecía a una corriente interna que quedó desplazada del gobierno y sufre las primeras purgas del nuevo régimen. Conoce la cárcel y la tortura. Hasta que por un pedido del gobierno iraquí, gobernado también por el partido Baa’th, varios disidentes sirios son liberados de la prisión y expulsados del país. Ahmed opta por trasladarse al Líbano, donde sigue ligado a los grupos opositores a Al-Assad. Cuando la situación se torna insostenible y se hace evidente que su vida peligra (para entonces la Justicia siria lo había condenado en ausencia a la pena de muerte), acepta una invitación del gobierno de Saddam Hussein y se traslada con la familia a Bagdad. Ahmed ya estaba casado con Zulema Fatala, también argentina y prima hermana del actual secretario de Obras Públicas de la ciudad de Buenos Aires, Abel Fatala. De esa unión habían nacido en Kuwait Nada (que significa “rocío”) y Abdul Kader y en Siria, Al-Musanna.

Ahmed se convierte rápidamente en un referente político en el seno del oficialismo iraquí. En 1975 el gobierno de Saddam lo nombra segundo secretario en la embajada de Irak en la Argentina (luego ascendería al rango de encargado de negocios), donde los adolescentes Baradei cursan parte de sus estudios. En 1979 Ahmed Baradei es destinado a España y el resto de la familia se traslada a Siria, adonde Ahmed no podía regresar, ya que la pena que pendía sobre su cabeza no había sido conmutada.

Abdul Kader Baradei.

“En Siria nuestra madre muere en un accidente automovilístico. Mi padre no pudo asistir siquiera a su entierro. Nos quedamos a cargo de familiares y terminamos la secundaria. Luego, nuestro padre regresó a Irak y allí nos reunimos con él. El estaba muy caído, muy golpeado por la muerte de nuestra madre. De alguna manera se sentía culpable por tantas idas y venidas. Nos planteó buscar un país en el mundo donde pudiéramos vivir juntos los cuatro. La elección estuvo entre España y la Argentina y finalmente vinimos a la Argentina. El se quería alejar un poco del Medio Oriente. En la Argentina vivimos desde el 81 hasta el 89 y nosotros obtuvimos la ciudadanía. Mi padre había abandonado la diplomacia y se dedicó al comercio, un restaurante de comida árabe (Ali Baba, que estaba en Pueyrredón y San Luis)”, cuenta Abdul Kader (Abdo para sus conocidos).

En el 89, por diversas razones, entre ellas que Abdo trabajaba en la oficina técnica de la empresa Techint, los tres hombres regresan a la región. “Nosotros reuníamos la ventaja de conocer la cultura y el idioma”, algo que era muy útil para los intereses de la empresa en la zona. Al padre, por su parte, lo habían tentado en Buenos Aires con retornar a la vida política, como director de la rama siria del Partido Baa’th. Todo parecía encaminarse: los hijos varones con trabajo y el padre reconstruyendo su universo laboral nuevamente en la política.

“Para entonces -dice Abdo- teníamos idea de instalar un criadero de pollos en Irak. Nos habíamos capacitado y todo estaba listo, pero sobrevinieron la invasión a Kuwait y la guerra.” Musanna buscó otro trabajo y consiguió emplearse en una verdulería de Bagdad.

¿Cómo fueron los días previos a la guerra? “Todo el mundo hablaba de eso, todos estábamos enfrascados en si iban a bombardear o no. Pero muchos, como nosotros, suponíamos que no, que el mundo árabe no lo iba a permitir y finalmente habría un arreglo diplomático. Nos equivocamos, evidentemente”, dice Mussana.

-¿Tenían acceso a fuentes de información independientes? ¿Puede ser que dentro de Irak recibieran datos tranquilizadores, pero falsos, acerca de lo que sucedería?

-No teníamos restricciones para acceder a la información. Además de los medios de prensa locales, todo el mundo escuchaba radios internacionales.

-¿Cómo era, Mussana, la vida cotidiana entonces?

-Absolutamente normal. Nosotros vivíamos en un barrio de Bagdad, en la zona de viviendas asignadas a funcionarios de la Cancillería. Yo había perdido el trabajo, porque el comerciante con el que estaba había decidido cerrar el negocio.

Poco antes del comienzo de la guerra, Abdo logra cruzar la frontera a Jordania, donde el entonces embajador argentino en Bagdad, Gerónimo Cortés Funes, había empezado a reunir a los pocos argentinos que se encontraban en Irak para repatriarlos a nuestro país. Musanna se quedó junto a su padre.

Así relata su bautismo con esa experiencia aterradora de los ataques. “La noche que empezó el bombardeo yo estaba con mi padre. Habíamos cenamos normalmente, sin preocupaciones. Luego vimos un poco la tele y después me fui a dormir. Al ratito, me despierta mi papá. La casa estaba a oscuras. El me pide que esté tranquilo. Me levanto medio aturdido y escucho esos sonidos infernales de los ataques y la defensa antiaérea. Salimos al jardín y vimos lo que sucedía. Yo estaba parado, mirando eso, y me temblaban las piernas, no me podía sostener. Ya se había cortado la electricidad. Encendimos unas velas y empezamos a preparar varias cosas. Juntamos alimentos, muchos de ellos enlatados, y algunas mandarinas y las cargamos en el coche. Había una familia conocida que vivía en las afueras, en un pueblo, a unos 200 kilómetros de Bagdad. Armamos las cosas de noche y esperamos la luz del día para salir. En el barrio donde vivíamos hay edificios muy modernos, con refugios atómicos subterráneos. Antes de partir fuimos a ver si nos podíamos quedar ahí, pero no había lugar. Así es que nos fuimos al pueblo. Antes quisimos despedirnos de mi tío y como las líneas telefónicas estaban cortadas, llegamos hasta su casa. El vivía a dos cuadras del aeropuerto local, que acababa de ser bombardeado. Cuando llegamos, lo vimos humeando. En el camino vimos tres o cuatro aviones caídos, con militares a su alrededor. Nunca supe qué clase de aviones eran, si se trataba de aviones norteamericanos o iraquíes, pero allí estaban.

“Cuando llegamos al pueblo, nos enteramos de que estábamos en una zona con instalaciones militares cercanas, así es que quizás el lugar fuera más peligroso que Bagdad. Bueno, llegamos a la casa de esta familia amiga, pero resultó que también estaba llena de gente que había buscado refugio allí. Era una falta de respeto pedirles refugio y no queríamos molestar. Entonces, nos fuimos a un hotel, que era el único edificio alto del pueblo. Nosotros teníamos miedo de que la terraza tuviera artillería antiaérea (el gobierno siempre usaba los edificios altos para instalarlas), pero resultó que no. De todos modos, ése no era un lugar seguro. Sabíamos que para los pilotos norteamericanos, un edificio importante podía ser blanco de ataques, pero, bueno, nos quedamos. También faltaba el agua y la luz, como en todo el país.

“La primera noche tuvimos mucho miedo. El edificio temblaba en cada ataque. Sin embargo, todo el mundo subía a la terraza a verlos. Era una locura, pero abajo tampoco estábamos seguros. Vimos algunas llamaradas en el cielo. Las noches eran insoportables, siempre escuchabas el ruido de un avión que pasaba y atacaba. Era constante, constante.

“Los primeros días fueron de terror. Después, uno se va acostumbrando. Yo me dije: no puedo hacer nada, no tengo cómo protegerme, ya estoy muerto… Pero curiosamente, después de la parálisis, uno empieza a hacer un poco su vida de siempre. Los comerciantes volvieron a abrir sus negocios, la gente empezó a salir a la calle para caminar. Nuestra preocupación era la invasión terrestre. Al principio teníamos miedo de cargar combustible en las estaciones de servicio, que podían ser blanco de ataques, pero después ya nos sentíamos jugados y cuando te pasa eso, vas por la vida como si nada, mientras todo se destruye. Habíamos visto tan lejana la posibilidad del bombardeo y allí estábamos…

“En el pueblo nos quedamos todo el tiempo que duró la guerra. Vimos a mucha gente muerta. Había un pequeño hospital. Veíamos salir los camiones cargados de ataúdes. No sé si eran militares o civiles, pero los ataúdes tenían las banderas de Irak. Era realmente impresionante.

“En el pueblo se escuchaban de noche sonidos muy fuertes de motores. Es una zona boscosa en la que se ocultaban los lanzadores móviles de misiles. Nosotros escuchábamos el lanzamiento de los Scud hacia Israel”.

-¿Por qué creen que Irak no usó misiles con armas químicas?

-Contrariamente a lo que muchos dicen, Saddam no es un loco. Yo creo que los misiles que tiró a Isarel fueron una advertencia, una manera de decir “yo puedo hacer mucho daño, pero no quiero hacerlo”. Creo que eso nunca se entendió. Si Irak tenía entonces armas químicas (y todos, absolutamente todos, las tienen) y no las usó, cómo podría ser ahora tan peligroso si está prácticamente desarmado.

-¿Cuánto tiempo permanecieron en ese pueblo?

-Todo lo que duró la guerra. Después, empezaron a escasear alimentos y también el combustible, ya que los camiones cisterna que abastecían a las estaciones de servicio eran bombardeados. Los vimos de regreso a Bagdad: montones de camiones hechos trizas al costado del camino. Volvimos a Bagdad por la misma ruta. Vimos autos destruidos, agujeros en la ruta… Al llegar a la capital, los puentes sobre el Tigris estaban destruidos o a punto de caerse, así que fue un caos. Vimos varias casas y comercios destruidos. En el medio de nuestro barrio había unas cuantas casas derrumbadas. Todo era distinto. ¿Se acuerda de ese refugio famoso que fue bombardeado? Bueno, estaba a 20 cuadras de nuestra casa, era un refugio donde murieron 400 personas, la mayor parte mujeres y niños. Yo entré a verlo y es algo que uno no puede imaginarse. Las paredes están absolutamente negras y sobre ellas quedaron impresos los restos de los cuerpos. Durante meses, los aviones aliados seguían sobrevolando de una forma provocadora, casi pegados a los edificios, rompiendo la barrera del sonido y generando la explosión de los vidrios y ese estruendo terrible, que te aturde. La guerra es una locura indescriptible y los motivos para hacerla forman un caldo tan espeso, con tantos ingredientes… Es demasiado sufrimiento.

La fuente: El autor es el director periodístico de El Corresponsal de Medio Oriente y Africa (www.elcorresponsal.com). Este artículo ha sido publicado previamente por el suplemento Enfoques (diario La Nación, Buenos Aires).

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